Asaltos a sedes del enemigo, agresiones a los candidatos rivales, discurso incendiario de hostilidad prebélica, recurso al bajonazo electoral en la entrepierna, silencio oficial ante la violencia del propio bando, persecución sañuda del disidente… ¿Qué carajo le pasa en la cabeza a la izquierda española? ¿Cosa de pasionales incontrolados? No: el “cerebro” de la casa, que es el diario El País, también expulsa de su seno al que discrepa, como ha hecho con Hermann Tertsch, o censura al que se sale de la fila, como ha hecho con Fernando Savater, o veta a autores que no son de su bando en la radio, en la tele, en cualquier terminal de la gigantesca red de comunicación que controla (que controla gracias, muy especialmente, a la estupidez del PP). La izquierda española se va convirtiendo en una secta destructiva. La palabra es sectarismo; un sectarismo fenomenal. No es nuevo, pero antes, al menos, se guardaban las formas. Ya no. Es un caso para pensar.
Y tanto sectarismo, ¿en nombre de qué? Esto es lo más interesante de todo. La izquierda recrudece su vehemencia precisamente cuando ya apenas queda nada de sus reivindicaciones clásicas. Porque toda esa violencia verbal y física que hoy vemos alrededor ya no tiene por objetivo socializar los medios de producción, nacionalizar la banca, conquistar derechos para el pueblo, dar voz a los marginados o repartir los beneficios de los grandes financieros. Los grandes financieros hacen la ola a Zapatero en la Bolsa de Madrid. La voz de los marginados sigue bien marginada, y en su lugar se tiende a concentrar el monopolio de la voz en los amigos de la izquierda. El pueblo –el de verdad- ha desaparecido como protagonista del discurso reivindicativo, sustituido por nuevos “sujetos alienados” que van desde los inmigrantes ilegales hasta los transexuales pasando por los ocupas. La banca no se nacionaliza, sino que condona las deudas del Partido, y los medios de producción no se socializan, sino que se distribuyen entre los amigos. Es llamativo que todo eso, pura política neofeudal de grupos de interés, de clientela, especie de neocaciquismo posmoderno, venga cabalgando una atmósfera tan de comuna y tumulto, tan de cheka y tribunal popular. Es una completa incongruencia.
Toda incongruencia tiene un rasgo cómico o, más precisamente, grotesco. Como lo de esos candidatos que desde las alturas de sus desopilantes sueldos se anuncian como la voz de los desposeídos; como lo de esos profesionales del navajeo financiero que desembarcan ahora como azote de los privilegiados. ¿Impostura? ¿Falsificación? ¿Estafa? Tal vez sí, pero, también, tal vez no. Esa izquierda ha pasado por el mismo proceso de aburguesamiento general que todo nuestro mundo. En el trance, ha perdido sus ideas, pero no los rasgos tradicionales de la izquierda, su mesianismo, su dogmatismo, su sectarismo. Lo que pasa es que todas esas cosas, cuando ya no hay una verdadera política detrás, se convierten en una especie de furioso vacío. La vieja izquierda gritaba consignas; la nueva, huérfana de consignas, simplemente grita.
Veámoslo desde otro punto de vista. La izquierda siempre ha sido un tanto mesiánica: su sistema de pensamiento gravita en torno al concepto de redención –de la clase obrera, de los parias de la tierra, de los pueblos oprimidos-, y eso está en su mismo origen. Este mesianismo se ha desplegado, por un lado, como dogmatismo, y por eso la izquierda siempre ha dado gran importancia a la uniformidad ideológica, y por otro, como sectarismo, pues cuando uno se cree en posesión de la verdad, no hay nada más natural que despreciar o perseguir al disidente. El mesianismo de la izquierda ha ido desapareciendo poco a poco como rasgo explícito, pues nadie ignora que la revolución ha conducido al Gulag y a la cheka, y que la prometida redención se ha quedado en agua o, por mejor decir, en sangre de borrajas. Pero se mantiene como convicción íntima, implícita, bajo la forma de complejo de superioridad moral, de hiperlegitimidad. Y junto a ese mesianismo remanente, más psicológico que ideológico, permanecen adheridos el dogmatismo y el sectarismo. Esta gente sigue dispuesta a redimirnos. Como ya no sabe en nombre de qué, nos pega, nos insulta y nos censura.
Ahora el problema es el siguiente: tenemos en España una notable porción de la sociedad, quizás en torno a ocho millones de votantes, crecientemente fanatizada, voluntariamente ciega, dispuesta a cerrar los ojos –por dogmatismo, por sectarismo- ante cualquier cosa que ponga en duda la superioridad “natural” de la izquierda. Esa porción de la sociedad aceptará sin rechistar que la unidad de España se fragilice, que ETA saque ventaja política y que la Oficina Económica de la Moncloa ponga petardos en el sistema financiero, como creerá a pies juntillas que la derecha es responsable de las violencias que sufre, según se decía en la España de los años treinta. A esos ocho millones de personas no se les puede pedir un voto racional. Pero a sus líderes, o al menos a parte de ellos, sí se les puede exigir un esfuerzo para racionalizar un poco la política española, para que nuestra democracia no sea un perpetuo enunciado de “O victoria, o muerte”. Porque el problema de la izquierda española está en su cabeza. Y no es la caspa.