Una lengua es un tipo de competencia cognitiva registrado en la percepción que carece de vida propia al margen de las interacciones, de su uso en la comunicación. Toma forma a lo largo de generaciones mediante acuerdos que manan de los intercambios, y evoluciona en razón de los efectos acumulativos de incontables usos. Cuando llamamos muerte a la desaparición utilizamos una metonimia, pues no muere la lengua, que carece de vida propia, sino su último hablante.
Las lenguas desaparecen tras un proceso de asimilación en el que sus locutores aprenden otra y dejan de usar y transmitir la propia. Se ensancha la nueva, se contrae la antigua porque deja de prestar servicio. Un cambio que puede durar varias generaciones o solo unas pocas, según circunstancias. En ese proceso, fascinados por las estructuras, cuantas más situaciones de comunicación se dan con la más útil, más gente se suma; y cuanta más gente se suma, más oportunidades de comunicación.
Durante el periodo de transición, los hablantes utilizan dos lenguas según los ambientes, y ambas con igual destreza, que es lo que hacen cientos de millones de hablantes, asociar la lengua heredada en familia con otra que resulta más útil en el desarrollo cultural. El vasco está asociado con el español, el occitano con el francés, el galés con el inglés, el véneto con el italiano... Tales conexiones no se producen al azar, siguen un patrón jerarquizado que responde al potencial comunicativo. La gente no aumenta su patrimonio lingüístico de manera caprichosa, lo hace para optimizar la comunicación.
Como todas las lenguas no tienen la misma capacidad comunicativa, tendremos que considerar el número de hablantes y la proporción de monolingües, ambilingües y plurilingües dentro del grupo de lengua materna.
Las lenguas con amplio número de hablantes monolingües son las más demandadas como complemento, tipo inglés, español o francés, que son las mejor instaladas para perpetuarse.
Las que demandan otras para crear hablantes ambilingües están abocadas a la desaparición, tipo alsaciano, véneto o asturiano. Con el ambilingüismo una lengua que no facilita suficientemente la comunicación se asocia con otra de mayor potencial, generalmente una internacional ampliamente utilizada. A la cabeza el inglés, pero también son lenguas de apoyo el español, el francés, el ruso, el italiano, el chino… Esa doble destreza facilita la comunicación. Miles de lenguas se apoyan en el inglés, y eso conecta a los hablantes. Por eso un sueco puede hablar perfectamente con un galés, o con un ciudadano de Singapur o de Bombay.
Las que viven en boca de locutores políglotas, tipo tamazight (junto al árabe marroquí y al francés) o aranés (junto a catalán y castellano) son las menos sólidas en sus posibilidades de permanencia.
Visto así, se entiende mejor que los padres quieran que sus hijos aprendan una lengua con igual o mayor potencial comunicativo que la propia. Si alguien habla tamazight y árabe o véneto e italiano podemos adivinar cuál es su lengua materna y cuál es su lengua sociocultural, y cuál prefieren los padres enseñar a sus hijos en los casos en que no queda claro que la tradición familiar exija que se hable la primera.
Llanto por la muerte de las lenguas
Al lamentar la pérdida de una lengua deberíamos añadir las motivaciones, y ponderar los beneficios que el cambio supone, aunque no dejemos de deplorar la muerte. Bien podríamos tener en cuenta los principios siguientes:
1. Los obituarios sobre la desaparición de las lenguas suelen llorar la muerte de los últimos hablantes, pero rara vez se ocupan de las razones, del poder y la eficacia de la lengua que desde varias generaciones atrás sirve a los hablantes que debían heredar la desaparecida. ¿O se iban a entender mejor con la lengua minorizada?
2. La desaparición es tan natural como el surgimiento. La evolución favorece a las lenguas fuertes y margina a las débiles, una tendencia que no podemos evitar para no contrariar la lógica evolución hacia el entendimiento, y la fragilidad que supondría la supervivencia.
3. El derecho a protección de los hablantes debe inspirar el comportamiento social, pero es imprescindible poner límites. Si aceptamos el criterio de la prestigiosa página web Etnologue en España habría quince lenguas. ¿Cómo proteger al extremeño o al aragonés y sus dialectos? ¿Y cómo organizar en Francia la enseñanza de alsaciano, vasco, bretón, catalán, corso, ligur, occitano y picardo...?
4. Se hace necesario considerar el esfuerzo que exige la diversidad lingüística. Sería bueno que los defensores entendieran que no se pueden financiar las 230 lenguas de Camerún en sus sistemas escolares. Ya es mucho para el país escolarizar a toda la población en francés o inglés, que son las lenguas oficiales.
5. La pérdida de una lengua no exige necesariamente la pérdida de la cultura, que queda asociada a la que la remplaza.
6. La desaparición de una lengua significa para sus hablantes deshacerse de una rémora que venía molestando desde generaciones, algo así como, digámoslo sin tapujos, abandonar la máquina de escribir para utilizar el ordenador portátil.
La información sobre las lenguas suele estar fuera de la realidad. En el recuento de las de Francia, por ejemplo, no aparece la segunda más hablada, el árabe, ni siquiera indica que los arabófonos son también francófonos, es decir, ambilingües. Ni mapas ni estadísticas suelen indicar que la lengua más hablada y útil en Suecia es el inglés, y no el sueco.
Mientras encontramos una mejor solución, se hace imprescindible respetar los deseos expresados por los grupos de hablantes, y no por un grupúsculo de exaltados y hacer que las autoridades políticas pongan a disposición de los hablantes los medios para mantener vivos los deseos de usar su lengua y garantizar su libertad de expresión.