Sobre el liberalismo speed y la izquierda edulcorada

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Decía Gabriel Marcel, que la moda es prima hermana de la muerte. Siempre las vanguardias, más allá de la fuerza imperativa con la que irrumpen en la escena del arte o de la política, llevan incoada la semilla de su propia defunción. Los nombres y las obras que perduran en el tiempo perviven por el germen de verdad o de belleza que portan y no por el mero hecho de haber sido vanguardias. Cuando uno intercambia ideas con el progre medio, en este escenario de corrección política y susceptibilidades a flor de piel, los únicos contraargumentos que se escuchan son los siguientes: “tú atrasas”,  “las cosas cambian”, “vuelve al Medioevo”, etc. Creemos que debe de ser realmente triste militar ideas del hoy sabiendo que no poseen más densidad ontológica que su novedad y que el mero paso del tiempo las pulveriza. ¿A qué empeñar tanta energía militando hoy aquello que mañana no vale? Claro, es que allí está el corazón de la cuestión: las verdades tienen que ver con la encarnación de los valores y no con el relativismo de los tiempos; la mujer hoy sale de su casa sin llevar enaguas, pero cuando se cruza con un vecino sigue saludando con el “buen día” de siempre. Esa es la diferencia entre un bien de uso sujeto al tiempo y un valor. 

La actual escena política (y metapolítica, como gusta decir entre nosotros el gaucho Alberto Buela), parece debatirse entre dos posiciones: el liberalismo speed, cuyos nuevos rostros toman el nombre de “libertarios” y la izquierda edulcorada, refrito de algunas antiguas ideas y los nuevos cantos de sirena del progresismo moral. Analicemos brevemente ambas posturas:

Speed es una bebida energética muy difundida entre los jóvenes. La combinación de elementos químicos como la cafeína y la taurina, dotan al bebedor (según reza el aviso comercial), de concentración y rendimiento. El nuevo rostro del liberalismo parece asumir los efector “benéficos” de esta bebida. Sus partidarios exponen en todos los debates públicos la musculatura de sus ideas: el culto a la libertad individual, las bondades del capitalismo, el desprecio por la plebe y la autorrealización como meta suprema. En nuestro país (nos referimos a la Argentina), han acuñado dos características que, nobleza obliga, creemos importante resaltar. Por un lado la virtuosa desfachatez de abofetear a la clase política que infecta el Congreso, la Casa de Gobierno y los más variados recintos gubernamentales. Por otro lado, alguno de sus renombrados representantes, han defendido los valores de la familia, de la vida y de una educación sin miopías ideológicas. Es más, frente a la coyuntura del aborto, esos mismos representantes han alzado la voz frente al silencio pusilánime de muchos  “pastores” cobardes.

El problema de este nuevo rostro del liberalismo, podríamos resumirlo en tres ítems fundamentales, a saber:

  1. El culto al individualismo, consecuencia lógica del modelo de hombre que abraza la doctrina liberal. Esa veneración del individuo por sobre el bien común redunda en una ruptura de la noción de comunidad que es el ámbito de valores donde la persona humana halla cobijo y simiente para el despliegue de sus potencias. Bien lo expuso Juan Perón en su texto de clausura del Congreso de Filosofía realizado en Mendoza, (Argentina) en 1949, cuando afirmó: “Nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”. Es realmente extraño, que el liberalismo defienda, a la par, la inviolable libertad individual de la alcoba y los valores morales de la vida común. ¿Desde cuándo el liberalismo es el garante de la ortodoxia moral de los pueblos? Cuando la virtud no se cultiva en soledad, tampoco puede ser argamasa de la vida comunitaria, nunca ese homo dúplex del liberalismo conquistó el paraíso terrenal que prometió.
  2. El capitalismo como benefactor de la humanidad, consecuencia de su culto al dinero como bien superior de la vida humana. El liberalismo en su versión speed–libertaria analiza la realidad desde una reductio a la economía y en eso, son solidarios a la doctrina que dicen oponerse: el materialismo marxista. La persona, elemento sustancial de la comunidad, es mucho más que aquello que compra o come, es una jerarquía de valores en la complejidad de su vida espiritual, es libertad, y por ello también es drama y anhelo de sentido. En su culto al capital, el liberalismo impone un principio falso: el capitalismo asegura una vida en equilibrio, y del mismo modo que se expende y triunfa en la sociedad norteamericana o nórdica, por propiedad transitiva, también debe triunfar en la Argentina, en México o en España. Claro, el liberalismo jamás va a comprender el elemento religioso que lleva en su ADN, es decir, el ser fruto de la Reforma que en los albores de la Modernidad, fracturó la unidad espiritual de Europa. El capital parece ser la última forma de la subjetividad moderna. Nuestro ethos cultural hispanoamericano es refractario a ese espíritu, pues existe algo que se llama idiosincrasia, o mejor aún, perfil espiritual de los pueblos, que hunde sus raíces en los tres elementos que dan por resultado aquello que los romanos llamaban genius loci: clima, suelo y paisaje. Jamás las ideologías de importación han contribuido al crecimiento de un pueblo, sencillamente porque nadie crece desde lo que no es.[1]
  3. La vacua idea de libertad, carente de visión metafísica. El libertario enérgico de estos tiempos, enarbola su grito sagrado que reza “¡Viva la libertad!”. ¿Y a qué se reduce esa libertad? A que cada individuo no sea jaqueado en sus ideas y menos aun en su bolsillo. Claro, pero la libertad es más profunda, es un don que pertenece al reino del espíritu y se ordena al bien. “Bueno –dirá el libertario–, eso es platonismo y aquí se trata del Evangelio según Milton Friedman. La autorregulación del hombre por su razón, es tan utópica como el paraíso marxista de una sociedad sin clases. No siempre detrás de la riqueza de un individuo o de un estado mora un pasado limpio. Quien ha entrevisto, con ironía y lucidez, la tripa oculta de esta doctrina ha sido el cura Castellani, quien al referirse al liberalismo de antaño, que al igual que el de hoy, consistió en una especie de ímpetu juvenil frente a un cúmulo de cosas que debían morir, enarbolaron también el grito de “¡Viva la libertad!”.Lo que ignoraban –decía Castellani–, “era que detrás de esa dorada y sonrosada Libertad del Liberalismo había primero un error, después una ficción y después una herejía; el error de la libertad de comercio, la ficción de la soberanía del pueblo y la herejía de la Religión de la Libertad – opuesta aunque derivada de la religión de Cristo”.[2]

Hasta aquí, el nuevo rostro del liberalismo, el libertario speed. Frente a éste, se levanta otra especie, fenomenológicamente más difícil de abordar aunque mucho más básica en su despliegue militante: la izquierda edulcorada. Cuando la izquierda no estuvo animada de una sincera preocupación social, su motor íntimo fue el resentimiento. El resentimiento es un fenómeno psíquico que toma su fuerza de la impotencia sobre el valor que no puede imitar y de la rebeldía ante lo real que no puede cambiar; por eso, el resentimiento es una “autointoxicación psíquica”, como alguna vez lo definió brillantemente Max Scheler.[3] Con el lento avance del capitalismo en el mundo, la izquierda fue perdiendo su sujeto histórico, el proletario como actor de la revolución y en ese eclipse también quedó oscurecida su fuerza vital, su “mística”. La “revolución” debía hacerse entonces por otros medios y la izquierda optó entonces por la cultura. Claro, aquello que en un momento se inició como contracultura, devino progresivamente, bufón de corte del más craso oligopolio financiero internacional. La izquierda actual, edulcorada, como la hemos denominado, ni siquiera se sonroja al hablar de su vocación antiimperialista y a la par, militarle todas las causas a los dueños del mundo. ¿Y por qué sucede eso? Porque el resentimiento ciega. Qué distinta esta izquierda que milita muerte prenatal a aquel poeta eximio, quizás el mejor de todos los de su generación, Miguel Hernández, cuando en la peripecia de la cárcel y la muerte se aferraba la vida que crecía en un vientre: “menos tu vientre, todo es oscuro, menos tu vientre, claro y profundo”.  Quien lo observó con mirada aguda y escritura bífida fue Francisco Umbral, el mejor columnista español de las últimas décadas del siglo XX y más acá, pues aun hoy, Paco sigue floreciendo en los que imitan su estilo. En un artículo memorable y polémico, tomando como telón de fondo los ecos de la caída de la URSS, Umbral, desde las páginas de El Mundo escribía:

“Aquí en el Occidente estamos muy orgullosos de nuestras democráticas corrupciones, vivimos a diario la mariconada de una liberté que no llega a libertad y nos parece que hemos hecho la revolución porque los homosexuales se besan ya en la Gran Vía y la Quinta Avenida de Nueva York, pero a mí me resulta más urgente desamueblar  la Gran Vía y la Quinta Avenida de mendigos, tercermundistas, ciegos, parados del muñón y del cartel y hacer con ellos algo realmente social y justo”.[4] 

La sinceridad brutal de un socialista sentimental. De aquellos socialistas que llenaban de poesía las tertulias de los cafés, no  ha quedado nada, solo un elenco de  títeres progres al servicio de la atomización de los pueblos.

Nosotros creemos que la vieja dialéctica entre izquierdas y derechas está ya perimida y que del laberinto se sale por arriba. Hoy es identidad vs globalismo, es la dignidad del pan bien conseguido y la mesa austera pero feliz. Y creemos en ello, porque predicamos la dignidad de la persona, ni del sujeto sin rostro ni del individuo cultor de su propio ego,  creemos porque nos afianzamos en una tradición que no venera cenizas –como decía Chesterton–, sino que vive desvelada por mantener el fuego encendido.

[1] Ver: Juan Pablo II. Centesimus annus (1991)

[2] Leonardo Castellani. Esencia del Liberalismo. Ed. Nuevo orden, B uenos Aires, 1964: p. 7.

[3] Ver: Max Scheler: El resentimiento en la moral. Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1938.

[4] Francisco Umbral. “Los placeres y los días”. El Mundo: 14/01/1992.

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