Pues Chávez la reventó, ¿no? “Que te calles”, espetó el Rey al Gorila Rojo en la clausura de la XVII Cumbre Iberoamericana, mientras ZP trataba de explicar por qué, aunque está de acuerdo con Chávez, eso de criticar a España y a Aznar no le parecen formas. Después, el sandinista Ortega volvió a la carga contra España y el Rey terminó abandonando la Cumbre. Lo nunca visto. Pero de todo eso ya ha tenido usted noticia. Ahora vayamos a lo mollar: ¿Tienen sentido estas “cumbres”, que más parecen simas? ¿Tiene sentido seguir hablando de una “comunidad iberoamericana de naciones” que, en realidad, no existe en ninguna parte? Y los que estamos dispuestos a contestar que sí, ¿sabemos por qué?
La diplomacia callada
José Javier Esparza
Una auténtica comunidad política, para ser algo más que retórica, debe tener consecuencias prácticas, reales y concretas en el orden del poder mundial. Si no, no puede hablarse de comunidad en términos políticos. Hoy la comunidad iberoamericana es una realidad en el ámbito diplomático, porque hay reuniones con periodicidad fija y porque hay mecanismos estables de cooperación –sobre todo en materia asistencial-, pero no es una comunidad política. No lo es porque lo iberoamericano no existe como un poder definido y visible en el concierto mundial del poder.
Lo iberoamericano
Para que lo iberoamericano exista como un espacio singular en el ámbito internacional, debería poder ser identificado por sus rasgos específicos. ¿Cuáles son esos rasgos? ¿Qué es lo que define al espacio iberoamericano? En realidad, los rasgos sobre los que se construye lo iberoamericano, a ambos lados del atlántico, son sólo dos: una lengua común, que es la española, y una cultura compartida, que es la católica. Podría ser más que suficiente para constituir una línea política, un vector de poder, es decir, una manera concreta de organizarse políticamente. El idioma español, hablado por 400 millones de personas como primera lengua y como segunda por bastantes millones más, podría ejercer una influencia decisiva en un mundo donde las tecnologías de la comunicación y la información han adquirido un valor preponderante. En cuanto a la cultura de matriz católica, es evidente que puede inspirar una manera muy concreta de organizar las sociedades tanto en lo económico como en lo moral.
Ahora bien, tales rasgos específicos poseen un valor muy débil en el mundo contemporáneo. La cultura de matriz católica, porque ha sido sustituida universalmente por la de matriz protestante y, a través de ésta, por el materialismo del mercado total. Y la lengua española porque, no nos engañemos, el que mucha gente hable un idioma no significa estrictamente nada en términos de poder si ese idioma no es también el de los grandes negocios, las tecnologías punta, la investigación científica, las fuentes de energía o las armas más perfeccionadas, y el español, en todos estos terrenos, dista de aspirar a liderazgo alguno. En esas condiciones, los rasgos centrales de lo iberoamericano carecen de valor político: no pueden configurar un polo de poder.
La comunidad iberoamericana y sus enemigos
Hay otro asunto de la mayor importancia, y es la muy distinta perspectiva con que se percibe este tipo de cumbres a cada lado del Atlántico. En España la perspectiva es post-nacional, en América sigue siendo nacional. En España, como en el resto de Europa, hablamos en términos post-nacionales porque hemos entregado ya buena parte de nuestra soberanía –la moneda, lo esencial de la Defensa, etc.- a instituciones supranacionales, ya se trate de la Unión Europea o de la OTAN. Pero en América se sigue hablando en términos nacionales –y en ciertos casos, violentamente.
En efecto, la mayoría de las naciones iberoamericanas vive inmersa en un mundo que pivota en torno a los Estados-nación, mundo que no ahorra violentos conflictos fronterizos como los que han vivido Perú y Ecuador o rifirrafes como el de Argenina y Uruguay a propósito de las papeleras. Los proyectos multinacionales que han surgido en América, como Mercosur, apenas si avanzan a trancas y barrancas porque ninguno de sus miembros está dispuesto a renunciar al poder económico nacional en beneficio de regulaciones transnacionales. Y a eso se suman nuevos proyectos de carácter revolucionario, como el de Hugo Chávez y su “bolivarismo”, que vienen a ser una especie de nacionalismo multinacional americano, porque su ambición es extenderse por todo el continente sur.
Merece la pena detenerse en Hugo Chávez, dado que este señor ha tenido la deferencia de dinamitar la Cumbre con sus acusaciones a España. Chávez, típico ejemplo de personaje en busca de autor, ha pasado de un nacionalismo autoritario difuso a un neoleninismo no mucho mejor definido. En este tránsito, la invocación de Simón Bolívar –un sujeto cuya verdadera historia habrá que contar algún día- ha servido de coartada mítica para dorar un proyecto de poder eminentemente personal que aspira a convertirse en algo más. A fecha de hoy, el proyecto bolivariano puede resumirse así: que las naciones iberoamericanas –o latinoamericanas, como dicen ellos- se apoyen en sus recursos naturales para conformar un polo de poder autosuficiente, definido por la oposición a los Estados Unidos en lo exterior y por un cierto tipo de socialismo en lo interior. Este horizonte seduce hoy a mucha gente –y no sólo de izquierda- en la América hispana. Y sería completamente legítimo si no fuera porque, evidentemente, son muchos los países americanos que no lo comparten.
El hecho es que, en la perspectiva de Chávez, la mera idea de lo iberoamericano, es decir, de cualquier lazo político entre América y España, es un obstáculo de primera magnitud. España es un obstáculo porque es un país aliado de los Estados Unidos, inmerso en la Unión Europea y adscrito al núcleo motor de la globalización. Y lo iberoamericano incomoda a Chávez porque supone desplazar la atención de los países de “nuestra América”, desviar su horizonte desde lo continental hacia lo oceánico, abrirles una perspectiva –la de la Hispanidad- que es incompatible con ese neonacionalismo que el venezolano predica. Por eso Chávez se ha convertido, entre otras cosas, en portavoz del nuevo indigenismo. Chávez aspira a romper la comunidad iberoamericana como Bolívar rompió la monarquía hispánica.
¿Y vale la pena?
En estas condiciones, la pregunta para nosotros, españoles, es si tiene algún sentido mantener la rutinaria pantomima de una comunidad iberoamericana de naciones que carece de potencia para imponerse en el escenario mundial, que carece de ideas-fuerza capaces de identificarla como poder político y que carece también de voluntad común entre sus miembros.
Nuestra respuesta es que sí, vale la pena. Ante todo, por razones de identidad: el lugar de España en la Historia Universal está inevitablemente ligado a la América hispana; lo que nos define como nación histórica es la empresa americana, y lo que nos define como sujeto cultural singular es esa lengua que se habla a ambos lados del océano. Si queremos que España sobreviva como agente histórico con una identidad específica, si no queremos disolvernos en el mundo sin forma de la globalización y del mercado planetario, entonces es preciso que nuestra política se dirija hacia aquellos horizontes que nos son enteramente propios. El americano lo es.
Pero la política reposa sobre el poder, y no puede ser de otro modo. Si esa comunidad iberoamericana no se traduce en política real, esto es, en política de poder –en la organización de los recursos energéticos, en la configuración de un polo cultural hispano, en el lanzamiento de plataformas científicas y tecnológicas propias, en compromisos efectivos en materia de defensa-, entonces no habrá más que un parloteo retórico sin trascendencia alguna.
¿Y sobre qué base edificar ese proyecto de poder? Sobre lo único que nos hace singulares y que nos hermana: la lengua española y la tradición cultural católica. ¿Estamos dispuestos a renunciar a nuestra ultramodernidad globalizada –y ellos, en América, a su política de nacionalismo retardatario- para meternos en esos berenjenales? Probablemente, no. También aquí habrá que mover montañas.