Nosotros ya la perdimos hace tiempo

Los inocentes indígenas van a perder su identidad

Compartir en:

La gran pregunta. ¿Qué hacer con ciertas identidades “naturales” “auténticas”, “puras”, “intangibles”…, como las de esos indios que hacen las delicias de los antropólogos, y una de cuyas últimas tribus, recientemente descubierta, recibió hace poco la atención de este periódico? Frente a esta pregunta hay dos posturas disímiles, bastante ausentes ambas de sentido común, como suele ocurrir cuando la dialéctica nos hace pensar que sólo existen dos opciones, igualmente ridículas y pesadamente ideológicas, para no permitirnos pensar libremente.

Una postura sería la de mantener a toda costa el aislamiento, para conservar la identidad del pueblo, grupo o tribu en cuestión, de modo que mantengan su autenticidad en el limbo celestial en el que viven, en medio de un mundo que ya nada tiene de celestial, y en el cual todos hemos tratado alguna vez sin éxito de escondernos, para no tener que enfrentarnos a lo que hay afuera de la reserva, que es ciertamente casi todo despiadado. Éste es un extremismo inmovilista, del todo imposible.
 
La otra postura es meter a los felices indígenas o como se los quiera llamar, en el mundo del progreso en el que progresísticamente vivimos.
 
Ambas posturas son absolutamente ideológicas, abstractas, y fuera de la realidad, pero de las dos, la última, aunque amarga, es la más realista, porque es lo que indefectiblemente ocurrirá. Señores, el mundo existe, y la pérdida de identidad es un problema de poder y de voluntad, no de meter la cabeza en un hoyo como el avestruz, y eso corre para indígenas intangibles o para nosotros mismos.
 
Plantear identidades como algo absolutamente inmóvil y fuera del mundo, no tiene sentido, y darles un valor absoluto sin confrontarlas con fenómenos de mayor envergadura, tampoco tiene sentido. Eso ya lo sabían los romanos, que articulaban en torno al eje de su imperio un sinfín de identidades, que se desarrollaban dentro del orden romano, y a su vez lo enriquecían, entre otras cosas porque las costumbres y los dioses de esos pueblos eran respetados en todo lo que no afectara a la gran unidad, que aseguraba cierto orden, y por qué no decirlo, llevaba la más alta civilización a los rincones más distantes.
 
Los que provenimos de una hispanidad herida, que a su vez proviene del gran orbe romano, debemos defender siempre nuestro “espacio autocentrado”, como dicen los geopolíticos, porque el fraccionamiento individualista de identidades —algunas de las cuales acordemos que son bastante pobres— sólo beneficiará, paradójicamente, al otro lado de la dialéctica: el del mundo único y globalizado. Sería como ayudar a que, entre el poder absoluto de los que manejan el mundo y las múltiples micro identidades intangibles, no hubiera ya las grandes identidades culturales y geopolíticas, que son las que en definitiva aseguran nuestra civilización, y las que ellos quieren borrar.
 
La historia suele matar los conceptos vacíos de las ideologías. La infantil utopía del buen salvaje, o la ingenua intención de conservar algo que ya no tiene posibilidad de existir por atávico, solamente servirá para que los países y los continentes se fraccionen en muchas soberanas identidades a veces incomprensibles. Eso es lo que pasa con las identidades tribales africanas.
 
Una unidad superior, un eje rector, un destino en definitiva común, construido en torno al reconocimiento de un poder soberano, llámese nación o continente, eso es lo que proponemos para los llamados indios, o grupos intangibles, o que pretendan mantener identidades aisladas en un medio separado del resto de sus países, de sus continentes o del mundo, porque en definitiva están dentro de ellos, aunque algunos opinen ingenuamente lo contrario.
 
El fraccionamiento infinito, en grupos que a veces no aportan sino un mínimo grado de civilización, es ni más ni menos hacerles el juego a los que prefieren enfrentarse a unos cuantos miles de aborígenes casi desnudos, y no a una gran cultura articulada en torno a sí misma, en torno a su poder y su destino. Si no entendemos esto, andaremos a los gritos, tirándoles flechas a las máquinas de guerra, o explicándoles a los salvajes que sus derechos consisten en andar desnudos por el bosque, mientras unos pocos desconocidos centralizan el poder en algún sitio.
 
Claro que mucho más difícil, es arremangarse la camisa y tomar los riesgos que implica defender espacios fuertes, proyectos ciertos, jerarquías históricas, misiones trascendentes, y asumir definitivamente que las identidades, cuando se fraccionan hasta el infinito, deben ser ordenadas por un centro cultural y político superior, basado en principios también superiores. Eso fue Roma, y eso fue también España. Por eso sentimos hoy un gran vacío, que no pueden llenar las desorientadas tribus o pueblos aborígenes, ni tampoco los que en el vértice del poder mundial promueven la fragmentación y el aislamiento para continuar sumando a la centralización de su poder.
 

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar