La última sobreviviente de una época

Emanuela de Dampierre, duquesa de Segovia

Hoy cumple 95 años S.A.R. la duquesa viuda de Anjou, duquesa de Segovia. A la mayoría de españoles este título no les dirá nada, pero si decimos que se trata de doña Emanuela de Dampierre la cosa cambia, ya que este nombre les suena por haberse vuelto mediático. Desgraciadamente, en nuestro país no se ama la Historia; se prefiere el cotilleo, pero no el de altos vuelos al estilo de un Saint-Simon, sino el de comadre, el porteril, el que no aporta ni siquiera una lección moralizante.

Compartir en:

Hoy cumple 95 años S.A.R. la duquesa viuda de Anjou, duquesa de Segovia. A la mayoría de españoles este título no les dirá nada, pero si decimos que se trata de doña Emanuela de Dampierre la cosa cambia, ya que este nombre les suena por haberse vuelto mediático. Desgraciadamente, en nuestro país no se ama la Historia; se prefiere el cotilleo, pero no el de altos vuelos al estilo de un Saint-Simon, sino el de comadre, el porteril, el que no aporta ni siquiera una lección moralizante.

La figura de Doña Emanuela saltó bruscamente a la actualidad de la prensa rosa en 2004, a raíz de la publicación de un libro de memorias para el que prestó su culta y bien cortada pluma la periodista Begoña Aranguren. Anteriormente se la había entrevisto en muy contadas ocasiones, casi siempre luctuosas: la muerte de su nieto Francisco; la de su hijo mayor don Alfonso, duque de Cádiz; la de su hijo menor, don Gonzalo de Borbón… Hasta la aparición de aquel libro se sabía muy poco en realidad  de la elegante y estilizada señora que, tocada con mantilla española, saltó a la palestra en 1972 acompañando a su primogénito como madrina de su matrimonio con Carmencita Martínez-Bordiú, nieta de Franco. El público ya había olvidado la breve relación de sus recuerdos que había publicado Hola en 1991, aprovechando el tirón que aún tenía el trágico final de don Alfonso.
 
Las Memorias de la esposa y madre de los Borbones que pudieron reinar en España” causaron revuelo porque en ellas se tocaban muchos temas tabú en un país en el que pesa una extraña ley del silencio sobre todo lo que atañe a la familia real. Y ello fue aprovechado inmediatamente por los profesionales del cotilleo, que tomaron pie en ellas para echar leña al fuego, mediante entrevistas maliciosas en la que era sorprendida la buena fe de una anciana. A doña Emanuela de Dampierre se la acusó de sacar a relucir los trapos sucios de su parentela política, reproche absurdo porque un libro de memorias debe reflejarlo todo si ha de ser tenido por serio. Lo que pasa es que estamos tan acostumbrados a las hagiografías de personajes de la realeza que admitimos esta especie de censura que pesa sobre lo que de ellos se escribe, de modo que sólo pueda expresarse lo que es políticamente correcto.
 
Hoy en día se clama por la transparencia y la libertad de prensa y, sin embargo, en aspectos como en el que nos ocupa vivimos bajo una sutil pero indudable dictadura. Don Juan Carlos, por ejemplo, no tiene corte, pero está rodeado de cortesanos, aunque éstos no desempeñen cargos áulicos; cortesanos que, por los intereses que sea, pretenden crear una burbuja alrededor de la Corona, cosa tanto más sorprendente cuanto que es el mismo monarca el que ha querido dar siempre una imagen de cercanía y desenfado.
 
¿O no recuerdan la entrevista filmada que concedió a la periodista Selina Scott y que ofrecía una visión insólita de la vida privada en la Zarzuela? La Casa Real española sucumbió, como las demás dinastías reinantes (con muy pocas excepciones) a la tentación de quebrantar la regla de oro que mantuvo el prestigio de la institución monárquica desde la época en que Luis Felipe I de los Franceses y Victoria I de la Gran Bretaña e Irlanda impusieron la respetabilidad burguesa como ideal: mantener la distancia y el misterio. Claro que antes de la Revolución las cosas eran de otro modo, porque la institución era considerada sagrada, aunque las distintas personas que la encarnaban en cada momento se comportasen de forma más bien profana. Por eso no existía entonces el temor a la transparencia y los memorialistas se sentían con plena libertad para contarlo todo. Baste leer a la Princesa Palatina o al abate de Choisy para convencerse del alto grado de franqueza reinante en la corte del mismísimo Rey Sol.
 
Pero volvamos a nuestro tema, que es doña Emanuela de Dampierre, consorte que fue del infante don Jaime de Borbón, duque de Segovia y de Anjou, y que, por consiguiente, tuvo en su momento todos los títulos para poder ser considerada reina de España y de Francia de derecho. El propósito de estas líneas es el de divulgar algunos aspectos de su biografía que son menos conocidos en España, pero no por ello menos importantes. El personaje tiene un grandísimo interés ya por sí mismo, pero posee el valor añadido de ser el último testigo que queda de una generación perdida de nuestra Casa Real: la de los hijos de Alfonso XIII.
 
Incluso si consideramos un entorno más amplio de los Borbones, la duquesa de Segovia es la decana, seguida únicamente por la madre del infante don Carlos, duque de Calabria: la princesa Alicia de Borbón-Parma. Estas dos grandes señoras llevan el peso de una insigne tradición monárquica que, si Dios no lo remedia, podría perderse irremisiblemente por el poco respeto que hacia ella han demostrado los más jóvenes dinastas. Quizás en el caso del príncipe Luis de Borbón, duque de Anjou y de Borbón (en España conocido como Luis Alfonso de Borbón), el riesgo sea menor, dado que parece haber asumido a conciencia y con éxito su posición extraordinaria como primogénito de los Capetos, pero lo cierto es que falta aún en su caso que su esposa le dé un hijo varón.
 
Una primera cuestión es la referente a los linajes de doña Emanuela de Dampierre. Con motivo de su enlace con el infante don Jaime se habló de “boda morganática”, expresión ésta que ni siquiera corresponde a la verdad, puesto que por ella se entiende el matrimonio contraído entre noble y plebeya o viceversa, lo cual no fue el caso de los duques de Segovia. Podría hablarse de unión desigual en el sentido en que la novia no pertenecía al círculo de la realeza, es decir, a casa soberana o mediatizada, pero esta desigualdad era relativa, puesto que en realidad ambos contrayentes eran nobles. Además, sólo podía entenderse de España, en la cual se asumía por aquel tiempo la vigencia de la Pragmática de 1776, por la que Carlos III reguló los matrimonios para impedir que se repitiera el caso del infante don Luis Antonio de Borbón, ex cardenal que se casó con una dama de la nobleza menor. Cierto es que desde entonces varios miembros de la familia real española fueron apartados de la sucesión en estricta aplicación de esta norma hasta tiempos recientes, en los que el rey don Juan Carlos obró respecto de sus hijos como si ésta no existiera. Hay que decir, por otra parte, que por lo que respecta a Francia, en la tradición de cuya monarquía nunca existió el concepto de morganatismo, doña Emanuela era perfectamente idónea para esposa del hijo de don Alfonso XIII.
 
Pero hay más: tanto los Dampierre como los Ruspoli, las dos estirpes de las que proviene la duquesa de Segovia, se encontraban censadas en el prestigioso Almanaque de Gotha, la Biblia de la nobleza europea y el elenco oficioso del selecto y restringido grupo de sus grandes familias. Estaba dividido en tres partes: la primera comprendía las casas soberanas reinantes; la segunda, las llamadas familias mediatizadas de Alemania, fueran condales o principescas (es decir, las que habían reinado en el pasado soberanamente sobre algún territorio del Sacro Imperio); la tercera, en fin, las principales familias principescas no alemanas y las familias alemanas no mediatizadas. Los ascendientes tanto paternos como maternos de doña Emanuela figuraban en la tercera sección del Gotha. Pero el detalle interesante es que los Battenberg, es decir, la familia paterna de la reina Victoria Eugenia, consorte de don Alfonso XIII, se encontraban registrados en esa misma sección del estricto almanaque, que hacía autoridad en materia de linaje. Es decir, que los Dampierre, los Ruspoli y los Battenberg eran considerados del mismo rango. Si no hubiera sido porque su tío Eduardo VII salvó las apariencias concediendo a Ena de Battenberg el título de Princesa de la Gran Bretaña e Irlanda con el tratamiento aparejado de Alteza Real (que, en puridad de justicia, no le correspondía), su matrimonio con el Rey de España hubiera debido ser reputado desigual. ¿Por qué, pues, tanta rigidez con la consorte de don Jaime?
 
Es inexplicable si se considera que doña Emanuela desciende de dos linajes que se pueden considerar de todo menos obscuros. Por mor de brevedad sólo consignaremos unos cuantos datos. Los Dampierre, su familia paterna, eran originarios de la Alta Normandía y la Picardía, remontándose las noticias seguras sobre ellos hasta mediados del siglo XII. Guillermo de Dampierre, primer ancestro conocido de la casa, figuraba, junto con su hermano Gilles, como funcionario real en los Grands Rôles de l’Echiquier du Roy de tiempos de Felipe II Augusto. Sus descendientes emparentaron con las más importantes y poderosas familias de su época y así, entre los antepasados de la duquesa de Segovia se cuentan: condes de Champagne, Borbones (antes de que se convirtieran en Capetos), condes de Flandes, emperadores latinos de Constantinopla, condes de Nevers y duques de Bretaña, entre otros, siendo varios de ellos soberanos. El tatarabuelo Dampierre fue marqués y par de Francia bajo la Restauración y un sostenedor ferviente y decidido de la legitimidad dinástica, acompañando a Carlos X al exilio y socorriendo a la intrépida duquesa de Berry en su desventura. Como se ve, pues, no le viene de nuevo a doña Emanuela su compromiso con la causa legitimista. Su abuelo, el nieto del marqués y par, Richard de Dampierre, fue hecho por León XIII duque pontificio de San Lorenzo por su especial adhesión a la Santa Sede y este título pasó a su padre Roger. En este punto conviene señalar un error muy común en España al referirse a la duquesa de Segovia: se la nombra de modo indebido pero frecuentemente Emanuela Dampierre, escamotándole la partícula “de” que forma parte del apellido e indica la procedencia original de la familia.

Los Ruspoli, el linaje materno, proceden de Florencia. Las primeras informaciones acerca de ellos datan del siglo XIII, en el que aparecen como pertenecientes al partido gibelino (que apoyaba la supremacía del emperador sobre el Papa en Italia), el mismo por el que optó Dante, sólo que al revés de éste, aquéllos acabaron volviéndose güelfos (es decir, apoyando la supremacía papal). Su nobleza está probada por las tumbas gentilicias que poseían en las iglesias florentinas de Santa María Novella y Ognissanti. En el siglo XVII, los Ruspoli se trasladaron a Roma y su última descendiente directa se casó con un Marescotti, perteneciente a una estirpe establecida en Bolonia desde el siglo IX, cuando Mario Scoto, oficial de Carlomagno reclutado en Escocia, fue investido por el papa León III con feudos de la Romaña en premio a haberlo liberado de sus enemigos. Entre sus descendientes se encuentran cardenales, condotieros, gobernadores y hasta una santa: Jacinta de Marescotis. Los Marescotti-Ruspoli retomaron el apellido Ruspoli como único y emparentaron con los Cesi de Umbría, los Corsini florentinos y los príncipes de Liechtenstein. El abuelo de doña Emanuela fue hecho por el Papa príncipe de Poggio-Suasa. Como se ve, pues, ni por el lado paterno ni por el materno aparece que aquélla haya sido en modo alguno una advenediza, sino todo lo contrario; incluso con mucho mayor rango que otras damas que han llegado a ceñir coronas o que las ceñirán en el futuro.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar