No sé si el lector recordará aquel pensamiento que rezaba: “Come mierda. Cien mil millones de moscas no pueden estar equivocadas”. Con la democracia puede ocurrir algo parecido: Josep Borrell habrá incrementado el voto socialista europeo en tantos escaños como quiera, pero ello no le exime de hacer comentarios tan inexactos, falaces y, a la postre, peligrosos como el realizado hace poco respecto a Rusia.
Desde su parece que provisional retiro en el valle por antonomasia, los huesos de Franco deben de haberse agitado de placer al escuchar la sandia frase del político respecto a una vieja enemistad de país a país. Cosa más mendaz no cabe. La Rusia enemiga fue la comunista, y sobre todo en su terrible periodo estalinista, más letal si cabe para sus propios ciudadanos que para los ajenos. La enemistad fue de régimen a régimen, no de país a país. La inmensa y misteriosa Rusia ha carecido prácticamente de tensiones con España durante toda su historia, e incluso en época de Fernando VII se le compraron barcos de guerra que, por cierto, venían en pésimo estado de conservación. Durante las guerras napoleónicas, Rusia había sido nuestro impensado y lejano aliado, y no fue sino hasta la Guerra Civil cuando el país, ya Unión Soviética, se volcó en el gobierno frentepopulista, del cual formaban parte, y mucha, los correligionarios del señor Borrell. Largo Cabalero era llamado el Lenin español por los suyos, y es sabido que el doctor Negrín, pese a pertenecer al PSOE, tenía enormes y comprensibles simpatías por la única nación que apoyaba sin reservas a su gobierno. Cuáles eran las intenciones del filántropo dictador soviético es algo que ahora no viene a cuento. Lo cierto es que durante esa guerra, la mundial que siguió y la guerra fría que vino después, Rusia era tan enemiga del régimen franquista como este de ella.
Sorprende por eso que un político como Borrell, a quien se le supone un mínimo de cultura histórica y otro poco de prudencia, se haya envuelto en la bandera de un régimen que ya no existe en España contra otro que tampoco se da en Rusia. La extemporaneidad de sus declaraciones ha irritado a la diplomacia rusa, y con razón. Sigue y seguirá siendo durante mucho tiempo un país autocrático y expansionista, independientemente del régimen que lo gobierne, como se ha comprobado a lo largo de los últimos siglos. Las naciones no tienen frenos ABS que detengan en seco la deriva de sus inclinaciones. Recuérdese que, sin ir más lejos, la servidumbre fue abolida por decreto en Rusia en 1861. Era algo parecido a lo de los siervos medievales aquí en Europa, que estaban unidos a la tierra en cuanto a la compraventa de esta. Y eso deja huella durante muchas generaciones. Por no hablar del burocratismo y oscuridad que regía y rige en las relaciones del poder con la ciudadanía en ese inmenso país.
Pero la tierra de clásicos como Chejov, Tchaikovski y Kandinski es, de entrada, un territorio con once husos horarios, es decir, que recorre casi media circunferencia de la tierra. Y se extiende desde nuestra Europa hasta la más remota Asia. Se puede pasar a Norteamérica andando en invierno sobre el helado estrecho de Bering. Tiene tantos o más problemas que nosotros con el islamismo radical, que florece siniestro en las zonas caucásicas del sur de la federación, por no hablar de los musulmanes nacionalizados rusos de las exrepúblicas kazajas, uzbekas y tayikas, entre otras. Todos sabemos, además, del complicado problema con Ucrania, cuya península de Crimea fue devuelta a ese país por Kruchev, un ucraniano que sin duda pensaba que la URSS sería eterna y no importaba quién poseyera aquella zona, clave para la flota rusa del Mar Negro. Es conocido también nuestro compromiso con la OTAN en la protección de los Estados bálticos frente a una muy hipotética amenaza de su poderoso vecino.
Pero de ahí a llamar al país “nuestro viejo enemigo” va un mundo. Porque ni enemigo y menos viejo. Rusia envió armas, comisarios, aviadores y tanquistas a la guerra de España, como el gobierno franquista mandó luego hasta 45.000 hombres de 1941 a 1942 en la División Española de Voluntarios, más conocida por División Azul. Y debería recordar el imprudente estadista Borrell que incluso los divisionarios hacían juramento de lealtad a Hitler en cuanto a su lucha contra el bolchevismo soviético. ¿Qué vieja enemistad entonces, salvo la que en su día tuvieron entre sí dos dictadores ya superados, por más que desde uno u otro bando quiera justificarse a cualquiera de los dos? El diplomático progre, ¿quiere revivir franquistamente aquella enervante, costosísima y al cabo inútil guerra fría?
© Diario de Sevilla
Comentarios