La más grave enfermedad política que sufre España desde la muerte de Franco es la inflamación identitaria. Para ser exactos, microidentitaria. Cuanto más microidentitaria, más progresista. Y cuanto más progresista, más inatacable. Y con el agravante de que la izquierda, en teoría internacionalista y ajena a estas cuestiones, se apuntó a la inflamación desde que compartió trinchera y exilio con los separatistas vascos y catalanes.
Como reacción contra esta inflamación, algunos derechistas –e incluso unos pocos izquierdistas que conservan un resto de lucidez–, de esos exquisitos que se admiran a sí mismos por considerarse eternamente incomprendidos, pontifican que las identidades colectivas son perniciosas. Algunos, los más aguerridos, hasta se lanzan a proclamar que no existen, como si todos fuésemos apátridas.
Pero si no existiesen, inexistente lector, estas líneas no estarían siendo el vínculo que, por unos minutos, va a unirnos a usted y al abajo firmante. Porque,
Si las identidades colectivas no existieran, ni el abajo firmante ni usted hablaríamos la lengua que hablamos
si las identidades colectivas no existieran, ni el abajo firmante ni usted hablaríamos la lengua que hablamos, ésa que nos fue impuesta por nuestros padres desde el momento en el que empezaron a hablarnos mientras nos cambiaban los pañales. ¿O acaso sus liberalísimos progenitores le pidieron su consentimiento para hablarle en la lengua que desde entonces, y hasta el día de su muerte, se convirtió en su lengua materna? ¿O quizá no le dirigieron la palabra hasta que cumplió dieciocho años para que, con la mayoría de edad, eligiese libremente la lengua en la que iba a expresarse? He ahí la primera identidad colectiva que les es impuesta a todos los hijos de Adán: su familia. Y la segunda, su lengua y, por lo tanto, la porción de la Humanidad con la que se va a comunicar en ella. Y junto a la familiar y la lingüística, un montón de identidades colectivas concéntricas, yuxtapuestas y acumuladas: unas costumbres, una estirpe, una tradición cultural, una tradición artística, una tradición religiosa, una tradición moral, una tradición jurídica, una tradición histórica… una tradición nacional, en suma. Porque eso es lo que quiere decir tradición: transmisión, entrega, paso de una cosa de unas manos a otras. Y en eso consisten, exquisitos desarraigados, las inexistentes identidades colectivas. Porque el mundo no vuelve a comenzar de cero cada vez que nace un bebé.
Pero ahí siguen, erre que erre, esos ciegos ilustrados empeñados en convencerse, y en convencer a los demás, de que entre los individuos y su común pertenencia al género humano no hay escalones intermedios. Y en eso consiste toda su crítica a los separatismos vasco y catalán. Por eso nunca han podido ni podrán hacerles el menor rasguño en su acorazada superficie.
Porque si la crítica a los separatismos se hace por defender una identidad colectiva, sacando de ello la conclusión de que toda identidad colectiva es perniciosa, se estará haciendo un diagnóstico erróneo de la enfermedad, por lo que lo único que logrará su tratamiento será debilitar aún más el organismo del enfermo, en este caso España.
A los separatismos vasco y catalán no hay que criticarlos por ser identitarios, sino por ser falsamente identitarios
A los separatismos vasco y catalán no hay que criticarlos por ser identitarios, sino por ser falsamente identitarios y, por lo tanto, los peores enemigos de la verdadera identidad vasca y catalana. Ya lo sentenció hace un siglo el guipuzcoano Pío Baroja, que sabía muy bien de lo que hablaba: “Para un verdadero vascongado, el bizkaitarrismo es una farsa”. La pretendida existencia de las naciones catalana y vasca como comunidades humanas ajenas y hostiles a España es insostenible se mire por donde se mire. No es otra cosa que la construcción de sentimientos falsificados mediante mentiras de una necedad que aturde y una campaña sistemática de incitación al odio que, en cualquier país menos acomplejado que el nuestro, habría pasado sin duda hace ya décadas por los tribunales. Y sin haber tenido que esperar a un golpe de Estado.
Además, para atacar a las identidades colectivas falsas, clónicas, totalitarias y agresivas, esos ilustradísimos apátridas se ríen hasta de las verdaderas; y abominan de las patrias (Fernando Savater tituló uno de sus libros Contra las patrias) hasta el punto de considerarlas caspa paleolítica. E incluso emplean sus preclaras neuronas en escribir pedanterías contra cualquier cosa que tenga que ver con el patriotismo.
Dirigente derechista ha habido, y no de los más lerdos, que llegó a afirmar que España no es más que un espacio de derechos. Como si lo que nos hace españoles fuera solamente la sujeción a las leyes españolas y no una herencia cultural milenaria. Cualquier cosa que vaya más allá de la defensa de la ciudadanía española como aséptica condición jurídica es peligrosa, pues implicaría adentrarse en los malolientes terrenos de la patria. Y el patriotismo sólo es aceptable –y a regañadientes– con la condición de que vaya acompañado del atenuador adjetivo, también proveniente del vocabulario jurídico, constitucional. Lo que, dicho sea de paso, es el equivalente derechista del izquierdoseparatista Estado español para no decir España, esa nación a la que hay que privar de la condición de tal para reducirla a mera cáscara jurídica. De ahí no debe pasar.
Pero este humilde juntaletras, harto de clamar en el desierto durante muchos años, refrena aquí su pluma y le cede el sitio al egregio Joseph Conrad, que juntó letras infinitamente mejor:
El patriotismo es un sentimiento desacreditado debido a que la delicadeza de nuestros humanitaristas lo ve como una reliquia de la barbarie. Hace falta cierta grandeza de alma para juzgar al patriotismo como merece; o bien una sinceridad de sentimientos que le está negada al vulgar refinamiento del pensamiento moderno, incapaz de entender la augusta sencillez de un sentimiento que procede de la naturaleza misma de las cosas y de los hombres.
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