El interesante debate que en estas mismas páginas virtuales se ha generado en torno al siempre espinoso tema de la homosexualidad es acreedor de ciertas importantes puntualizaciones para no caer ni en absolutizaciones ni en banalidades.
Empecemos circunscribiendo el ámbito al que nos queremos referir. Es obvio que todo lo que se ha dicho en este mismo foro hasta ahora es inteligible sólo si lo ubicamos en el marco de la sociedad occidental. La evolución de las conductas homosexuales y de la actitud social y pública hacia ellas se ha verificado en nuestra civilización de una manera concreta, que no es extrapolable a otras realidades como la del mundo musulmán o la de África. Por lo tanto, hemos de tener cuidado en no generalizar ni simplificar. La cuestión homosexual es compleja y no se vive de la misma manera en Estados Unidos y Europa que en el Irán de Ahmadineyad o el Zimbabwe de Mugabe, o –sin irnos a estos casos extremos– en el Egipto de Mubarak, el Marruecos de Mohamed V o la India de la Patil.
En segundo lugar, es necesario precisar los términos. La palabra “homosexualidad” es un híbrido inventado en 1869 por Károly Mária Kertbeny, activista húngaro a quien se considera pionero del movimiento homosexual. Con él pretendía desterrar denominaciones peyorativas como la que se hallaba en boga por esos mismos años: la de “antiphysiques” (antinaturales). Richard von Krafft-Ebing contribuyó a la fortuna que hizo el neologismo al difundirlo a través de su obra Psychopatia sexualis publicada en 1886. Pero, ¿qué cosa definía exactamente la palabra “homosexualidad”?
Hay que decir que hasta la Revolución e, incluso, en el primer tercio del siglo XIX, la conducta homosexual no definía la identidad de una persona o de un grupo de personas. Se hablaba de sodomía, pero ésta en los manuales de los moralistas no era algo bien preciso. Sodomía podía significar cualquier actividad sexual que no estuviera ordenada por su propia naturaleza a la procreación: coito bucal (fellatio), coito anal (paedicatio), coito intercrural, coitus interruptus (el auténtico onanismo), masturbación… y ello sin importar si el compañero sexual era del mismo sexo o no. Un marido que practicara el coito in vase indebito (como se decía) con su propia mujer podía ser considerado un sodomita. Incluso el comercio carnal con animales irracionales (el bestialismo o zoofilia) era una especie de sodomía. Los hombres que yacían con otros hombres eran llamados sodomitas de modo eminente porque sus actos constituían el grado más grave de la sodomía al no existir entre ellos la mínima posibilidad de procreación: esos actos eran la máxima expresión de lo antinatural. Aún así y, no obstante fuera este tipo de conducta merecedor de los más duros castigos, no otorgaba una identidad que definiera a las personas que la observaban como específicamente diferente de las demás. Ese tipo y los demás tipos de sodomitas eran llamados tales como se llama “ladrón” al que comete un latrocinio o “perjuro” al que jura en falso. Pero nada más.
El puritanismo burgués
Fue el asalto al poder por la burguesía y el concomitante ascenso del capitalismo los que impusieron una moral puritana, estrecha y represora que no tenía nada que ver con la moral anterior, que era una moral muy severa sí, pero atemperada por una mayor o menor tolerancia práctica de la Iglesia y el Estado. En el siglo XIX, en cambio, en plena época del liberalismo y de los derechos civiles, los preceptos dictados por el poder burgués en materia de moral fueron inscritos en códigos, de cumplimiento inexorable, cuyas infracciones perseguía una policía implacable y castigaba una magistratura draconiana. El pecado había cedido paso al delito. La más pura ortodoxia sexual fue impuesta como garantía para la procreación (es decir, la multiplicación de la fuerza de trabajo en la sociedad del primer capitalismo, tan necesitada de mano de obra). Es claro que dos tipos de conductas ponían especialmente en peligro el orden burgués: el adulterio de la mujer (que atentaba contra el hogar convencional del que era ella el alma) y el concúbito de dos hombres (del que no podían derivarse hijos). A los infractores les esperaba toda la dureza de la ley, pero si la mujer era, al fin y al cabo rescatable para la maternidad, no así los varones que despreciaban el bello sexo por darse a los placeres prohibidos que les procuraba el suyo propio. Así pues, se los criminalizó como si se tratara de parias, que conformaban una casta aparte en el género humano. El ejemplo más terminante de legislación represora lo ofrece el célebre artículo 175 del Código Penal prusiano.
El humanitarismo, corriente que se puso en boga en la segunda mitad del siglo XIX, concomitantemente con el desarrollo de las ciencias médicas y psicológicas llevó de la criminalización a la medicalización. Fue por esta época cuando ya se hablaba de “homosexuales”. Éstos ya no eran considerados delincuentes sino enfermos y así fue hasta bien entrado el siglo XX. Por supuesto, esta marginalización de los homosexuales por obra de la ley, inspirada en la moral burguesa imperante, influyó en los hábitos sociales y en la mentalidad de las masas, que veía y hasta trataba hostilmente a los que se consideraba homosexuales. La revolución sexual de los años 60 y 70 acabó con la moralidad burguesa, pero costó mucho tiempo desterrar los viejos hábitos de marginación de los homosexuales. A esto contribuyó decisivamente el movimiento gay, que comenzó siendo una opción reivindicativa por los derechos de los homosexuales como personas, dignas de respeto en cuanto tales, prescindiendo de su conducta sexual. Esto era evidentemente justo.
Los militantes: la teoría queer
El problema viene cuando de lo reivindicativo se pasa a lo militante, que es exactamente lo que ha sucedido en las últimas décadas y, especialmente en lo que va de siglo. Ha surgido la llamada teoría queer, como la denominan los autores de ámbito universitario (que es donde ella ha sido fabricada). Ésta sostiene que la orientación y la identidad sexual de las personas no son algo que dependa de la naturaleza, sino que son producto de una construcción social, que asigna determinados roles de conducta a los respectivos sexos. La teoría queer disocia, pues, sexo y género, es decir, lo biológico de lo social. Se crea así el polimorfismo sexual. Por otra parte, la heterosexualidad no es más natural que la homosexualidad; simplemente ha contado con el respaldo del poder, monopolizado por la forma patriarcal de sociedad propia de la civilización de raíces judeo-cristianas. De ahí el odio visceral que tiene el actual activismo gay hacia todo lo que representa la sociedad tradicional y lo que hay detrás de ella, especialmente la Religión. No es extraño que en las paradas carnavalescas del pride menudeen las sátiras –a menudo irreverentes, blasfemas y sacrílegas– hacia la Iglesia, sus símbolos y sus ministros.
El agresivo movimiento militante gay –minoritario pero bien financiado– acapara y monopoliza la representatividad de lo que llama el “colectivo gay” (con lo cual vuelve a crearse una identidad en torno a una conducta sexual, que es lo que hizo la moral burguesa). Pareciera que para considerarse un “buen gay” hay que ser ateo (o por lo menos no ser cristiano ni mucho menos católico), hay que renegar de todo lo que simbolice el poder del patriarcado y votar a las izquierdas. Cuando la verdad es que muchísimos gay son firmemente creyentes (y no sólo católicos, sino además apostólicos y romanos), cultores de la tradición y votan a las derechas. Pero, como no les interesa el partidismo ni defender una causa en la que no creen, dejan que los que son menos (pero están bien organizados) griten más fuerte y se hagan oír como si fueran una aplastante mayoría. Después está el asunto de los estereotipos ligados a la identidad gay y que un comercio avispado sabe explotar: lo gay es chic, lo gay vende, lo gay es fantástico. La imagen del gay ideal es la del que tiene el mejor cuerpo, lo viste con las mejores marcas, come en los mejores restaurantes, va a los gimnasios de moda y a los bares y discotecas más trendy, viaja mucho, gasta más y siempre está maravillosamente. Paradójicamente, esta nueva identidad forjada en base a la conducta homosexual es también, a su vez, marginadora: feos, gordos, menos jóvenes y enfermos son indeseables y se tornan invisibles para la beautiful people.
El gay analfabeto
Otra paradoja la constituye el hecho de que la actual generación gay carece de referentes históricos, artísticos o literarios, en los que las generaciones anteriores se refugiaban como en un asilo de comprensión y de complicidad. Los niñatos gay carecen de la cultura de sus mayores, pero lo que es más grave es que no les importa en absoluto carecer de ella porque viven al día y en un devenir perpetuo que no saben a dónde los lleva ni en qué los convertirá. Ni siquiera saben quiénes fueron Oscar Wilde, Walt Whitman, Luis II de Baviera, Caravaggio, Cole Porter, Jean Cocteau, Virginia Woolf y un sinnúmero de nombres ilustres. Son hijos de su tiempo, fagocitados por un consumismo liberal y capitalista –que ha visto las posibilidades y las ventajas del mercado gay– y no tienen ni siquiera ideales, sino que obedecen ciegamente consignas dictadas por los que ellos creen que “son guay”. ¡Y pensar que los uranistas refinados de la era eduardiana soñaban con la Arcadia oyendo los Diálogos de Platón!
Por cierto, una última precisión al hilo del debate sobre la cuestión homosexual en El Manifiesto. Con Dominique Fernandez pienso que se debe matizar y mucho cuando se habla de la homosexualidad en la Antigüedad Clásica. Tengamos en cuenta que, por lo que a Grecia respecta, la pederastia iniciática que se practicaba sería hoy materia de juzgado de guardia: se trataba ni más ni menos que de un adulto que raptaba a un adolescente (debía ser imberbe) para enseñarle el arte de la guerra a cambio de sus servicios sexuales. En cuanto a Roma, la homosexualidad era un placer para el que desempeñaba la parte activa pero una humillación para el que desempeñaba la parte pasiva (generalmente eran relaciones ancilares del amo con su esclavo, que era tratado como mero objeto de la satisfacción sexual de aquél: para algo era de su propiedad). Un hombre libre que se hubiera dejado paedicare (sodomizar analmente) hubiera recaído en esclavitud.
Así pues, ni fobia ni horror contra los homosexuales sino respeto a su derecho, como personas humanas, a no ser perseguidos por razón de su diversidad; eso sí: valentía y firmeza frente a las manipulaciones del activismo gay agresivo. De otro modo, llegará el día en que no podremos ni siquiera debatir de este tema sin que a los que no nos conformamos con las opiniones del día nos llamen homófobos (estrategia para desacreditar cualquier argumentación inconformista con la homolatría imperante) y nos condenen a elevadas multas o incluso nos lleven a la cárcel como reos de lesa homosexualidad. Es el camino que desgraciadamente llevamos.