Poco a poco el Estado se retira. El viejo Estado-nación, se va convirtiendo en la caricatura que acaso siempre fue, como representante de un orden materialista iluminista, basado en un contrato a lo Rousseau, en la necesidad de una explotación capitalista ordenada y en la ficción del demo-liberalismo. Se supone que existió otro Estado moderno, ése que se llamó socialista. Un Estado tan oligárquico como el capitalista, pero al que mató la burocracia, siempre más lenta que el dinero.
Poco a poco el Estado se retira. El viejo Estado-nación, se va convirtiendo en la caricatura que acaso siempre fue, como representante de un orden materialista iluminista, basado en un contrato a lo Rousseau, en la necesidad de una explotación capitalista ordenada y en la ficción del demo-liberalismo. Se supone que existió otro Estado moderno, ése que se llamó socialista. Un Estado tan oligárquico como el capitalista, pero al que mató la burocracia, siempre más lenta que el dinero.
Ahora este Estado, fruto de un contrato que ni usted ni yo firmamos, parece no creer en su propio orden; entonces algunos grupos humanos elementales y culturalmente ajenos, aprovechando ese vacío, ocupan los espacios cotidianos, dentro de una amenaza de general anarquía. Esto ocurre, en mayor o menor medida, en cualquier lugar del mundo occidental. No pasa de un día para el otro, pero ocurre sin pausa, y las personas se adaptan a la nueva situación, se resignan, se conforman.
Algunos grupos de desconocidos ocupan una esquina, la casa de un barrio, venden en las calles, nos miran amenazadoramente en un transporte público. A veces es difícil distinguir entre ellos extranjeros y compatriotas, porque todos se visten igual, escuchan la misma música, tienen las mismas actitudes. Quizá alguno de ellos, sea el hijo de nuestro vecino bailando rap en una esquina. Sentimos la solapada violencia que los une, que los hace fuertes, y sabemos que no tienen nada que perder, pero seguimos con nuestra vida “normal”. Esa vida blanda, apolítica, individualista, democráticamente igualitaria, conformista, consumista, progresista y pacifista. No podemos suplantar al Estado, y la violencia es patrimonio exclusivo del Estado, por eso es legal. Pero el Estado actual se retira, ya ha cumplido la función para la que ha sido creado, que era la de igualar a los hombres.
En realidad compartimos la idea de que todos los hombres son iguales, sólo queremos conservar la libertad de gozar de nuestras posesiones, de nuestra paz, de nuestra dulce vida burguesa, sin un pasado que nos ate, ni un futuro que construir; para eso dejamos en manos del Estado liberal progresista todo lo que no se refiera a la elemental condición de consumidor, de hedonista, que es la única condición que ese mismo Estado reconoce.
Nos acostumbramos a no mirar a la cara a las personas equivocadas, a no pasar por los lugares equivocados, para no tener problemas. Pero todo se complica, las esquinas ocupadas se multiplican, nos encerramos, tratamos de encerrarnos en una región, incluso en un barrio, queremos fundar un micro Estado, un búnker inexpugnable, donde estacionar nuestro auto, donde hacer nuestras compras. Un micro Estado que sea igual al anterior, con las mismas tarjetas de crédito, los mismos microchips, los mismos banqueros que nos presten dinero, las mismas empresas multinacionales de energía, de automóviles, pero donde se siga garantizando el individualismo contractual del Estado-nación demo-liberal, progresista, socialdemócrata, o como se llame. Hasta podemos sentir nostalgia de algunas tradiciones inofensivas, de alguna música lejana, para darnos ánimo y creer que el burgués que tenemos al lado y es nuestro vecino, puede ser también nuestro amigo. Pero todo sin compromisos personales, sin deberes para con el micro Estado que fundemos, que para eso es el Estado, para darnos seguridad, mientras consumimos bienes y servicios —para eso somos después de todo, y antes que nada, consumidores.
Pero resulta que a nadie le importa nuestro micro Estado, no tiene escala suficiente, no puede levantar ejércitos, ni proveerse de energía, ni emitir moneda, ni dictar sus leyes en contra del mundo, ni hacer automóviles, ni sobrevivir. En definitiva, intentamos una solución a la medida de nuestra mentalidad, achicar, esconderse, negar, y ser ante todo progresistas, liberales o cualquier otra cosa que nos parezca compatible con el pensamiento políticamente correcto, el que nos dio la felicidad de ser consumidores, de no hacernos cargo de nada más.
La otra dimensión, la heroica, la comunitaria, la trascendente, la histórica, no se construye con otro tipo de Estado, sino, y como paso previo, con otro tipo de hombre. No con el burgués progresista y asustado, que jamás podrá recordar el significado de las palabras grandeza, lucha, dignidad, porque ésas no son palabras para un esclavo.