El sectarismo político es a veces una gran tentación. Puede basarse en cosas ciertas: por ejemplo en cómo está el mundo, en la degradación de las masas, en la falta de voluntad del conjunto. Motivos nunca faltan. Y aún motivos válidos que todos sufrimos y conocemos.
Compartiendo esos motivos llegamos a constituir en ocasiones un grupo muy especial. Nos amurallamos en un círculo estrecho y a poco andar nuestra actitud nos parece la única correcta. Terminamos entonces ordenando nuestro pequeño grupo al modo de una secta, estableciendo unas jerarquías la mayoría de las veces inútiles y ridículas, sobre todo tratándose de tan poca gente y tan especial. Gente por lo demás bastante reacia a admitir jefaturas, porque cada uno se cree con una capacidad innata de liderazgo. A su vez el jefe sectario suele ser patético, creyéndose el elegido de los dioses y dando voces a diestra y siniestra, las que a menudo nadie oye y menos aún obedece.
Todo esto lo he visto muchas veces y en gente a la que en el fondo estimo. Quizá por eso me cause tanta tristeza. Las sectas suelen creer que los que están dentro de sus límites son los únicos que sufren el mundo y comprenden lo que pasa. Y esto de ningún modo es así. Aunque insulten al que crean equivocado, que suele ser todo aquel que está fuera de la secta, no por eso las cosas cambiarán.
El absoluto fracaso político siempre se debe a un hecho exterior para los sectarios, y cualquier éxito de quienes pueden competir con los espacios que la secta ha marcado como propios, siempre es sospechoso de todo lo peor y pasible del insulto. Y el insulto es algo más triste aún, cuando proviene de gente en absoluta soledad. Aunque en política los resultados nunca son absolutos, cabe preguntarse si es normal no tener jamás un resultado positivo sin plantearse una autocrítica.
Otra de las características sectarias es buscar siempre un resultado directo. Vale decir hacer la revolución en una noche de gloria o en una marcha triunfal. Algo que muy pocas veces se da. En política se conduce en el desorden, porque así es la vida. Un desorden relativo en el que se avanza y se retrocede, en un constante movimiento de aproximación indirecta en torno al objetivo.
La actitud sectaria suele volverse en contra. Las energías cercadas y limitadas por el sectarismo, terminan dañando las fibras internas que no encuentra más salida que la constante autolesión. Se termina odiando todo aquello que ha tenido la capacidad de desarrollarse políticamente “extra muros”. Es un problema de actitud psicológica.
La idea de pueblo siempre está por definición extra muros y nunca se compadece con la proyección teórica que nos hacemos. La energía y la dinámica creadora de los hechos siempre suele venir de sitios bastante imprevistos. La realidad es tan cambiante y compleja como la vida, y el modo como desarrollamos nuestras ideas políticas debe adecuarse a la realidad. Es una cuestión de actitud.
Si esperamos estar de acuerdo en todo y que las condiciones sean óptimas nunca comenzaremos a actuar. El sectarismo me produce cierta tensión desagradable como si siempre me estuvieran vigilando. Y lo peor es que consume una energía que podría utilizarse en algo mejor.
Fracasar en lo que se emprende es siempre una posibilidad. Ser sectario es haber fracasado antes de empezar. Y de todos modos, a la naturaleza de las cosas no le interesa ni le preocupa nuestro sectarismo. Seamos amplios y generosos al menos con quienes compartimos objetivos fundamentales. Para apretar los dientes ya tenemos demasiados enemigos irreconciliables.