Pocos ejemplos impresionan tanto como el ver a hombres de honor que mueren por cumplir con su deber. La tripulación del ARA San Juan desapareció por hacerse a la mar en una nave que carecía de las condiciones para ello, sin las horas necesarias para ser considerada operativa. Por satisfacer exigencias que iban más allá de lo razonable, porque todos sabían que los sumergibles de la flota argentina no disponían de los elementos necesarios para una navegación segura, los marinos de la república hermana se embarcaron en el ARA San Juan a sabiendas de lo que se jugaban. Y zarparon. Resulta algo incomprensible para una mentalidad democrática el sacrificar conscientemente la propia vida en el cumplimiento de una orden: Alfred de Vigny lo definió como la grandeza y servidumbre de las armas. Si hubiese primado el bien supremo de nuestra sociedad —salvar el propio pellejo y disfrutar del momento—, los hombres del ARA San Juan se habrían amotinado y su sedición nos habría resultado comprensible y excusable. Pero la milicia es una religión de hombres honrados y hasta en los ejércitos comunistas se alberga un principio no democrático: el honor, lo que Alfonso X en las Partidas llamaba la vergüenza, el horror a volver la cara, a salir huyendo, a comportarse como alguien sin dignidad, que era la primera virtud de un noble según el Rey Sabio.
Los españoles nos podemos poner en la piel de los argentinos y hasta anticiparles qué es lo que vendrá a continuación, pues ya pasamos por un trance semejante con la tragedia del Yak-42, y nuestros sistemas políticos están, por desgracia, homologados: se exigirán responsabilidades y la izquierda antimilitarista aprovechará la ocasión para sembrar cizaña entre mandos y soldados, así como entre ejército y sociedad. Se nombrarán comisiones parlamentarias que no servirán para nada, sólo para que los leguleyos de la partitocracia emborronen aún más las cosas. Al final, unos cuantos mandos militares perderán su carrera y su honor, mientras los políticos volverán a criticar el gasto en la defensa nacional. Ninguno de los mandamases civiles que han recortado el presupuesto de la Armada en estos últimos decenios será molestado ni interrogado. Una de las características esenciales de la democracia moderna es el gobierno irresponsable.
Para los españoles de mi tiempo, el Ejército argentino va unido a su valiente desafío al secular enemigo sajón: la reconquista de las Malvinas nos llenó a todos de un legítimo orgullo de raza; en la desesperada batalla contra un adversario muy superior, admiramos la pericia y el valor de los pilotos de su fuerza aérea y la resistencia de sus soldados. También nos dolió como propia la tragedia de los marinos del Belgrano, crimen de guerra por el que nadie les ha exigido cuentas a los británicos, al igual que por el maltrato y muerte de prisioneros argentinos. En tiempos más tristemente próximos, la gallarda actitud del general Videla frente a la fauna de rábulas que lo enjuiciaba también mereció nuestra admiración.
Durante treinta años los políticos y los jueces han sembrado el odio de los argentinos a sus fuerzas armadas, que en 1976 sacaron a la nación de un caos insostenible y libraron al país hermano de convertirse en otra Cuba, en otra Nicaragua. La izquierda mundial jamás les perdonó esta derrota a los militares argentinos. El precio de la victoria progresista es un ejército infradotado, obsoleto, al que la vocación ejemplar de oficiales y tropa permite mantenerse en pie, pese al desprecio de los políticos, pese a la demagogia de los antimilitaristas, pese a los recortes presupuestarios. En Argentina hay dinero para subvencionar la ideología de género, para impedir la reproducción demográfica de la propia nación, para los mal llamados movimientos sociales, para los enjuagues corruptos de las oligarquías kirchnerianas o no, para todo menos para el Ejército y la Armada, que son, sin embargo, la garantía de la independencia y la soberanía de la patria. Hablo de Argentina, pero vale también para España.
¡Honor y gloria a los caídos del ARA San Juan!