Exilios

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En su agitada historia, España nunca había conocido esto: que un rey se pase al moro. Salvo el episodio dietético de Sancho el Craso en Córdoba, allá por el Milenio, ningún monarca heredero de Pelayo se había refugiado en tierra de infieles. Además, no hay necesidad de ello: Suiza, Estados Unidos o algún país de la América hispana le habrían podido acoger sin problemas. Por ejemplo, Argentina es un lugar magnífico para exiliarse, dado su parecido con España; es como estar en casa, pero al otro lado del mundo. Para un español, Italia y las dos repúblicas del Plata son exilios inmejorables. Es decir, don Juan Carlos no tenía por qué escoger una satrapía petrolera, salvo que le sirva para gozar de los placeres de un caduco Tiberio en Capri.

El caso es que el rey padre no tiene ningún pleito pendiente en los juzgados, nadie le persigue aquí, no hay fiscales que huroneen en sus trapos sucios. Y, sin embargo, el Gobierno del “doctor” Antonio lo tiene desterrado y maldito, pese a que toda la recua de jacobinos y jacobinas que hoy rebuzna en la Moncloa le debe su poder al rey en el exilio. Fue él quien entregó su reino a la izquierda y a los separatistas. Recordemos algo muy elemental: Don Juan Carlos heredó un Estado y lo acabó convirtiendo en… “esto”. La España de 1975 necesitaba algo de descentralización, un poco de libertad política, menos sotanas y bastante más apertura de miras y cortedad de faldas. No podía haber franquismo sin Franco, es obvio. Pero ¿era necesario acabar en “esto”? El presente exilio de Campechano es la forma de matar al padre que tienen los niños mimados, privilegiados y consentidos. Sin el Borbón no serían nadie. Cría cuervos...

Don Juan Carlos paga el estigma que tanto atribula a su hijo: representar la herencia histórica de la España de verdad, de la que dejó su impronta en la Historia con mayúsculas y que el puritanismo empoderado, cosmopolita y redicho de leticias y felipes no va a poder borrar. Aunque el clan de la Zarzuela aborrece e ignora la Tradición, ésta se les pega a las vestiduras, les impregna desde el ápice de la corona hasta la suela de los chapines. Por mucho que quieran creer que su legitimidad nace de la impostada, vergonzante y raquítica “restauración” de 1978, no hay forma de tapar las dos legitimidades que alzaron al trono a los descendientes de Fernando VII: la legitimidad de la Tradición y la legitimidad del Dieciocho de Julio. Esto lo sabemos todos y no hay memoria histórica ni burricie pedagógica que lo pueda borrar. La monarquía representa, aunque no lo quiera, la unidad y la continuidad de la patria: hasta el desmedrado texto del cambalache del 78 lo reconoce. 

La unidad de la patria, hoy, es un sarcasmo constitucional. Nunca España ha estado más dividida

La unidad de la patria, a día de hoy, es un sarcasmo constitucional. Nunca España ha estado más dividida. Lo de la continuidad es una bomba de tiempo: cada vez son más los españoles que no han nacido en España y nada saben ni de su historia ni de su tradición. Y si tratan de conocerlas, ya se encarga el sistema educativo de que no lo hagan. ¿Qué futuro puede tener la monarquía en una ex-nación que no sabe de dónde viene, que hace todo lo posible por extinguirse, que se odia a sí misma, que en sus más altas instituciones se niega, se humilla y se avergüenza de sus gestas y de sus héroes? La única continuidad de la Zarzuela es la de una familia francesa aferrada al trono de san Fernando y la que sus enemigos le otorgan por puro odio a aquello que creen que representa: la España tradicional, nación de la que Felipe VI es rey por defecto, porque la España que él defiende, la nación sin identidad, la cantina de la OTAN, el chiringuito de Gayropa, la Escandinavia de medio pelo, sin sangre en las venas, sin más horizontes que el de formar una gran comunidad de consumidores veganos y vigoréxicos, no es España, es Spain, un bed and breakfast del Nuevo Orden Mundial.

El exiliado real y el otro

El exilio de don Juan Carlos no tiene fundamento legal, pero no deja de ser una deliciosa ironía de la Historia. El rey de los rojos recibió el pago lógico de sus inapreciables servicios. Por mucho que la Corona se arrastre por el fango, por muy progres que se pongan, por mucho que se alejen de todo lo que recuerde a la España tradicional, a la que ya traicionaron en Bayona en 1808, la izquierda, a la que se lo han regalado todo, no dejará de afilar la guillotina. El principio monárquico, innato en el pueblo español, sólo resurgirá con un caudillaje republicano.

Y tenemos a otro exiliado, a un héroe a la medida de su causa, de su tiempo y de su “país”: Puigdemont, por el que el gobierno de Madrid está retorciendo la legalidad para permitirle volver. La permanente bajada de bragas del régimen de Sánchez ante cualquier cacique periférico abre la puerta a la independencia de Cataluña y al reconocimiento formal de lo que ya es un hecho: la ruptura del Estado unitario en una amalgama de taifas, más privilegiadas al norte del Ebro y más sufridas al sur. Puigdemont cometió una serie de delitos muy graves por los que en muchos Estados dignos de ese nombre se condena al delincuente a la pena capital. En la España anémica y anómica de nuestros tiempos, donde los jueces hacen carrera infamándose con sentencias vergonzosas, Puigdemont tuvo vía libre para su huida y está viviendo como un marqués en Bruselas a costa del contribuyente. Y volverá, sin duda. Y será recibido como un héroe. Y los dirigentes españoles se postrarán ante él para pedirle perdón.

Vistas estas cosas, quizás el exilio no sea algo tan malo. Cernuda no se equivocaba.

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