RODOLFO VARGAS RUBIO
Doña María Teresa Fernández de la Vega –que no nos cae nada mal, dicho sea de paso– se ha declarado horrorizada al enterarse de que las mujeres nigerianas con las que fue fotografiada hace unos días en compañía de un empresario nigerino no eran en realidad –como ella había pensado– hijas de éste sino sus esposas, ya que el hombre en cuestión es polígamo, condición perfectamente legal en Níger, donde constituye una práctica no sólo socialmente aceptada sino que otorga prestigio. En efecto, dado que uno puede en esa cultura casarse con cuantas mujeres pueda mantener, ser polígamo y la cantidad de esposas que se tienen es un índice de riqueza.
Ahora bien, la reacción de la señora Vicepresidenta del Gobierno –a lo que parece, sorprendida en su buena fe al acceder a posar con el polígamo y sus mujeres– es cuanto menos sorprendente por la inconsecuencia que representa respecto de los principios propugnados por el partido al que pertenece. Entenderíamos que la conservadora Lady Margaret Thatcher se horrorizara, que la católica militante doña Esperanza Ridruejo, señora de Stilianopulos se horrorizara, que la neo-conversa princesa Alessandra Borghese se horrorizara, que la correctísima doña Ana Botella, señora de Aznar, se horrorizara... Pero no nos cuadra que se horrorice una socialista, miembro de un gabinete presidido por quien se ha constituido en el abanderado de la igualdad de las culturas y la alianza de las civilizaciones (aunque demuestre una sintomática alergia a la civilización cristiana y a la cultura católica).
Y quien dice la poligamia dice también la ablación del clítoris, ciertas ceremonias de iniciación de adolescentes (que en nuestra sociedad serían materia de juzgado de guardia de menores) y hasta el comercio de esclavos, practicado corrientemente en las profundidades del África Ecuatorial… y en nuestras ciudades europeas (por determinados grupos de inmigrantes). Ello por no hablar de infinidad de otras costumbres –por lo menos chocantes– observadas a todo lo largo y ancho del globo terráqueo. La izquierda bien pensante, a la que se adscriben los socialistas, ha sido la constante abanderada de la denuncia del etnocentrismo europeo. Considerar que toda la humanidad debería aprovecharse de la experiencia de la sociedad occidental, de sus aportes y logros, de sus avances y su desarrollo y abandonar usos poco acordes con la progresiva toma de conciencia de la dignidad humana (es decir, lo que de modo políticamente incorrecto llamaríamos “barbarie”), constituye poco menos que una herejía sociopolítica. Sin embargo, en no pocas ocasiones los acerbos defensores de la pluralidad se contradicen, como, por ejemplo, en promover de manera universal y obligatoria el sistema democrático representativo y parlamentario de gobierno, nacido y desarrollado exclusivamente en Occidente, imponiéndolo a la fuerza en países cuya idiosincrasia tiende a otras formas políticas. El horror de la Sra. Vicepresidenta es otro ejemplo flagrante de contradicción. La poligamia pertenece a la tradición del Islam y de ciertas sociedades tribales del África y Oriente. ¿No resulta etnocentrista juzgarla como algo negativo?
Cultura, civilización, costumbres
El problema es que, como hoy no existe rigor en el pensamiento ni en su expresión mediante el lenguaje, se confunden las cosas en un totum revolutum. La cuestión de la alianza de las civilizaciones es una buena muestra de ello. Aquí entran indiscriminadamente religiones, culturas y usos y costumbres. No se ha entendido que se trata de cosas distintas aunque relacionadas entre sí. Toda religión crea en torno de sí un modo de ver el mundo (civilización) y una manifestación sensible (cultura). También influye sobre la conducta humana, permitiendo, prohibiendo o modificando las costumbres de los pueblos. Qué duda cabe de que nuestra civilización occidental hunde sus raíces en el Cristianismo y está por él inspirada. A su abrigo se desarrollaron y evolucionaron Europa y las tierras que ésta colonizó. Pero, además, inspiró la Literatura, las Artes, los monumentos y todas las creaciones del espíritu humano. La misa romana clásica es un magnífico exponente de cuanto decimos: no sólo es la base de todo el edificio doctrinal y litúrgico del Catolicismo; también expresa el sentido a la vez trascendente y jerárquico de un lado y humanista e igualitario de otro, propio de nuestra civilización, y ha sido fuente de inspiración para la poesía, la música, la orfebrería, la arquitectura, la pintura, la escultura, etc. De modo semejante, el Islam es una religión alrededor de la cual se ha forjado una civilización y que ha producido una determinada cultura, que domina en buena parte de África y de Asia.
Ahora bien, si podemos estar de acuerdo en un respeto recíproco entre las diversas religiones y podemos perfectamente estudiar, conocer y amar sus expresiones culturales, la cuestión de las civilizaciones es otro cantar. Occidente y el mundo islámico tienen cosmovisiones distintas, opuestas. Para nuestra civilización occidental y cristiana, el valor de la libertad, por ejemplo, es crucial, y si la religión católica es universalista por definición, no es menos cierto que no aspira a una adhesión a ella que no sea libremente decidida. Nuestras sociedades admiten la libertad religiosa como un principio imprescriptible y lo reconocen a los musulmanes, que pueden en los países occidentales practicar su religión en privado y en público (y, muchas veces, hasta con ayuda oficial) sin ser molestados. No sólo eso: observan las costumbres propias de su cultura entre nosotros sin que se les obligue a abandonarlas (el asunto del velo de la mujer es ilustrativo, pues a ninguna mujer musulmana que quiera llevarlo libremente se le impide hacerlo.
¿Pasa lo mismo en el mundo islámico? Hay que responder negativamente. Su civilización no está presidida por la misma idea de la libertad que impera entre nosotros. Los cristianos no pueden practicar el culto público en buena parte de los países bajo la Media Luna y, donde lo hacen, están sujetos a la persecución. A diferencia de lo que pasa en Europa, una mujer occidental no puede vivir o trabajar en la mayoría de países islámicos sin cubrirse con el velo (ni siquiera en el Egipto de Mubarak). Según esto, ¿puede haber alianza de civilizaciones? Nos tememos que no, a menos, claro está, que las civilizaciones no sigan siendo lo que son y como son. Cuando no se tiene en cuenta todo esto se cae en la contradicción de la Sra. Fernández de la Vega, al horrorizarse de una costumbre legítima para la civilización con la que se supone que tenemos que estar aliados.
El matrimonio
Pero la cuestión de la foto con el polígamo nigeriano va más allá de estas consideraciones. Toca de lleno, además, la cuestión de la noción de matrimonio. Vamos a explicarnos.
De acuerdo con la doctrina tradicional que ha imperado en nuestra sociedad (doctrina basada en el Derecho Natural), el matrimonio es la unión constante y con vocación de perpetuidad de un hombre y una mujer legítimamente hábiles en una comunidad de vida abierta a la vida y recíprocamente beneficiosa. Esta definición no es necesariamente la que trae el Derecho Canónico, sino que está deducida de la naturaleza misma y la estructura del ser humano y coincide con la tradición romana, plasmada en las definiciones clásicas del Corpus Iuris Ciuilis de Modestino y Justiniano. De ella se deducen las siguientes notas esenciales del matrimonio: unidad (una sola unión), indisolubilidad (al menos en la intención), disparidad de sexos (un hombre con una mujer), heterogenia (que no estén emparentados en grado prohibido), libertad (unión consentida sin constricciones), monogamia (un sólo hombre con una sóla mujer), igualdad (se trata de esposos, no de amo y sierva o viceversa) y reciprocidad (comunicación de toda clase de bienes: morales y materiales). La Iglesia Católica hizo de esta unión un sacramento por institución divina, vehículo de la gracia en orden a la salvación, de suerte que, desde el punto de vista teológico, los cónyuges en su vida matrimonial entran en la economía sobrenatural, santificándose ellos mismos y colaborando con la obra redentora mediante el bautizo y la educación cristiana de su prole. Pero insistimos en que este último aspecto no entra ahora en nuestra reflexión, ya que podría acusársenos de hablar desde un punto de vista confesional y no es el caso.
Así pues, veamos cuáles son las consecuencias de la política cuando se trata de materia matrimonial. La indisolubilidad es una vocación natural del matrimonio; por eso, las distintas legislaciones hicieron difícil en el pasado el divorcio. Éste no podía pronunciarse sin un motivo justo y tras un proceso minucioso. La misma Iglesia, tan reacia contra el divorcio, admite la posibilidad de la anulación (es decir, la declaración de que un matrimonio en realidad no existió nunca aunque se celebrara materialmente). Las leyes civiles de divorcio no significan que la indisolubilidad no sea en sí misma un valor que haya que proteger (después de todo, nadie se casa con la idea previa de separarse: no hay matrimonios de prueba). El gobierno socialista de España en la anterior legislatura sacó adelante el divorcio exprés, que es, en realidad –contra toda la buena tradición jurídica al respecto–, una manera de quebrantar el ideal de la indisolubilidad, haciendo pensar que el matrimonio es algo de quita y pon y no un compromiso serio y estable. Ojo: no estamos hablando ahora en contra del divorcio (no es éste el problema), sino de las connotaciones del divorcio exprés y de sus consecuencias en la mutación de la idea de matrimonio. Que no se nos eche en cara, pues, aquello que no hemos dicho.
Otra iniciativa socialista fue la de las bodas homosexuales, que quiebra ella sí claramente una de las notas esenciales del matrimonio cual es la disparidad de sexos. Que conste que no decimos aquí que no era necesaria una legislación para proteger y garantizar derechos adquiridos de personas unidas en pareja homosexual. No era justo, por ejemplo, que al morir alguien sin testar, su pareja homosexual (quizás dedicada a su cuidado por años) se viera despojada por la familia del difunto por no tener un punto de apoyo legal. Lo que es justo es justo prescindiendo de las preferencias sexuales de los individuos. Ahora bien, de ahí a consagrar con el nombre de “matrimonio” las uniones more uxorio de personas homosexuales, equiparándolas así totalmente a las uniones heterosexuales es otro cantar.
Si el matrimonio, tal como se deduce de la naturaleza misma de las cosas, pierde alguna de sus notas esenciales, nada impide que las pierda todas. ¿Por qué ya no iba a ser válido el principio de la disparidad de sexos y sí debería respetarse el de la heterogenia o el de la monogamia? ¿Por qué no admitir que un padre pueda casarse con su hija, o un nieto con su abuela? Esta es una hipótesis que aterra especialmente en estos días en los que estamos sensibilizados por el siniestro caso de Amstetten, pero puestas ciertas premisas, las conclusiones, por muy nauseabundas que nos parezcan, se imponen. Y, yendo directamente a nuestro tema, ¿por qué no aceptar que un hombre que puede mantener a varias mujeres se case con todas o que una mujer de temperamento insaciable pueda coleccionar varios maridos simultáneamente? Podríamos ir al extremo conjeturando, pero con lo dicho basta para justificar nuestra pregunta inicial: ¿De qué se horroriza la Vicepresidenta?