La víspera de la nochebuena de 2000 tuve el honor de compartir mesa y mantel con el “peligroso” Norberto Ceresole en el restaurante Azcárraga, de Valencia. Lo recuerdo perfectamente porque me firmó, muy amablemente, uno de sus libros-bomba que había publicado en Libertarias y que, a buen seguro, con la que cayó tras el 11-S, se hubiera tenido que comer con patatas fritas o evacuarlo en negro sobre blanco un editor-kamikaze. La conversación, amplia —amplísima—, derivó, como no podía ser de otra manera, en su precipitada —y sonada— salida de la Venezuela chavista que él había ayudado a forjar. Y digo bien: chavista. Hoy, del chavismo apenas si quedan unos jirones. Ha mutado del “caudillismo nacional” a una suerte de mujer barbuda que podríamos definir como neomarxismo-último-cartucho-de-la-gauche-divine. En el invierno de 2000 aquel argentino trotamundos —inmenso, aunque viejo y cansado— se sentía profundamente decepcionado. Hoy lo estaría completamente. Hizo bien en morirse porque Perón sólo hubo uno.
“Crónicas desde el bar de la esquina”
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