Hace unos días, he recibido por correo un libro de Julio Camba. Quienes me conocen, saben acerca de mi recóndita pasión por el articulismo y el columnismo español. Desde Larra hasta Umbral, pasando por González Ruano, Manuel Alcántara y el mismo Camba entre otros, un tipo de periodismo ha logrado elevarse hasta el Olimpo de los géneros literarios. Gerardo Diego, con irrepetible talento poético dijo alguna vez que un columnista es “un salvador de instantes, un cantor de lo cotidiano”, y es exacto.
El libro de Camba, llegó envuelto en un paquete compacto, forrado con cartón grueso y varias vueltas de cinta adhesiva. Su peso era extremadamente liviano y por ello despertó en mi alguna sospecha sobre el contenido o sobre el posible envío erróneo del paquete. Sin ejercicio de paciencia, corté la cinta, desgarré el cartón y allí estaba. Era un volumen considerable, un libro de tapas azules —como aquel en el que Adán Buenosayres nos cuenta su itinerario místico— y de páginas amarronadas. La reacción fue instantánea y es casi un lugar común entre quienes amamos los libros: abrirlo y aspirar su aroma. Al contemplar mi propio gesto, recordé a Julián Humphreys, gran amigo, buen filósofo, que parece haber desarrollado una intuición olfativa de las obras filosóficas, haciendo carne aquel apotegma que dice: “A los libros primero se los huele, luego se los lee”.
Del mismo modo que las muchachas en flor, no existe un libro que huela igual a otro libro, pues hasta en ello conserva cada uno su propia individualidad. No obstante, algunos estudios científicos han revelado el misterio que guarda el aroma de los libros. Las hojas se componen preferentemente de celulosa, tolueno y lignina, un polímero orgánico complejo y aromático, que proporciona rigidez, y es el responsable del color ocre, amarillento, que adquieren las páginas con el paso del tiempo. Aparentemente, cuando la lignina y la celulosa se descomponen, producen un compuesto orgánico entre los que resalta el benzaldehído, que es el causante de ese aroma avainillado que guardan los viejos libros. Más allá de la explicación científica, lo cierto es que ante un libro, goza el hombre todo, con sus cinco sentidos: el ojo que se demora en las letras, el olfato que aspira su honda historia, el tacto que acaricia la textura de las hojas, el oído, cuando golpeteamos con nuestros nudillos una encuadernación de tapa dura y hasta el gusto, cuando lo saboreamos con la lengua del alma.
Culminado mi examen olfativo, caí en la cuenta de que, abierto el libro, se podía leer en la página izquierda el siguiente título: Sobre terapéutica literaria. Julio Camba, inicia su artículo con una sentencia lapidaria:
“Renunciemos, de una vez para siempre, a este horrible título de intelectuales. Intelectual quiere decir hombre que trabaja con la inteligencia. […] Los verdaderos escritores, los escritores de raza, trabajan con el hígado, con el estómago, con el riñón o con cualquier otro órgano antes que con la inteligencia”.[1]
La idea no es nueva, ya Unamuno la había acuñado como sello singularísimo de su visión filosófica. Es más, distinguía claramente entre una verdad lógica y una cardíaca, en la que resuena el eco de aquella logique du cœur de la que hablaba Pascal. Lo he afirmado en un artículo perdido por ahí: nos debemos una historia de la filosofía desde los filósofos del corazón, una historia desde Agustín de Hipona al Cardenal Newman, por ejemplo.
Lo interesante de la columna de Camba, producto de su fina ironía y de esa prosa concentrada que pocas veces se aparta de la idea medular que desea transmitir, es que aquella sentencia contra los intelectuales no toma el rumbo visceral de la pluma unamuniana, sino el empedrado húmedo del flâneur desprejuiciado que retorna a su pieza de hotel luego de algunas partidas de billar. Camba se aparta de los intelectuales, sobre todo, pero ironiza con el resto:
“Habrá escritores incurables, no cabe duda; pero la inmensa mayoría son como esos mendigos que agrandan a voluntad sus pequeñas deformidades físicas para conmover a las gentes y vivir de la estética. La medicina puede regenerarlos”. [2]
Julio Camba, que escribía para vivir, pasó los últimos trece años de su vida en su claustro profano en el Hotel Palace de Madrid. Cuentan que el gran columnista se sentaba ante su vieja máquina de escribir con una visera verde y que pasaba largas horas recostado, atendiendo el teléfono y leyendo novelas policiales, casi como mirando de soslayo a toda la literatura. La pregunta se impone por propio peso entonces: ¿con qué órgano hacía literatura Julio Camba? Algunos dicen con el estómago (la comida era una de sus pasiones), yo creo que Camba hacía literatura con los ojos, o mejor aún, desde los ojos, con el flash intuitivo de una mirada que puede captar anticipadamente una carambola de billar o desnudar una realidad.
Para hacer literatura como Camba, se necesita talento y una intuición que, por fugaz, no está reñida con el trabajo. Yo creo, con Unamuno, que se hace literatura hasta con el tuétano de los huesos; y a veces pienso, con Larra, que escribir es llorar, “es buscar una voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta”. Cada uno hace literatura desde donde puede, aunque no cualquiera hace literatura. Al menos, para nuestro consuelo, los antiguos libros siguen oliendo a vainilla añeja y detrás de cada página se nos abre un mundo. Quizás leemos para estar menos solos, quizás para que la muerte no tenga la última palabra.
[1] J. Camba. Sobre casi todo. Ed. Espasa Calpe. Buenos Aires, 1946: p. 164.
[2] Ibídem: pp. 165-166
Comentarios