En 1811 Beethoven compuso la marcha que lleva ese nombre para una fantasiosa, o no, obra de teatro donde Atenea despertaba tras dos milenios e incitaba a sus hijos helenos a luchar contra el yugo otomano, por entonces dueño de aquellas tierras y de casi todos los Balcanes. Es sabido que entre 1821 y 1829, los griegos consiguieron al fin liberarse del yugo de la Sublime Puerta, con la no pequeña ayuda de las potencias europeas y una especie de brigadas internacionales por la libertad helénica, entre las que se encontraba Lord Byron. La preciosa marcha beethoveniana, interpretada generalmente al piano y de casi dos minutos de duración, es un vivaz aire llamado “a la turca”, como la de Mozart, pero menos famosa que ésta. Turquía pesaba entonces, en la Europa oriental sobre todo. Hacía poco más de un siglo que por poco conquistó incluso Viena.
Y el otro día, Orhan Pamuk, el escritor turco premio nobel, se descuelga amablemente declarando aquí en España que qué suerte hemos tenido entrando en Europa, cosa que ellos aún no han conseguido… Está claro que la calidad artística puede desdecirse con la catadura ética; se puede ser gran poeta y fementido canalla, buen novelista y pésimo ciudadano, excelente músico y perfecto miserable; hay muchos ejemplos. Pero Orhan Pamuk es, escritura aparte, un redomado zote en cuanto a la historia de Europa se refiere. Vaya en su descargo que su reconocimiento del genocidio armenio le ha valido la animadversión de un amplio y oscuro sector de su sociedad. Aunque Pamuk pase la mayoría de su tiempo en Nueva York, como compensación, tiene su aquello lo de ir contra la corriente dominante en su tierra.
Pese a ello, Pamuk carece de la mínima perspectiva histórica y geográfica. Hablar de que entre en Europa un país de los que más ha formado a Europa es burla, de no ser ignorancia o mala intención. Stanley Payne ya habla de que nuestra Reconquista fue una gesta singular que salvó a Europa de un peligro real y sólo por la cual habría que agradecer a nuestra nación su largo y durísimo esfuerzo. E incluso sin ella, en España pivotó la política europea con más o menos intensidad y fortuna desde la segunda Guerra Púnica hasta nuestra última, por ahora, guerra civil. España no entró en Europa, sino que es una parte de ella, de su espíritu, de su construcción, de su identidad, de su perfil religioso, en diversos momentos y grados.
Turquía sin embargo tiene en Europa un retazo –irredento, para los griegos– del tamaño de la provincia de Badajoz; el resto, asiático, es como España e Italia juntas. Pero ello no es lo más chirriante, sino que desde que asomaron por el oriente, los turcos se dedicaron sistemáticamente a embestir contra Europa, a conquistarla para el Islam, destruyendo primero a Bizancio y luego todo lo que pudieron hasta que se les frenó, como ya se dijo, en Viena; fue en 1683. Su declarada intención era “llevar a abrevar sus caballos a las fuentes de Roma”. Algo más tarde, por cierto, en 1801, un tal Lord Elguin, culto, rico e inglés, se enamoró de los mármoles del Partenón, que yacían desbaratados y preteridos por unas autoridades cuyas creencias despreciaban y desprecian la imaginería y demás frivolidades de los idólatras. Si hoy las protegen es con la clarísima intención de atraer el turismo y pretender nivel cultural, pero ya se sabe lo que pasa con cualquier obra de arte, independientemente de su valor, en cuanto se agita la cíclica oleada iconoclasta de su fe. Por si el lector no ha caído en ello, sepa que la multitud de sarcófagos romanos en los museos españoles y del sur de Europa sistemáticamente descabezados, fueron víctimas en su momento de la piedad sarracena, entre otras lindezas antiguas y modernas de esos chicos. Por todo ello, uno cree que los mármoles que trajo Elguin, pagándolos de su bolsillo, están muy bien en el Museo Británico, antro por otra parte de innumerables rapacidades y latrocinios anglosajones; pero no exactamente los referidos mármoles, ganados en buena ley. Ahí están un poquito más lejos, por ahora, de las veleidades piadosas que en un momento dado pueden reconquistar Atenas y los rematarían, caso de encontrárselos devueltos allí, como han solicitado algunos miembros de la cultura y las artes griegas.
Y desde Nueva York podría pensar también el señor Pamuk en lo que sería una Europa con la frontera en Siria, Irak, Irán y Azerbaiján, frontera por cierto en manos de los hermanos residentes en dichos países y que tienen a su fe como verdadera patria. ¿Qué seguridad, aún menor que ahora, tendríamos ante una vía más de penetración de quienes están claramente decididos a hacernos más piadosos y felices por encima de pasaportes, lindes políticos, constituciones, estados de derecho y demás minucias sin comparación ante las grandes verdades y los mandatos de su credo?
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