Nos consideramos tan inmortales como un Shopping recién inaugurado, mientras un hilo de baba nos corre lentamente por la comisura de la boca. Y al final, aunque no querramos reconocerlo, seguimos siendo tan frágiles y mortales como siempre.
El mundo global nos arrastra hacia el vacío. Decimos que no nos gusta pero allá vamos, sonámbulos, cumpliendo exigencias que en el fondo odiamos, mientras nos justificamos diciendo: hay que sobrevivir.
Jugamos los juegos que el brutal materialismo nos propone. Luego, en algún punto, comenzamos a pensar que todo va bastante bien, mientras podamos pagar las deudas, la tarjeta de crédito, la hipoteca. De a poco abandonamos las pretensiones del espíritu… y asumimos la falsa felicidad que nos ofrecen.
Pero un día ocurre algo: alguien cercano o nosotros mismos nos enfermamos, ocurre un accidente, sufrimos un profundo desengaño, perdemos el trabajo, hay una pandemia, o cualquier hecho que aún sin ser muy grave, nos hace cambiar de punto de vista. Nos damos cuenta entonces de que el sitio donde estamos parados es el peor para resistir la adversidad.
Es cuando caemos violentamente de la plástica felicidad del mundo tecnológico y global. Esa felicidad en cuotas de dientes apretados que nos sirve para depositar un óvolo de la propia carne cada día en las arcas de la usura.
Pero siempre algo falla. Se rompe por algún motivo el falso clima de que todo va bien. Nos vemos reflejados en el repentino espejo del dolor y la angustia, nos damos cuenta que en realidad es el pellejo entero lo que hemos dejado en el altar del sistema. Entonces, aunque pueda resultar un poco tarde nos preguntamos: para qué fingimos todo el tiempo una estúpida normalidad, si sabemos que todo es parte de una comedia superficial, y que en realidad lo que necesitamos es el arte, la poesía, la historia y en fin…verdades a las que se llega mediante otra forma de vida, que nos conviertan en hombres dignos
Nos preguntamos doloridos, porqué no pudimos resistir a toda costa los cantos de sirena de un materialismo atroz, aunque sea atándonos al palo mayor como Ulises, y tomamos consciencia amargamente, que cada día durante toda una vida, saludamos gentilmente todo lo que debimos por nuestra propia dignidad rechazar.
A cualquiera le puede pasar algo así: darse cuenta de golpe o por un golpe del destino de estas cosas. Estamos hechos de fragilidad y de tiempo, esos maleables materiales de la muerte. Sólo el espíritu nos ofrece algún refugio, pero lo rechazamos.
Si un día pasa algo malo, nos preguntamos por qué no cambiamos antes, por qué quedarán inconclusos los libros que comenzamos a escribir, los cuadros que comenzamos a pintar, las luchas que necesitábamos librar, los amores que debimos fortalecer y preservar.
Y algo malo siempre puede pasar. No resulta nada simpático decirlo a unas masas sumergidas en el espejismo del sistema. Nos consideramos tan inmortales como un Shopping recién inaugurado, mientras un hilo de baba nos corre lentamente por la comisura de la boca. Y al final, aunque no querramos reconocerlo, seguimos siendo tan frágiles y mortales como siempre.
El día que algo adverso nos toca de cerca y nos sacude la conciencia buscamos reunir rápidamente los pedazos de un mundo atávico y sagrado que fue alguna vez nuestro, para sostenernos espiritualmente en el dolor. Nos damos cuenta de que ha sido siempre ése el mundo real, y no el otro.
Hay un plano superior que el espíritu busca y necesita para sostenerse en la adversidad. Allí nos esperan hombres que como magos, clarividentes o maestros solitarios, preservan el pensamiento, la poesía, la música, el arte, la filosofía. Una última resistencia espiritual, para cuando nos haga falta algo más, que el estúpido y adormecido mundo de los esclavos del mundo global.