La acción política y cultural es sencilla, profunda y cotidiana, y la recuperación del alma de un pueblo no está en el disfraz o en el impulso caprichoso, sino en el trabajo constante de generaciones, sin disfraces, vestidos normalmente, pero convencidos de la vitalidad esencial de nuestra identidad y de nuestra difícil lucha, a cada paso.
Cuando hay que buscar la propia identidad forzadamente, se cometen errores, se cae muchas veces en el ridículo y se contradice lo mismo que se quiere buscar; algo que se debería poseer naturalmente. Ya el hecho de buscar algo que de por sí se debería asumir como propio, estando vivo en nuestros actos, en nuestras conductas y en nuestras tradiciones, implica alterar la vitalidad de su esencia.
Las ideologías procuran a través de las ideas dar forma a lo que no debería necesitar de ideas preconcebidas, por tratarse de algo vital que lleva en sí mismo su forma: la forma de ser de un pueblo, su cultura, su modo de ver el mundo y de relacionarse con él, en suma: su identidad.
La modernidad es justamente el vaciamiento de esas formas antiguamente sagradas. Los pueblos que conservan algo de su antigua esencia cultural, son los que pueden todavía resistir a la nada igualitaria.
Cuando en una búsqueda bienintencionada se busca a cada paso “darse forma” se caerá seguramente en actitudes lamentables, poniendo energía en tratar de ser eso que ya no se es.
Lo interesante sería en cambio poder vivir la esencia de la identidad, sin empeñarse en mantener formas perimidas, actitudes tragicómicas o disfraces de algo que pasó, y que resultará forzado en el presente.
Se puede mantener un estilo, una intención, pero la historia no vuelve atrás, y generalmente la gente seria –que es ya muy poca– no suele tener la necesidad de disfrazarse, sino que más bien tiene cierto pudor en hacerlo.
El fenómeno se torna especialmente curioso en la política.
No temblará el sistema porque algunas personas se disfracen de SA o de SS: más bien les preguntará la gente al pasar dónde es el baile de disfraces.
No se convertirán en gauchos como los que hubo una vez en el Sur los que se visten los domingos para desfilar a caballo.
No se convertirán en paganos los que peregrinan a Stonghege, ni en católicos medievales los peregrinos a Compostela, por más sinceras que sean sus intenciones.
Hay guevaristas en las principales capitales europeas y nacionalsocialistas en Perú, y no es que me moleste, sólo me causa curiosidad y sorpresa. ¿Qué ocurre para que esas personas deban buscar identidades tan diversas a su origen y tradición? ¿No sería más grato tratar de ser uno mismo, vincularse en forma directa con la propia esencia cultural?
Además de la traspolación en el espacio, suele intentarse una traspolación en el tiempo. Ocurre por ejemplo cuando se rescatan viejos uniformes, y los usan quienes no conocen la guerra ni de lejos.
Mientras tanto lo verdadero y útil para la lucha, en un lugar determinado y en un tiempo real, se desdibuja. La presencia posible, la construcción realista, lo que se puede hacer sin disfrazarse, tomando lo rescatable de nuestro entorno, aquí y ahora en cuanto a política e identidad se refiere, se desperdicia miserablemente.
Se prefieren los disfraces, el juego ideológico que nos transporta a cosas pasadas que nos empeñamos en petrificar. Idealizamos situaciones históricas que son hace mucho irreales, para ver lo que queremos ver y no ver lo que no queremos ver.
La acción política y cultural es sencilla, profunda y cotidiana, y la recuperación del alma de un pueblo no está en el disfraz o en el impulso caprichoso, sino en el trabajo constante de generaciones, sin disfraces, vestidos normalmente, pero convencidos de la vitalidad esencial de nuestra identidad y de nuestra difícil lucha, a cada paso.