Las formas más elevadas de un idioma, reflejan el límite superior de su dimensión espiritual. La forma de expresión sencilla y directa, transmite aquello que las personas corrientes necesitan transmitir, de acuerdo a su nivel cultural y a sus intereses cotidianos. Pero a medida que las palabras se hacen más sutiles, más sofisticadas y profundas, adquieren en conjunto otro valor, otra estética, se tornan simbólicas, mágicas, y el mensaje adquiere una mayor belleza. En eso consiste la literatura: en la cumbre de las posibilidades de un idioma, en la creación por medio de la palabra.
Los significados de la lengua en el ámbito de la literatura, pueden resultar incomprensibles para muchos, herméticos, casi secretos, porque la obra literaria es un mundo iniciático en el que cada símbolo se coloca como la piedra de un templo sagrado para la comprensión de quienes puedan descifrar el mensaje, lejos del reino de la imagen instantánea y vacía, que rige la percepción del hombre actual.
Al perder los hombres la antigua literatura oral, perdieron también el mito que hablaba y vivía por boca del rapsoda o del bardo junto al fuego. Al refugiarse la literatura exclusivamente en la palabra impresa comenzó una curva de sucesivas pérdidas para el sentido más amplio, mítico, superior y comunitario de la literatura. Fue un error de nuestros antepasados no conservar esa literatura oral, que permaneció viva en la memoria de la leyenda y del folklore, en la reunión de las comunidades o de las familias, especialmente en los ámbitos rurales.
La imprenta tomó el monopolio de la palabra y de algún modo también le puso límites. Ese objeto que algunos amamos y veneramos como sagrado: el libro ya no está tan vivo para toda la comunidad como el bardo, y ya no es accesible al pueblo en una reunión comunitaria, porque el dominio de la imprenta es restringido, como lo es en el capitalismo cualquiera de los llamados “medios de producción”.
Esa restricción, es un primer paso desde las más altas culturas comunitarias de nuestra antigüedad hacia las masas amorfas de la actualidad, porque el libro está mediatizado por la posibilidad de editarlo, de comprarlo y de distribuirlo, algo que no se puede hacer masivamente sin dinero, algo que manejan casi siempre los del pensamiento oficial y que implica un esfuerzo desmedido para los todos los demás.
Cuando se pierde la visión del mundo expresada por el tipo de hombre que da origen a una obra literaria, su literatura también se pierde. Algunos todavía comprenderán su mensaje, posiblemente de modo fragmentario, pero en ese caso será limitada su recepción.
Aquí se impone el ejemplo de Homero, y de un mundo helénico que se estudia casi siempre sin comprenderlo en profundidad, porque no se pueden comprender ciertas cosas solamente con el estudio, sino compartiendo una cosmovisión y una sensibilidad, que lamentablemente ya no viven entre nosotros.
Podemos también recordar el discurso de Mishima y su amargo comentario antes de iniciar el rito del sepukku: “Creo que no me han comprendido”. Él sabía que era muy difícil que lo comprendieran, y quiso dejar teñida de sangre la frontera entre su mundo y el mundo de los otros, separando de un modo trágico su literatura y la literatura del mundo actual.
La verdadera literatura se va eclipsando del mundo y se convierte en patrimonio de una elite mínima. Quedan, sí, algunas formas vacías que utilizan su nombre. Son las formas permitidas por el sistema, con los temas autorizados para alimentar los agobiantes circuitos culturales que los dogmas de la ideología dominante mantienen artificialmente con vida.
Las formas literarias que hemos perdido no serán las últimas que perdamos. El sistema sabe lo que hace. Si la literatura no es sacada totalmente de circulación, es porque se cubre con las pilas de basura que circulan con su nombre a fin de que la verdadera literatura, la trascendente, la que implica siempre un grado de disidencia inadmisible, quede oculta.
¿Por qué tantos escritores y poetas contemporáneos de valor, terminan en el suicidio o en la locura? No es solamente por su exagerada sensibilidad. En el mundo antiguo también eran sensibles los poetas, y no parece que se suicidaran ni se enloquecieran en la misma medida. Eso ocurre ahora, a causa del miserable rol que el mundo moderno les reserva, a ellos y a sus símbolos sagrados.
La verdadera literatura sufre una sucesiva pérdida de sentido, está condenada al ostracismo, tratando de mantenerse a flote entre las pilas de estiércol que el sistema pone a navegar, en el oscuro mar de lo que algunos todavía denominan la cultura.
El único modo de que la literatura sobreviva, es que se una estrechamente a una visión del mundo que no le reserve un lugar menor, ni a ella ni a los hombres que la producen. En cierto modo, este es un llamado de auxilio para esos escritores, los únicos que pueden hacer que la verdadera literatura no desaparezca.
Los poetas, y muchos grandes escritores, deambulan por el mundo afrontando su elevado destino de pobreza y de anonimato. Seguramente algún día serán reconocidos por algunos, por una elite, porque el tiempo finalmente se doblega ante los dioses. Pero antes, deberán sufrir hasta el final su calvario de estrictos disidentes, de sostenedores de la belleza, de la profundidad y del más elevado sentido de un idioma, en medio del desprecio y del desinterés de casi todos.
Ellos son los amados de los dioses y hablan en su mismo idioma, pero el hombre moderno los aborrece, porque representan todo lo que no conviene recordar para continuar despreocupadamente por el camino de la degradación y de la decadencia.