La burguesa revolución del Dr. Guevara Lynch de la Serna

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Releyendo los cuadernos de Praga del gran escritor argentino Abel Posse,  que trata sobre la estadía del Che Guevara en esa ciudad europea, como escala previa a la entrada en Bolivia, que lo llevaría a la muerte, descubrí en el apartado de agradecimientos que hace el autor el nombre de Alicia Eguren, la esposa del mítico dirigente de la “izquierda peronista” John William Cooke, y recordé una entrevista que tuvieron con ella algunas personas de la resistencia peronista de la Ciudad de La Plata, entre las cuales se encontraban mis padres. Fue allá por el año 1959, cuando se estaba queriendo formar la primera “guerrilla peronista”: Los Uturuncos. Al parecer el instructor militar iba a ser un viejo republicano español, uno de los tantos exiliados que andaba por estas latitudes.

Pero en la Argentina, los hombres y mujeres de la resistencia peronista nunca habían tirado un tiro, más bien los habían recibido, incluidos los fusilamientos acaecidos después de la fallida revolución del año 1956.
 
En el concepto de aquella primera resistencia, surgida después de la caída de Perón en el año 1955, los policías y los soldados que hacían el servicio militar, e incluso la mayor parte del ejército que los oprimía, formaban parte de un mismo pueblo: el propio.
 
Se practicaba la agitación callejera, se arrojaba algún cóctel molotov, se volaban gasoductos en algún punto solitario, se lanzaban volantes en una esquina, se pintaban los muros, se descarrilaba algún tranvía, pero siempre con cuidado de no matar ni herir a nadie. Se procedía de esa forma no porque se pensara que el enemigo no se merecía lo peor, sino porque no se confundía al enemigo, ni se adoptaban métodos reñidos con el tipo de revolución que se quería hacer triunfar.
 
Se dirá que era una revolución inocente… Puede ser, pero esa era la idea de revolución nacional y popular que el pueblo argentino tenía. El mismo pueblo con el que se llenan la boca los ideólogos progresistas, y que pasa a ser la suma de la ignorancia cuando no opina exactamente como ellos.
 
Pero para estos casos el marxismo inventó aquello de la vanguardia esclarecida, para convencer a un pueblo de cuál es la revolución que le conviene. Algo científico, algo que los iluminados proyectan más allá de las fronteras, como una fórmula de felicidad universal cuyos resultados ya son por todos conocidos.
 
La nuestra no era la revolución marxista del Dr. Guevara Lynch de La Serna, cuyo apellido, muy respetable como cualquiera, no favorecía sin embargo la adhesión popular, porque sonaba –y me disculparán por decirlo– más a clases oligárquicas y opresoras que a salvador del pueblo.
 
Él sabía de sobra por el rancio antiperonismo heredado de su familia, que el pueblo argentino no sería para su revolución. Pensó entonces que quizás en otra parte de América no tendría ese problema. Pero para eso tuvo antes que “conocer Latinoamérica”, aventura que siempre excita a los jóvenes rebeldes de todo el mundo.
 
Probó con el pueblo cubano, luego con el congoleño y por último con el boliviano, como instrumentos de su gran revolución a escala mundial. Tuve muchos amigos como él, sólo que desconocidos. La misma psicología, los mismos criterios culturales, la misma inquietud y el mismo inconformismo, tan propio de ciertas clases medias argentinas algo soberbias, aunque me apene decirlo, pero también muy capaces.
 
Esa extraña rebeldía que a veces se vuelve suicida, esos niños terribles formados en el progresismo del progresismo, en el infantilismo del infantilismo, siempre en “el pensamiento de avanzada”, en la negación egocéntrica de todo lo que no sea ellos mismos. Entre ellos, los que no se dedicaron a hacer dinero como sus padres o a estar a la cabeza de las novedades burguesas del mundo, los más díscolos y disconformes, se pusieron a enseñarles a los pueblos (incluso al propio) cuál era la verdadera revolución. Un juego que, si no resultara sangriento y funcional al enemigo, hasta nos hubiera parecido simpático e inocente, como lo es ahora, cuando ya no asusta a nadie con sus carnavalescas furias antisistema.
 
Al menos el Che, para ser famoso tuvo cierta disciplina. Fue más valiente que los que llevan ahora sus camisetas por las grandes ciudades, para asustar al imperialismo que por algún motivo insiste en no asustarse.
 
Nosotros, los de la “otra revolución”, “la burguesa”, “la reformista”, la de masas, la nacional, no queríamos un hombre nuevo: queríamos restaurar el orden que nuestra antigua identidad nos dictaba, acorde a la realidad de los tiempos que vivimos.
 
En realidad, queríamos al hombre más viejo de todos, no al progresista, sino al criollo de nuestra propia identidad y de nuestro proyecto original, ese ser odiado tanto por el capitalismo como por el marxismo.
 
No queríamos tampoco acelerar los procesos del capitalismo para llegar al mundo feliz del marxismo. No queríamos “cuanto peor, mejor” ni “uno, cien, mil Vietnam”.
 
Pues se queden tranquilos, han ayudado bastante a conseguirlo: éste que sufrimos es el capitalismo acelerado que triunfó sobre el fracaso de todas las revoluciones marxistas, que hicieron siempre de quinta columna cuando un proceso de afirmación nacional estaba en marcha.
 
Cada uno tiene el mito que puede. La modernidad progresista inventó al Che Guevara. Tenía que elegir a uno de los suyos. Jamás hubiera elegido un “burgués reformista” como el General Perón, por ejemplo, cuya acción y pensamiento bien se guardan de esconder bajo la mayor cantidad de capas de olvido posibles.
 
Nosotros nos quedamos con nuestra revolución nacional, con el hombre viejo de un pueblo criollo. No fuimos niños rebeldes apurados por matar policías ni soldados, gente de nuestra propia sangre. Los hijos de los “proletarios” que nosotros llamamos trabajadores, y los hijos de los “campesinos” que nosotros llamamos paisanos, no tuvieron tiempo de ensayar ciertas rebeldías utópicas, porque se formaron en la dura realidad, y afortunadamente no tuvieron acceso a los libros del iluminismo progresista, sino solamente a su propia cultura.
 
Pero es duro el anonimato, aceptar que uno no es el centro del mundo y que los pueblos no necesitan genios importados, sino sus propios genios y estadistas, para llevar adelante sus propias luchas.
 
Los argentinos que no hemos podido ser lo que debimos ser, sin embargo exportamos al mundo la imagen del revolucionario internacional. No es contradictorio, somos gente capaz y cosmopolita, sólo que en forma individual, pero nos negamos un destino como pueblo, algo que requiere otras cualidades, quizá menos propicias para el estrellato.
 
Infantil revolucionario no lo es cualquiera: se requiere una mentalidad, una formación, una determinada psicología. Por eso generalmente los infantil revolucionarios (al menos en la Argentina) provienen de las clases medias o medias altas. Los trabajadores son más concretos y realistas en sus luchas porque a ellos la realidad les duele de chicos y en el cuero, no sólo en la teoría. Ellos siempre supieron que el paraíso marxista no existe. Tampoco lo necesitan.
 
Asumir la propia identidad, aún en el dolor, es gratificante. Por eso me quedo con el hombre antiguo de mi vieja revolución nacional y peronista, la que el sentido del mundo sepultó en el olvido, como a otras tantas revoluciones hermanas, para promover la inconducente rebeldía internacionalista del enternecedor comandante Guevara, ése que llevan estampado en sus camisetas los módicos antisistema de la aburridísima ideología infantil revolucionaria, con el desaliñado rostro desafiante del heroico Dr. Guevara Lynch de La Serna, un rebelde muy fino, surgido de las filas de nuestras pseudo aristocráticas clases medias urbanas y de su temible ideología inconformista, nacida de la náusea de la explotación, pero no de la que ellos sufren, sino de la que ejercen sobre el pueblo trabajador, porque son parte privilegiada de un sistema que los parió y que los alimenta.

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