Madrid, Puerta de Alcalá, durante la República y su democracia

El derecho al error

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Era el que tenía casi toda la milicianada en 1936. Era el que en menor medida teníamos los jovenzuelos antifranquistas de los años sesenta y setenta.

Pero ya no. Ese derecho ha sido abolido por el implacable paso del tiempo, es decir, la barbarie del Gulag, la autodenominada “Revolución Cultural”, y los campos de la muerte de Pol Pot, entre otras muchas beneficencias. Sumémosle todo el conocimiento que hemos acumulado sobre un paraíso rojo que nunca llega y siempre se pospone en un inacabable infierno negro.

Cuando reventó la guerra civil que el Frente Popular andaba loco por que estallara –léanse la prensa de izquierdas de entonces– la masa miliciana tenía todo el derecho a la ilusión de un mundo nuevo y a los yerros que ello podía conllevar, como conllevó. Claro que había doblez, oportunismo, simple ansia del poder y acanallamiento en muchos de sus dirigentes y en no pocos de los de a pie, sobre todo en las llamadas “milicias de retaguardia”, tan cobardes, codiciosas y sanguinarias tantas veces. Pero en gran parte de la tropa leal al Gobierno frentepopulista había honradez e ilusión por la que se pensaba sociedad nueva más justa que surgiría de la némesis bélica. No debemos ni podemos juzgarlos con los criterios de hoy. Eran tiempos muy iletrados. Para bien y para mal, sin televisión; sólo con radio, quienes la tenían, y apenas teléfonos; con mítines, periódicos y panfletos como información básica. Se viajaba poco. Al extranjero, menos. Rusia, el luminoso faro redentor, estaba tan lejos como distorsionada por la propaganda. Era la primera vez, se creía, que los trabajadores habían conquistado definitivamente el poder en un país, y andaban pergeñando el paraíso igualitario en aquel lugar lejano y extenso cuya luz llegaba hasta nuestra patria. La URSS era el ejemplo a seguir, la rigurosa pero necesaria cirugía que produciría un cuerpo social de nuevo cuño. En realidad nadie o casi nadie sabía casi nada de allí, salvo lo que se les contaba por medios interesados. No se tenía conocimiento de las condiciones reales de vida, de los privilegios de los jefes ni de las purgas que desde 1937 estaban ocurriendo con implacable rigor inquisitorial contra los mismos comunistas. Algunos españoles, como el anarquista Ángel Pestaña, habían sabido ver las tinieblas dentro de la pretendida luz del sistema, cuando viajaron allí por ver si los anarquistas se unían a la Tercera Internacional, la comunista. Hizo Pestaña un informe a la vuelta. No le convenció una toma del poder para controlar más el poder. Era estatalización contra colectivización. No se persuadieron los ácratas. Y luego, durante la guerra, con el material soviético, las Brigadas Internacionales, los comisarios políticos y dirigentes socialistas bolchevizados como Negrín, todo aumentó exponencialmente el poder del partido comunista, que fue ganando posiciones hasta casi convertirse en dueño del Estado, como sin duda hubiese acabado ocurriendo de no ser por la derrota de las armas gubernamentales. Quizá no resultó casual que justo fuesen las tropas anarquistas de Cipriano Mera las que dieran el golpe de gracia a la poderosa facción comunista en las caóticas jornadas de marzo previas al fin de la guerra. Pero siempre, no se olvide, antes, durante y después del conflicto, se mantenía la ilusión del llamado poder proletario, por más que ya, desde el principio, se atisbaran los privilegios de la “casta” de turno, tal que en su libro “Hombres made in Moscú” admitiera Enrique Castro Delgado, uno de los desengañados del paraíso rojo, tras conocerlo, y pese a que él hubiese sido uno de los fundadores y comisarios del Quinto Regimiento, nervio del Ejército Rojo, que tal gustaba de llamarse a sí mismo y con no poco orgullo, hasta el punto de llevar al final todos los militares la estrella roja de cinco puntas en sus gorras y vestimenta. Aditamento que por cierto se ordenó arrancar de los uniformes, una vez triunfante el golpe contra Negrín por parte del coronel Casado, que pretendía negociar una rendición honrosa con Franco.

Antes de la guerra, durante ella y tras ella, frente a las críticas a la posible dureza y crueldad del régimen soviético, la excusa de la taumaturgia política inevitable, la estrategia del dolor en la intervención quirúrgica necesaria para que de ella surgiera un cuerpo más sano y más feliz. Se tardaría un poco. Sí, quizá se estaba tardando más de lo deseable, pero había que contar con la labor roedora de los países capitalistas y sobre todo los agentes contrarrevolucionarios, los elementos antipartido, tantos y tan vivaces, que obligaban a endurecer la represión interna. Pero no había duda de que llegaría el glorioso momento en que la sociedad socialista pasaría a comunista, y entonces el Estado se disolvería por sí solo, dejando filantrópica y milagrosamente sus privilegios y puestos de mando los políticos de turno, y haciéndose por fin realidad aquello de “a cada cual, según sus necesidades, de cada cual según su capacidad”. Sí, aquello tenía que llegar. La URSS era el duro y largo pero correcto camino a seguir.

Ahora lo sabemos todo, pero los milicianos, tenían, de verdad, el derecho al error.

Vino luego el franquismo, que pronto pasó de totalitario a autoritario, y que en sus últimos años, salvo elegir alcaldes y diputados, que no es poco lujo, permitía enriquecerse o empobrecerse según capacidades, enchufes y valía, vendía la píldora anticonceptiva en las farmacias, dejaba viajar fuera, se llenaba de turistas, y sin que nos diéramos cuenta quienes luchábamos contra él, creó una sociedad de clases medias, de bienestar económico y de seguridades sociales y ciudadanas. Pero no nos bastaba a quienes corríamos ante los grises y fuimos procesados por el Tribunal de Orden Público. Queríamos algo más. Quizá Edipo tuvo algo que ver en aquellos años de adolescencia ideológica. Era querer matar al padre.

Y algo menos, pero quizá también nosotros teníamos derecho al error. Por ejemplo, al error de creer que ETA eran unos heroicos luchadores contra el franquismo, aunque disparasen por la espalda y humanamente fuesen tipos zafios y ruines, entre los que abundaban y abundan los sicópatas. Pero, claro, el enemigo de tu enemigo es tu amigo, y estúpidamente nos sentíamos solidarios de un pobre pueblo vasco, rico sí, pero oprimido, que se defendía como podía. Paralelamente seguíamos en lo del paraíso rojo, que se acercaba, vamos, que estaba al caer, con aquello de la “huelga general revolucionaria” y la “unión de las fuerzas del trabajo y la cultura”, entre otros mantras. Todo, estúpidamente, sin ver algo tan simple como que el enemigo de un malo no es necesariamente un bueno, que puede ser un peor, porque así como lo opuesto a una verdad es siempre una mentira, lo opuesto a una mentira puede ser otra mentira, y aún mayor. Y vaya si esta lo era. Pero la esperanza y la ilusión eran más poderosas que la evidencia. Sigo pensando que durante el franquismo, con todas nuestras mejores intenciones, quienes gastamos días y días de nuestras vidas en luchar aunque fuese un poquito contra el régimen, seguíamos teniendo –por muchas razones humanas, geográficas e históricas–, derecho al error.

Hoy, implosionada la URSS y también derrocado desde dentro todo el socialismo de Estado en Europa, despanzurradas no solo las tiranías sino sabidos los desmanes humanos y ecológicos de aquellos gobiernos que hasta muros construían para que no se les escapasen los súbditos, a lo coreano del norte, ¿qué excusa queda para añorar tales mundos?

Mentira parece que los trabajadores, los “proletarios”, vivieran mejor en los países libres europeos que en los “progresistas” contemporáneos. Indigna que el capitalismo, con su evidente rapacidad, haya resultado más respetuoso con el entorno, aunque ello, claro, haya sido gracias a los grupos y el pensamiento conservacionista que el sistema político tenía y tiene que soportar, cosa impensable en aquellos regímenes, o digamos hoy en Cuba, Corea del Norte o China, ese asombroso país de partido único pero de capitalismo salvaje. A lo que vamos: Imagínense a los de Greenpeace encaramándose a una chimenea en el cinturón industrial de Pekín, la Habana o Pionyang ¿Es pensable mayor distopía informativa?

No. Ahora ya no tenemos derecho al error. Podemos pensar sobre Grecia y Roma lo mismo que hace un siglo, pero no podemos opinar sobre Lenin y Stalin lo mismo que se opinaba en 1936. No tiene tampoco nadie el derecho a ese error de imaginar que la ideología es buena pero han fallado los hombres. No. Las utopías irrealizables no se darán, por magníficos que sean quienes las pretendan. El animal político aristotélico es el que es. Y el Estado del partido único, sin contestación posible, estará ontológicamente abocado a crear una tiranía, un cosmos corrupto que recurrirá a cualquier expediente para mantener en el poder a la élite que gobierne, a la casta, en el más siniestro sentido de la palabra.

Ahora sabemos demasiadas cosas. No nos permiten ese error no sólo los países mártires de la Europa del este, las provocadas hambrunas estalinista en Ucrania, la carretera de los huesos, de Magadan a Vladivostok, los campos de la muerte de Pol Pot, como mínimos ejemplos que espigábamos antes. Y todo ello adobado por la conducta de la izquierda marxista o marxistoide en nuestro país, en nuestras comunidades, en nuestros ayuntamientos. Enchufes, arribismo, prevaricación, incompetencia, agiotismo a fondo, simple evaporación de partidas destinadas al bien común, traición ante el separatismo, etc., etc.

Pero, hombre, no cunda el pánico. Centrémonos en esta tierra y estos momentos. España es otra cosa. Ahora, aquí, va a ser distinto, oiga, y grasientos zampabollos como Ávalos, hienas codiciosas como Iglesias, zopencas engreídas como Irene Montero, impresentables infraministros como Garzón, brujas semianalfabetas como la Calvo Poyato, pastoreados todos por insidiosos dizque doctores de la catadura de Sánchez van a conducirnos con el pensamiento autodenominado progresista al edén, por el mismo camino por el que se enfangaron tantos líderes políticos de no mejor calidad humana, pero sí de mucho mayor arrojo y capacidad…

No. Está claro que con la experiencia adquirida, dado el mínimo conocimiento de nuestro mundo previo y el de los otros, ya no tenemos, de ninguna manera, el derecho al error, a ese error.

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