Existen detalladas descripciones del drama de Occidente: las han hecho los mejores de los nuestros, de Spengler a Alain de Benoist, de Ezra Pound a Jean Raspail. Páginas y páginas gloriosas se han escrito; y, sin embargo, la caída se acelera, aumenta a cada minuto el vacío absoluto y el patético apuro de los descendientes de Europa por convertirse en otra cosa, por asumir rápidamente rasgos que los identifiquen con algo que no sea europeo.
Se dice que el traidor es peor que el enemigo, el que hace más daño. Sentir que aquello considerado como propio se convierte en ajeno, en hostil, en extraño, daña más que enfrentar al enemigo, que es quien da existencia a lo político, siguiendo en este punto a Carl Schmitt. Por eso cuando todo está en juego, no enfrentarse a nada, asumir una existencia plana, sin pulso, equivale sin duda a una traición, a una entrega que en el fondo es siempre consciente.
Quizá esto pueda servir de introducción para señalar la paradoja que sufrimos los europeos y los descendientes de europeos, aquellos que todavía nos consideramos pertenecientes a una cultura que puede definirse como “cultura europea”, y cuya formación se remonta a los lejanos orígenes de los pueblos genéricamente denominados indoeuropeos.
La paradoja es simple: los artífices de nuestra destrucción somos nosotros mismos. Nosotros, que ejercemos de modo sistemático el abandono, el total desinterés y la ignorancia de nuestra identidad, o bien abiertamente la enfrentamos, la consideramos negativa, e intentamos destruirla y asumir otra.
La masificación cultural es una masificación selectiva, como el racismo o el antirracismo, que puede ejercerse en los casos convenientes y permitidos por el sistema. Se puede ser antieuropeo, porque europeísmo equivale a maldad, a conquista, a opresión. El hombre blanco degeneró primero en cowboy y luego en demonio asesino. Esa imagen vaciada y negativa, la generaron los mismos blancos, porque no podemos decir que las elites de conducción de los Estados Unidos y de los países europeos en la posguerra no lo fueran. Ante esa imagen, muchos tratan de pintarse la piel, de oscurecerla, para ubicarse en el justo punto neutro que se considera óptimo en todo sentido, como un émulo de Obama, que al parecer es el ejemplo a seguir.
Cuando se toman elementos de distinta procedencia para generar esa amalgama amorfa y aberrante que es la cultura única, hay sin embargo elementos culturales que no se toman, son los que formaron parte alguna vez de la cultura europea, porque esos elementos no sirven para masificar. Bach no masifica. Otro tanto podría decirse de Beethoven, de Mozart, de Haendel, de Haydn, de Wagner, de Goethe, de Dante, de Homero, de Heráclito, de Niezstche, de Heidegger, de Shakespeare, etcétera, etcétera.
La paradoja es que nosotros, los europeos y descendientes de europeos, somos los que más prisa y ganas parecemos tener en alejarnos de nosotros mismos. No así los musulmanes, no así los negros, no así los asiáticos, no así los andinos, no así los judíos. Otras comunidades, por distintos motivos, no tienen tanta prisa y tantas ganas en asumir la masificación globalizante, o en vaciarse culturalmente en el altar de la globalización.
Existen detalladas descripciones del drama de Occidente: las han hecho los mejores de los nuestros, de Spengler a Alain de Benoist, de Ezra Pound a Jean Raspail. Páginas y páginas gloriosas se han escrito; y, sin embargo, la caída se acelera, aumenta a cada minuto el vacío absoluto y el patético apuro de los descendientes de Europa por convertirse en otra cosa, por asumir rápidamente rasgos que los identifiquen con algo que no sea europeo.
Algunos se encierran en sus aldeas y regiones y pretenden que eso es ser europeo. Pero no: eso es una parte de Europa, pero no es Europa.
Es la vocación suicida, la voluntad de morir de nuestra cultura lo que nos mata; es, junto a la religión del dinero, el absoluto corte con el pasado, la más supina ignorancia de nosotros mismos.
Es obvio que los europeos deberían defender el espacio geográfico europeo, pero nuestra defensa no debe ser solamente la de una ubicación geográfica. La defensa de lo europeo, de su trayectoria y destino universal, es todo lo contrario del enquistamiento geográfico. Europa perdura por su expansión cultural, y muere por la pérdida de esa voluntad de expansión. No sabemos cuáles pueden ser en el futuro los ejes que posibiliten nuestra supervivencia, pero sabemos que están dispersos en las más diversas regiones, y que la reacción debe ser la de un tipo de hombre —se encuentre donde se encuentre— que reasuma el destino y la misión de nuestra cultura a nivel universal.
Sin duda, poniendo el problema de la inmigración en términos económicos, los inmigrantes podrían decir que mucho peor efecto que ellos mismos como inmigrantes producen las empresas supuestamente europeas en sus respectivos países, de forma que Europa debería hacerse cargo del saqueo que ciertas sociedades anónimas producen en su nombre.
En realidad, lo primero que hay que hacer es evitar que lo que hoy en día se denomina economía sea determinante en nuestro pensamiento, porque se trata de intereses que ya nada tienen que ver con los pueblos de los países en que operan, y de los que toman prestada su “nacionalidad”, cuando bien sabemos que los capitales hoy no tienen más nacionalidad que ellos mismos.
Si se rechaza a un musulmán como inmigrante por su efecto de disolución cultural, también habría que rechazar todo el dinero que el petróleo árabe colocó en los bancos europeos. Si se rechaza a un sudamericano andino, también habría que rechazar el petróleo que las empresas españolas extraen de Sudamérica.
No, el problema no es económico; el problema es de los pueblos, por una parte, y del sistema mundial de dominación por la otra. No puede enfrentarse un pueblo con otro sin tener noción de lo antedicho. Y claro que no todos los pueblos son iguales. Yo no considero a Mozart a la altura de un tambor africano, que además no siento como propio, aunque respeto el tambor, siempre que no me lo impongan. Sólo señalo que para enfrentarse a las consecuencias del sistema, primero hay que enfrentarse a las causas. Una patada en la cabeza de un inmigrante, aparte de ser una bestialidad, no devolverá la identidad ni el trabajo al pateador, ni le devolverá el destino de su pueblo.
Porque los pueblos europeos o de origen europeo han tomado la decisión al parecer irrevocable de tomar el camino del vaciamiento y la enajenación. Al parecer nuestro ciclo vital ha terminado, y muy malo sería que el único rechazo y la única lucha que seamos capaces de producir para evitarlo se hiciera en base a la misma mentalidad economicista establecida por el poder mundial.
No es el boliviano, el chino o el africano el que nos quita el trabajo y la identidad; es el sistema el que nos dejó sin poder porque nosotros mismos lo consentimos. El chino, el boliviano o el africano son piezas que se mueven en un espacio vacío en todos los sentidos: culturalmente, militarmente, políticamente, y por supuesto también económicamente, porque esta economía no es nuestra economía (tampoco la suya), y así como el sistema permite y alienta al inmigrante, mañana se llevará las empresas al país del inmigrante si le conviene, cosa que de hecho ya en muchos casos ocurre.
El principal enemigo es nuestro propio congénere, el blanco, el europeo al servicio del sistema: el intelectual, el ejecutivo, el funcionario, el juez, el artista, el periodista, todos los que tienen un poder prestado por el sistema. A ellos, que son los que hacen más daño, les viene muy bien que un energúmeno le patee la cabeza a una chica inmigrante en la calle o en un transporte público, algo que no aporta ninguna solución al problema, y que mantiene el foco de conflicto lejos de ellos mismos, que son los principales responsables de la situación.
El sistema económico que nos da trabajo es el mismo que asesinó a miles de hindúes del más rancio origen ario, a miles de boers de origen europeo, a miles de criollos sudamericanos descendientes de hidalgos españoles. Me pregunto: si esos antiguos hombres blancos fueran hoy a Europa a buscar trabajo, tal como lo buscaron antes sus antepasados europeos en la India, en Sudáfrica o en Sudamérica, ¿no serían tratados como asiáticos, como sudacas, como verdaderos extraños? Posiblemente sí, razón por la cual no cabe escudarse en la raza o en la identidad para defender la limosna que nos da el sistema, el puesto de trabajo inestable que tarde o temprano el mismo sistema nos va a quitar.
Los grandes problemas políticos no se solucionan con una reacción elemental. Europa no se arregla con un par de borceguíes.
Si ahora descubrimos que, por ejemplo, los hasta hace poco denostados rusos son la reserva de la raza blanca, no pensemos en ser “nosotros” los que les digamos a ellos cómo se harán las cosas en el futuro. Serán ellos indefectiblemente quienes lo determinen, si han podido conservar el poder y la voluntad que nosotros hemos perdido. Con esto quiero decir que debemos ser cada vez más amplios geográfica y culturalmente a la hora de pensar en la defensa de la estirpe y la cultura europeas.
La paradoja es: no son los otros quienes más daño nos hacen —somos nosotros mismos. En mi país, la Argentina, que se hizo grande con el trabajo italiano y español, hoy vemos que son los bolivianos descendientes en su mayoría de aymaras quienes se doblan sobre el surco con disciplina, como antaño lo hacían los descendientes de las legiones romanas. Hoy vemos cómo los paraguayos descendientes de guaraníes son quienes trabajan en la construcción, mientras que quienes descendemos de los que construyeron catedrales no podemos pegar un ladrillo.
¿Y qué otra cosa hacen o saben hacer los que patean cabezas de inmigrantes? ¿Son, acaso, como sus antepasados griegos o romanos? Si lo fueran, podrían darse cuenta de que es nuestro propio pueblo quien ha abandonado el camino, y que le están haciendo el juego a unos medios de comunicación ávidos de ese tipo de agresiones. Pero se entiende que lo más difícil sea aceptar que el peor enemigo es el de nuestra propia sangre.
¿Para qué patearle la cabeza a un inmigrante? ¡Si el ejército de España está ávido de inmigrantes centroamericanos, porque tienen experiencia en combate y, sobre todo, porque están dispuestos a pelear! Hace poco leí un artículo de Arturo Pérez-Reverte en el que reivindica como propios a esos soldados. Sabe que son valientes, sabe que hablan español, y sabe —porque el hombre es muy inteligente— que si no son ellos, nadie ocupará el lugar que ellos ocupan. ¿Cómo podría un joven español criticar a quien está dispuesto a dar la vida por España, si la mayoría de los jóvenes españoles ya no están dispuestos a hacerlo? Y lo que pasa en España pasa en todos lados.
Las repugnantes clases medias blancas que siempre despreciaron a los que llevan algo de la sangre india del norte argentino, no enviaron a sus hijos a la guerra de Malvinas, porque ya sabemos quiénes componen mayoritariamente nuestra infantería.
Otra paradoja es que esas mismas clases medias urbanas, un poco más blancas quizá que los soldados malvineros, tienen menos cultura europea que esos mismos soldados provenientes de nuestras provincias profundas, donde se conservaba hasta no hace mucho algo —aunque sea poco— de nuestra antigua tradición hispana.
Paradoja sobre paradoja se construye la destrucción. Para descubrir esas paradojas y ponerlas en claro se requiere un poco más que un borceguí, y para comenzar a resolverlas se debe enfocar un poco más arriba y un poco más lejos de lo que se puede pensar con una bota.