La clases dirigentes —si mantenemos el concepto clásico— deben estar formadas por los mejores hombres, y por ese motivo, esos hombres deben ser no solamente quienes ejerzan el mando, sino los más sabios; no los que saben aprovecharse de la mecánica elemental del poder, sino aquellos que bucean hasta lo más profundo de donde puede llegar el hombre.
Las acciones de los hombres son el reflejo de sus pautas culturales. Alejar la conducta del pensamiento es algo muy propio de la modernidad, y tiene un nombre: se llama hipocresía.
La dicotomía entre pensamiento y acción es una falacia impuesta y sostenida por quienes quieren mantener el pensamiento dentro de la esfera interna del hombre como algo inofensivo, porque al momento de actuar será indefectiblemente traicionado y no tendrá injerencia alguna sobre la realidad.
Lo que consideramos cultura no debe limitarse a una serie de lucubraciones abstractas, a la mera instrucción libresca, o a la acumulación informativa de valores neutros. Cultura es, por el contrario, lo que nos eleva mediante la transmisión de lo que consideramos positivo y valioso para nosotros y para nuestra comunidad.
La clases dirigentes —si mantenemos el concepto clásico— deben estar formadas por los mejores hombres, y por ese motivo, esos hombres deben ser no solamente quienes ejerzan el mando, sino los más sabios; no los que saben aprovecharse de la mecánica elemental del poder, sino aquellos que bucean hasta lo más profundo de donde puede llegar el hombre.
Solamente un necio puede negar la importancia de la cultura para un pueblo y su clase dirigente. Las masas, en medio de sus avatares, pueden ser disculpadas en alguna medida de ese error, pero no los dirigentes, que tienen la oportunidad de formarse y no les interesa hacerlo. O lo que es peor: se jactan directamente de su incultura, de no necesitar cultura alguna para mandar, porque… para el tipo de mando que ejercen, realmente no la necesitan. Quizá por eso, a los que todavía defendemos lo que debe entenderse por cultura esas personas nos resultan tan particularmente desagradables.
Nuestra decadencia es la decadencia cultural, el reemplazo de la sabiduría por la peor astucia, la sustitución de la voluntad de poder por la voluntad de lucro, de la disciplina por la desidia.
La cultura está mal vista por quienes detentan hoy el poder, porque deja en evidencia su incapacidad, su corrupción, su desidia, su soberbia e ignorancia; atributos que producen los resultados que sufrimos todos, pero que sólo disfrutan ellos.
Todos los ignorantes que nos gobiernan no existirían si no hubiera alguien, por encima de ellos, con una elevada voluntad de poder, que decide la política en su lugar. No se necesita una gran cultura para hacerles los encargos a los dueños del poder global.
A la gran mayoría de la población no le interesa hacer absolutamente nada que vaya en contra del orden establecido. Sus pautas culturales los determinan a tener esa actitud. No hay voluntad: eso también está globalizado.
El resto, los que se supone tenemos otro criterio, tampoco somos capaces de exigir, por comodidad o cobardía, la presencia de dirigentes que estén a la altura de la responsabilidad histórica. Escindimos sin duda el pensamiento de la acción, porque analizándolo bien, si el número de personas que decimos defender ciertos valores nos tomáramos la molestia de defenderlos en realidad, las cosas no estarían tan mal como están hoy.
El primer cambio que debemos encarar es el cambio cultural, porque las pautas culturales son las que fijan las conductas.
Saber lo que pasa es estar informado; tener una cultura es, en cambio, otra cosa. Tener una cultura es cambiar de actitud. Los romanos no fueron los romanos por saber qué pasaba en las Galias o en Judea, en la Dacia o en Siria, sino porque ellos no escindían el pensamiento de la acción, la cultura romana de la acción romana, sino al contrario.
La cultura, en un sentido preciso, acaso antiguo, es la clave, y aunque algunos piensen que somos estúpidos por pensar de ese modo, seguiremos creyendo que la cultura no consiste en enajenar nuestra identidad, nuestros valores y patrimonio por interés, por comodidad o por ignorancia, para beneficio de unos pocos, gracias a la incultura, la dejadez o la desidia de muchos.
Muy al contrario, creemos que el mayor éxito del sistema que nos asfixia es dejar en ridículo a quienes ponen el acento en la cultura. Nada mejor, para seguir como estamos, o quizá peor.