Pero no por la gristapo —como la llamaba un camarada mío de andanzas—, ni por la OJE, ni por las huestes del notario Blas Piñar. Yo fui lobotomizado por curitas que jugaban, cuando el tío Paco Bahamonde estaba más allá que acá, a eso del Cristo-obrero-líder-de-masas-proletarias y tal y tal. Me lobotomizaron. No recuerdo muy bien si fue en tercero o cuarto de bachiller —o sea, con trece o catorce años— para inyectarme teología de la liberación directamente en vena. Yo pertenecía a la filial 1ª del Instituto “Luis Vives” de Valencia, sita en Benicalap, y nos llevaron como a corderos —nunca mejor dicho— al Seminario diocesano de Moncada para contarnos que Jesús de Nazaret, caso de haber nacido en el siglo XX, habría sido lo mismito que el Che, con kalashnikov apoyado en la cadera incluido. Después de un par de días de intensísimo almíbar marxiano regresamos al hogar con el trenet cantando a grito pelado aquello de “Vull ser lliure, vull ser lliure, ara mateix. I abans de ser un esclau enterreu-me sota el fang, i dixeume viure en pau i llibertat…” (Créanme, no vale la pena traducirlo). Tres o cuatro años más tarde, y como era de esperar, yo había dejado de pisar las iglesias y coqueteaba con las sectas maoístas. Hoy, treinta y tantos años después, de las sectas maoístas no quedan ni las raspas y a las iglesias acude menos gente y más añosa que nunca. Por lo que a mí respecta, pude generar algunos anticuerpos a tiempo, aunque eso sí: sigo sin frecuentar la casa del Señor. Aquellos apóstoles de la nada, aquellas ladillas del Concilio Vaticano II, ¡qué puñeta!, sabían lo que se hacían...
Yo fui lobotomizado durante el franquismo
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