Javier Milei, el libertario

Argentina ha renunciado a su idea de soberanía hace mucho tiempo, y una patria sin soberanía, es como una casa edificada sobre arena.

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La Argentina define en estas horas su futuro político; en rigor de verdad, no lo define tanto, pues cuando en un juego de naipes, las cartas están marcadas, el despliegue es simulacro y el resultado del juego, el previsto. Ya lo hemos dicho en alguna otra columna: la Argentina ha renunciado a su idea de soberanía hace mucho tiempo, y una patria sin soberanía, es como una casa edificada sobre arena. Lo cierto es que, en este reggaetón democrático, una figura parece eclipsar la escena electoral: Javier, el libertario.

Este nuevo liberalismo speed, como lo he denominado alguna vez en estas mismas páginas, ha encarnado en nuestros días, dos elementos interesantes, a saber: por un lado, el grito de hartazgo frente a la clase política parasitaria, esa runfla que no puede explicar, entre tantísimas cosas, cómo una mujer sin más méritos que su figura y sus bellos ojos, salta en dos años, de columnista en un programa de política cambalache a Senadora de la Nación, o cómo un “militante de la causa nacional y popular”, monta un yate con una escort y arroja dólares a las aguas de Marbella, mientras la mitad de nuestros pibes no comen, o comen mal. El otro elemento interesante, es la mueca irónica ante ciertos principios de la progresía estatal que inundan la vida pública. Es que, en verdad, el solo hecho de ver babear a los progres, justificaría ya la irrupción del muchacho de la peluca profusa en este teatro deprimente; pero sucede que su dramaturgia aspira a más, y allí se nos exige ponernos serios.

En verdad, no nos fiamos del todo sobre la sentencia que Guillermo Moreno, tipo siempre interesante de escuchar, expresa sobre el personaje en cuestión: “es un revolucionario”, dice Guillermo, y apoya su juicio en que este “anarco-capitalista”, viene a decirles a los argentinos que la justicia social, principio humanista y cristiano que constituye una de las banderas de la doctrina justicialista, no sólo es inviable, sino que además es una aberración. La estrategia de poner en jaque la justicia social, no la inventó Javier, el libertario. Desde siempre, la no patria de adentro, funcional a los adoradores externos del dios Mammón, ha querido demonizar la justicia social. Ya en 1955, por ejemplo, Arturo Rial, por entonces Subsecretario de Marina y de activa participación en la autodenominada “Revolución Libertadora”, había afirmado: “Sepan que esta gloriosa revolución se hizo para que el hijo del barrendero muera barrendero”.

A nuestro juicio, dos son los puntos preocupantes que instaura este nuevo rostro del liberalismo, con sus matices propios:

  1. La suposición de una economía sin persona. ¿Qué significa esto? Que el sistema, el marco teórico, se impone por sobre el hombre concreto y doliente, sobre ese ser que además lleva en sí una impronta espiritual, un ethos cultural. En tal sentido, que el sistema capitalista funcione en Suecia o el liberalismo adquiera rostro próspero en Australia, no significa que por propiedad transitiva sea aplicable sin más a nuestra Argentina.
  2. La pulverización de la noción de comunidad. A fuerza de instaurar el logro individual, esa especie de darwinismo del éxito con supervivencia del más apto, se atenta contra la necesaria realidad de una comunidad. Los hombres no sólo nos relacionamos conforme a fines cuya naturaleza es el negocio: también somos con-los-otros en una común-unión de valores. Allí ancla su razón aquel principio tan caro a nuestra doctrina: no hay hombre que se realice en una comunidad que no se realiza.

Sin embargo, existe otro punto que convoca a la reflexión. Cuando Javier, el libertario, tiene que apelar al núcleo y a la síntesis de su doctrina (si es que cabe tal término), evoca siempre las palabras de aquel que denomina “el máximo prócer de las ideas de la libertad”, Alberto Benegas Lynch (h), y recita de memoria su Ángelus: “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, la libertad y la propiedad privada”. Ahora bien, en el curso de los últimos días, “coacheado” (palabra fea si las hay) por los asesores de turno, el muchacho en cuestión ha morigerado algunos elementos de su discurso. El problema es que de los tres “respetos irrestrictos” puso en venta uno de ellos y esa actitud evidencia toda una epifanía de su cosmovisión. Cuando le preguntaron sobre el tema del aborto, que el actual gobierno simiesco transformó en legal la penúltima noche de 2020, de madrugada y con el pueblo encerrado; cuando tuvo que enfrentarse a ese tema al que Javier, el libertario siempre pareció oponerse, su respuesta fue la siguiente: “llamaremos a un plebiscito”. Entonces nos preguntamos: ¿estará dispuesto también a plebiscitar la libertad y la propiedad privada como plebiscita el derecho a la vida? Toda visión economicista de la vida, en el fondo, es por definición cultora del individualismo y del materialismo.

Javier, el libertario se ha comparado con el Zorro: “era un anarco capitalista, como yo”, aseveró en una entrevista reciente. A simple vista, notamos algunas diferencias entre ambos personajes que creemos oportuno destacar, casi como en acto de justicia:

El Zorro era un personaje épico, Javier es un personaje político o, mejor aún, un personaje del eclipse de la política. El Zorro amaba a los caballos, Javier ama a los perros. Don Diego de la Vega era amigo de los curas, Javier es amigo de los rabinos. Y así podemos seguir: el valiente jinete de Tornado tenía un cómplice mudo (Bernardo), el excéntrico “papá de Conan” va secundado por un secuaz verborrágico a más no poder (Marrita).

Como si todo esto fuera poco, en el Capítulo III de la renombrada serie, titulado “Cabalgando a la Misión”, el Zorro libera a una comunidad de indios de la crueldad del Capitán Monasterio: un verdadero acto de justicia social.

En fin, cuando uno ausculta el drama argentino, cuando uno observa en manos de quien está la Argentina y en manos de quien puede estar, cualquiera que sea el resultado de la próxima farsa electoral, uno comprende y asume aquello de don Leopoldo Marechal: La Patria es un dolor que nuestros ojos no aprenden a llorar.

 

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