Hace poco leí una publicidad de automóviles que decía: "las máquinas están haciendo cada vez mejores hombres". Era la opinión de la máquina, sin duda, porque en general el hombre ya no opina como tal, ni hace arte; sólo hace máquinas para que opinen, para que digan ellas lo que piensan sobre él. Ese tipo de hombre no necesita el arte.
“Consideramos la belleza de la criatura como el esplendor de una verdad cuyo dominio implica un bien.”
Leopoldo Marechal
“Ningún hombre obtiene buena voluntad por su cortesía, cuando se pone al nivel de una sociedad en la que no es cortés ser espiritual.”
Federico Nietzsche
Cuando hablamos de arte, hablamos del tipo de hombre que posee una cosmovisión suficientemente elevada para comprender, apreciar y valorar el arte. Mucho se ha escrito sobre el tema, pero de lo que no cabe duda es que no es arte la excitación emocional de un pretendido artista, aunque esté respaldada por considerables cantidades de dinero y por la opinión prefabricada de algunos medios. Si bien debemos vivir entre los excrementos del mundo, no tenemos por qué llamarles arte. La diferencia entre los griegos y un mono, no la quita la billetera del mono, ni su simiesca convicción de ser un artista.
Lamentablemente –o no tanto– el único modo de reconocer un espíritu elevado, es poseer uno. Antiguamente, el problema era más simple, porque los hombres poseedores de esos espíritus, que nunca fueron muchos, solían agruparse en torno a aquello que les es propio, según sus cánones, su función social, su destino histórico y la natural inclinación de las almas. En ese ámbito valoraban el arte.
Hoy esos mismos hombres deben sufrir a menudo una existencia impropia para los de su tipo, aunque muy acorde a la edad oscura en que vivimos. Hoy el arte es valorado por psicólogos freudianos, progresistas diversos, perturbados mentales y animadores de televisión, entre otros personajes, pero siempre, por algún motivo que no osaré dilucidar, sus opiniones se respaldan en una multitud de medios materiales, en última instancia: de dinero.
Durante milenios, los señores se ocuparon del arte y de la guerra. Hubo pueblos de señores, como nuestros antepasados los griegos o los romanos, que forjaron las bases inmortales de nuestra estirpe. Nos quedan los testimonios que jalonan el derrotero de los nuestros: las catedrales góticas, las obras renacentistas o el barroco americano.
Para acercarse al arte, los hombres deben conservar cierta comprensión de lo sagrado, y de lo que es capaz de producir el espíritu humano. Pero para eso, no deben haberse vaciado en la angustia nihilista de la materia, no deben haber entregado ni sometido su espíritu a las máquinas, al consumo, al bestialismo materialista.
Y como la materia, ya sin espíritu, se convierte en algo cada vez más miserable, en su descenso va derribando barreras hacia lo más profundo de la oscuridad y del vacío.
El arte refleja la altura espiritual del hombre. El mármol, la palabra, la pintura, la arquitectura llevan en sí la estatura de su tiempo. Es materia ordenada según un orden que la ha creado, y que la recrea en función de los cánones de la creación original, con la sagrada conciencia de cuál es el sentido de hacerlo: elevar el espíritu humano.
Hace poco leí una publicidad de automóviles que decía: “las máquinas están haciendo cada vez mejores hombres”. Era la opinión de la máquina, sin duda, porque en general el hombre ya no opina como tal, ni hace arte; sólo hace máquinas para que opinen, para que digan ellas lo que piensan sobre él. Ese tipo de hombre no necesita el arte.
El "pintor" y su "obra".