La legislación de género consiste, esencialmente, en verter en odres nuevos el vinagre picado de la eterna ranciedumbre ibérica. Las que antes vestían a Doña Cuaresma con las enaguas del nacionalcatolicismo hoy lo hacen con el chándal de leopardo de Telecinco, pero, se vista como se vista la mona, mona (o monja) se queda. No hay que tener dotes de psicólogo para intuir que
Detrás de cada doctrinaria del supremacismo hembra hay una ancestral beata de rosario vespertino y virgo en salmuera
detrás de cada doctrinaria del supremacismo hembra hay una ancestral beata de rosario vespertino y virgo en salmuera, devota de los misterios dolorosos y nada gozosos de la que antaño se quedaba para vestir santos y hoy para cobrar las canonjías, bulas y primicias del nuevo clero y de su flamante inquisición.
La Madre Superiora del beaterio de Igualdad, sor Irene Montero, ha decidido impulsar una serie de medidas legales para impedir las miradas impúdicas en los centros de trabajo. Para ello, va a pedir a sus novicias que elaboren un protocolo, igual que sus antecesoras elaboraban alfajores, yemas, tejas, huesos de santo y roscos de vino. Creo que somos muchos los que esperamos con ansiedad no exenta de recochineo volteriano lo que salga del magín de las Reverendas Madres Castradoras; seguro que no tiene desperdicio. Pocas veces un Estado ha tenido el cuajo, la chulería, el capricho y la real gana de gastarse cuatrocientos cincuenta millones de euros en el fomento del surrealismo. No sé si los disparates de la Camarilla de Fernando VII, del Cantón de Cartagena o de la Corte de los Milagros, con sor Patrocinio al frente, son comparables a los garabandales jurídicos de estas videntes rojas. Desde luego, la Abadesa de Galapagar va más allá de lo que cualquier Max Estrella o Bradomín hubiera soportado; los espejos del Callejón del Gato se resquebrajan cada vez que abre la boca y anuncia solemne un nuevo esperpento en su larga marcha hacia Citerea.
Si tenemos que buscarle un antecedente histórico a la papisa morada, nos viene a la memoria el cardenal Segura, estantigua carpetovetónica del franquismo inicial para el que las mozas de la Sección Femenina eran paganas y descocadas ninfas ligeras de cascos. Pero existe una diferencia: los dalailamas del nacionalcatolicismo eran materialistas, su magisterio moral se reducía al largo de las faldas, al número de comuniones por año, a rebajar el subido carmín en labios que incitaban a algo más que la castidad de un fraternal ósculo y a poner coto a los achuchones y frotamientos de los míticos bailes agarraos que danzaron nuestros padres. Pero la Madre Irene de Galapagar, como las monjitas sabihondas, jansenistas y herejes de Port Royal, va más allá de lo que se mide y se pesa, trasciende la casuística jesuita y entra en la metafísica bizantina: las Adoratrices de San Foucault pretenden medir las dioptrías del deseo: ¿Cuál de las picaronas niñas de los ojos delatará al oculista de género su impudor, su lascivia, su lujuria, su lúbrica promesse de bonheur? El inminente protocolo que tramiten estas cejijuntas ursulinas de Santa Frida puede ser algo tan racional y científico como las señales con las que Kramer y Sprenger detectaban ojáncanas, celestinas y hechiceras en el Malleus Maleficarum. Los procesos de las brujas de Salem van a parecer un modelo de objetividad jurídica al lado de las causas por aojamiento que vamos a conocer en los próximos años. Porque descuide el lector: si la derecha socialdemócrata del PP gana, esta legislación seguirá vigente, incluso con más fuerza.
Por otro lado, resulta muy divertido que en la España de Jorge Javier Vázquez, de la tesis de Sánchez, del chalé de Galapagar, de las maletas de Ábalos y de los ministerios uxoris causa, se nos hable de pudor. En fin, que va a ser cosa de concilio de teología fina el delimitar qué es lo púdico y qué la impudicia, el descoco y la sicalipsis. Y no digamos ya en cuestión de miradas, donde la seducción, el engaño, el equívoco y el simple jugueteo han sido la norma desde que hombres y mujeres se desean, se buscan, se encuentran, se rechazan, se rozan y se unen en las múltiples geometrías y entrelazos del cortejo. ¿Sólo podremos mirar a nuestras damas con ojos de cordero degollado, de blanco y melancólico Pierrot? ¿Tendremos que deambular por las calles con ojos de icono bizantino, de máscara de El Fayum, de místico arrobo de El Greco?
No sé en qué parará todo esto, pero del integrismo de las talibanas de género hay que sacar una lección muy clara: Irene Montero es una excelente razón para votar a Vox.
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