Carta del director

Los dinosaurios son de izquierdas

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Es difícil saber adónde está mirando la derecha, que tiene un ojo giratorio como el de Sartre y que no sabe si colgarlo de Bush o de Sarkozy, pero sí es perfectamente posible proclamar adónde está mirando la izquierda española: al más remoto pasado, que todavía acabarán redescubriendo la virtud de Indíbil y Mandonio, caudillos ilergetes.

José Javier Esparza

Veamos. Viajan nuestros próceres al extranjero y ¿hacia dónde dirigen sus pasos? A Cuba y a China, o sea, como en los sesenta. Meten la cuchara en las cosas de la Iglesia y ¿a qué santo se encomiendan? A los curas obreros de jersey y rosquilla consagrada, o sea, como en los setenta. Juntan a dos docenas de escritores adictos para dar calorcillo a ZP y ¿qué estética recuperan? La del Congreso de Intelectuales Antifascistas, o sea la de los años treinta, que cualquier día nos montarán otra checa en el Círculo de Bellas Artes. Salta Zapatero al encuentro de las masas y ¿qué discurso abandera? El de la guerra a la guerra y los radiantes amaneceres, una cosa como entre Bakunin y Rosa Luxemburgo, y ya verás cómo levita el jefe cuando algún asesor le descubra aquellos textos alucinados de Fourier donde se prometía a las masas que los océanos manarían limonada; ese día, Zapatero prometerá a los españoles cava de Carod en todas las bañeras domésticas –y los españoles volverán a darle un punto de ventaja sobre el PP en la siguiente encuesta de El Mundo.

 Ahí los tenemos: la izquierda ha descubierto el pasado. La cuestión tiene su parte seria, desde luego: desarbolada por el hundimiento del socialismo “científico”, huérfana tras el colapso de los Estados-providencia socialdemócratas, a la izquierda ya no le queda otro patrimonio intelectual que el menos intelectual de todos los patrimonios, a saber, la memoria –tantas veces reinventada- de un tiempo en el que tuvo el estandarte de la vanguardia. Y cuando una izquierda es particularmente burra, como es el caso de la española, que ha destrozado a sus mejores cerebros, entonces el retroceso tiene algo de pura pasión instintiva, también de triste decrepitud. Miradlos: ricos, poderosos, con el colesterol por las nubes y, sin embargo, cantando “No nos moverán”.

 Hombre, hay una cosa: no es lo mismo cantar “no nos moverán” cuando uno es un joven pelambres y se ha encadenado a la puerta de un ministerio, bajo los golpes de los grises, que recitar la misma cantinela cuando uno es un próspero burgués (mayormente, a costa del erario público) y a lo que está encadenado no es a la puerta del ministerio, sino a la poltrona del señor ministro, para que no se la quiten de debajo de las posaderas. Ese “no nos moverán” que entona hoy esta gente, pegada al poder con engrudo, recuerda mucho al que podía haber cantado el búnker allá por los años setenta, cuando la Oprobiosa daba sus últimas boqueadas. “No nos moverán”, dicen. Bueno, sí, claro: lo mismo pensaban los dinosaurios, tan voluminosos ellos, dueños del mundo, mientras caían a su alrededor los meteoritos. Eran muy grandes y muy pesados, sí; sobre todo, muy pesados. Pero su tiempo había acabado ya.

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