Todos los años se celebra en Zimbabue un concurso para premiar al hombre más feo del país. Es una verdadera institución. Mister Ugly. Pero como Zimbabue es un país que va a la zaga en todas las clasificaciones internacionales, también la fealdad va por detrás, por mucho que sea el ardor militante de sus ciudadanos. Deberían darse una vuelta por Estados Unidos, donde verían que la fealdad ha progresado espectacularmente, sobre todo desde que el wokismo se ha convertido en la religión del Estado. Ya saben, los woke, esos locos que quieren borrarlo todo, anularlo todo, abolirlo todo, y en primer lugar la raza blanca. Hace tiempo que están en Francia y en la mayoría de los países europeos. Digamos que el woke es el matrimonio de don Feo y de doña Fea; pero como los woke son muy quisquillosos con su no binarismo, más vale que recurramos a la escritura inclusiva y digamos que constituyen el matrimonio de “doñes Fees”.
Nunca he visto gente tan ostensible y políticamente fea. Porque, para ellos, la fealdad es un proyecto político. La exhiben como una especie de bandera negra; pero para ellos una bandera es un trapo que se pisa. No es necesario exponer su programa: lo llevan en la cara como una provocación a la madre naturaleza.
Verde llamativo, rosa fluorescente, naranja mecánico
Los fisonomistas y los aficionados a las curiosidades encontrarán decenas de fotos policiales de manifestantes woke y antifa que, durante decenas de noches de disturbios, han sido detenidos por la policía de Portland o Seattle… para ser rápidamente liberados por los jueces. Es imposible decir cuál es más espantoso, sucio y malo. Son peores incluso que las imágenes de las bandas de los más patibularios violadores paki de Gran Bretaña. Ya ven, no hay modo de que uno no caiga en la despreciable acusación de discriminación racial. Todos ellos tienen aterradoras cabezas de calabazas de Halloween, agresivas como dientes de sierra listos para cortarte la cabeza.
Se les puede reconocer desde lejos: se tiñen la pelambrera de verde chillón, rosa fluorescente, naranja mecánico. Uno no sabe si clasificarlos en algún lugar entre el cíclope gelatinoso, el sapo punk y depresivo o la seta no comestible. Cuando hacen la transición —así lo dicen— de hombre a mujer, de niño a niña, se recortan la barba y se depilan las piernas. Y cuando hacen la transición en sentido contrario, de mujer a hombre, de niña a niño, se afeitan un lado de la cabeza y se tiñen el otro con mala tinta morada. Se parecen al Joker, la película —fabulosa, por cierto— en la que Joaquin Phoenix realiza una interpretación tan inquietante como excepcional, casi coreografiada, mientras vuela y sobrevuela bajo las muecas de su máscara de Joker.
La ciencia de los monstruos
El wokismo ha transformado a Estados Unidos en una tóxica Corte de los Milagros, como en los espectáculos de monstruos que, en el siglo XIX, hicieron la fortuna del gran Barnum, cuyo nombre completo era Phineas Taylor Barnum (1810-1891; que en paz descanse), el mayor empresario estadounidense del mundo del espectáculo. Y como América es el mundo, el mundo actual se parece a un concurso de animales de feria. La fealdad aspira a convertirse en la norma; por todas partes impera la teratología: ayer ciencia de los monstruos, hoy de los trans. Al igual que en Blancanieves, la madrastra ha tomado el poder, pero ya no le pregunta a su espejo mágico si es la más bella; no, lo que le pregunta es: “Espejito, mi querido espejito, dime: ¿quién es la más fea?” De todos modos, Blancanieves pronto la prohibirán, por ser demasiado blanca y caricaturescamente binaria, no lo suficientemente interseccional, sin olvidar que el príncipe azul no le pide permiso para besarla. Peor aún: tanto el príncipe como Blancanieves son escandalosamente guapos.
Pero entonces, se preguntarán ustedes, ¿por qué tanto odio contra los cánones de belleza? Por la sencilla razón de que, como decía, la fealdad es un proyecto político. Los woke quieren dinamitar el último dique de la desigualdad: la belleza. Así, asistimos a la deconstrucción de la belleza, a su deslegitimación y profanación. Perciben la belleza como una agresión y una ofensa. Lo que el nuevo hombre debe estimar ahora es el envilecimiento de su tipo hasta alcanzar la completa degradación.
Siempre he pensado que la verdadera lucha de clases no es la que se libra entre ricos y pobres, sino la milenaria lucha que libran los poéticos, los refinados, los caballerosos, contra la clase dominante de los groseros y vulgares; la lucha de los caballeros —León Bloy los llamaba Belluaires—[1] contra los porqueros; la lucha entre quienes sostienen las columnas del templo y quienes las profanan y destruyen. Y en esta lucha milenaria siempre han ganado los gladiadores, los caballerosos. Entonces, tal vez el día de mañana nos acabe vengando.
[1] Nombre dado a los gladiadores romanos. (N. del T.)
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un artículo del N.º 3 de EL MANIFIESTO.
Revista de pensamiento crítico.
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