Ya no se trata de ser católico, o de ser cristiano, ni siquiera de pertenecer a una de las iglesias surgidas de la ruptura con Roma; es más, incluso no importa si uno es agnóstico o ateo: de lo que se trata, hoy, es de si queremos prevalecer o desaparecer como sociedad. Ésa es la disyuntiva en la que nos movemos en la actualidad.
Vaya por delante que la mojigatería puritana me parece soporífera y alienante, especialmente cuando es pura formalidad. También pienso que el preservativo sí ayuda a combatir el sida, que en determinados y puntuales casos el aborto puede ser lícito y que, más allá de estar o no de acuerdo con el matrimonio homosexual, considero que cada cual en su casa puede acostarse con quien le dé la realísima gana, siempre que el otro sea un adulto y lo haga bajo su pleno consentimiento.
Dicho esto, pienso que, en esta época histórica, hay que volver a reivindicar la figura del Papa.
El Papa representa en estos momentos el único simbolismo que aglutina a toda una civilización más allá de las fronteras, y más allá de los continentes. El Papa es uno de los arquetipos más poderosos que existen sobre la tierra, y en él confluye la historia de una civilización, no solamente de aquella que se origina con la llegada de Jesús y que enraíza con el judaísmo sino también la que transforma el paganismo sin que éste desaparezca. Por tanto el Papa, en sí mismo, encarna la tradición, nuestra tradición y, en estos momentos de grave peligro para nuestra cultura: “invasiones bárbaras” (por aludir a la extraordinaria película realizada en 2003 por el canadiense Denys Arcand), decadencia social y líderes de medio pelo, es una figura importante y necesariamente reverencial.
Benedicto XVI es un hombre de una extraordinaria calidad humana, una persona sensible y exquisita, un prestigioso intelectual, un extraordinario teólogo, y sobre todo es nuestro único referente. Quizás porque no domina los medios de comunicación o porque su autoridad se manifiesta con cierto grado de vulnerabilidad, quizás y especialmente por ello, es importante reforzarlo desde las bases.
Ya no se trata de ser católico, o de ser cristiano, ni siquiera de pertenecer a una de las iglesias surgidas de la ruptura con Roma; es más, incluso no importa si uno es agnóstico o ateo: de lo que se trata, hoy, es de si queremos prevalecer o desaparecer como sociedad. Ésa es la disyuntiva en la que nos movemos en la actualidad.
Nuestros esquemas de orden y nuestros principios fenecen en manos de los cínicos, de los relativistas y de los multiculturalistas, y eso facilita que el terreno quede libre, abierto y sin defensas. En España los gobernantes actuales planean su gran asalto final para derrumbar lo poco que queda de nuestra tradición y de nuestro espíritu, se preparan leyes que minaran toda posibilidad de mantener una conciencia colectiva de pertenencia, y todo ello en aras de la libertad y la convivencia.
Y para que nadie me malinterprete debo incidir en el hecho de que el Papado es universal y no excluye ninguna raza ni nacionalidad. Pero sí hace incidencia en la defensa no sólo de un orden moral, sino también de un orden social que es el que ha formado esta civilización, “la” civilización.
Quiero incidir en el primer párrafo de este artículo y afirmar que no comulgo con todos los postulados del catolicismo pero que, más allá de esa posición, creo imprescindible posicionarse sin ambigüedad al lado de esa figura menuda vestida de blanco que muy pronto será lo único que nos quede.
Nuestros cínicos seguirán riéndose de él, y los demás lo soportaremos estoicamente con la debida sensatez, como siempre, y veremos con qué alegría fomentan la diversidad religiosa, a ver si consiguen acabar de una vez con lo que construyeron nuestros ancestros.