Yo tengo un amigo republicano. Tan buen amigo que solemos regar nuestras tertulias con güisqui del bueno e incluso nos prestamos mutuamente los libros, esas cosas que han de prestarse todavía menos que las novias. Y tan republicano que lleva a sus espaldas noventa y nueve años de republicanismo, ni uno más ni uno menos.
A mi amigo, a republicano no le gana nadie. Porque cuando Alfonso XIII salió corriendo mi amigo tenía diez tiernos añitos y su padre, viejo republicano que le había contagiado la alergia a unos Borbones a los que acusaba de la artrosis de España, salió con él a la calle a llorar de alegría aquel 14 de abril. Mi amigo suele contarme, con una chispa de nostalgia en la mirada, lo que significó para él aquella primavera republicana:
–Sólo hubo un día en mi vida en el que sintiera una euforia política más grande que aquel 14 de abril del 31: el 18 de julio del 36.
No se me altere, impaciente lector, que ahora mismo le explica mi amigo esta paradoja:
–¡Qué poco nos duró la alegría! Porque si los Borbones habían sido una tropa de inútiles al menos desde el canalla de Fernando VII, los republicanos los hicieron buenos: el bruto de Indalecio Prieto, el inútil de Alcalá-Zamora, el venenoso de Azaña, el chalado de Companys, la fiera de la Pasionaria, el animal de Largo Caballero… Tenías que ver a sus huestes desfilando por la calle puño en alto. ¡Qué rostros, qué gestos, qué gritos, qué odio…! Y los pocos que valían para algo, Ortega, Marañón y compañía, ya sabes lo que tardaron en arrepentirse.
Así que ambos republicanos, el viejo y el joven, el padre y el hijo, recibieron alborozados a los que, bajo la bandera rojigualda, llegaron para restaurar el orden.
A mi amigo le tocó pasar por el Frente de Juventudes y recibir la educación del nuevo régimen. Inteligente y escéptico, leía –y sigue leyendo– todo lo que caía en sus manos, por lo que, aunque satisfecho con la situación política, el entusiasmo le quedó lejos. Tan lejos que siempre consideró que Franco se mantuvo demasiado tiempo en el poder:
–Tendría que haber dimitido nada más ganar la guerra para dar paso a un régimen republicano serio y ordenado. Inspirado en la ideología falangista o algo similar, naturalmente, pero en manos de civiles que fueran turnándose en el Gobierno.
Pasados los años, su prestigio personal y profesional provocaron que el gobernador civil de su provincia le ofreciera la alcaldía de su municipio, pero rechazó la oferta por no tener vocación política. El gobernador le respondió que no hacía falta mucho de eso, sino simplemente ganas de que la administración funcionara con eficacia, ante lo que alegó que prefería seguir centrado en su trabajo. Dada la insistencia del gobernador, sacó la carta que creyó definitiva:
–Además, hay otra cosa: soy republicano.
–Eso no es impedimento –contraatacó el gobernador–. Su ideología me da igual. Lo que cuenta es que un alcalde ha de ser inteligente, honrado y eficaz. Y usted lo es.
Pero no hubo manera de convencerle y siguió ejerciendo su profesión hasta que le llegó la hora de la jubilación.
Se llevó un disgusto el día de 1947 en el que la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado estableció la constitución de España nuevamente en reino, tras el paréntesis abierto en 1931, y previó que el sucesor de Franco sería propuesto por él a título de rey o de regente. Y el disgusto fue todavía mayor cuando veintidós años más tarde, en 1969, el Caudillo designó al príncipe Juan Carlos como su sucesor para cuando él faltase:
–¿Otra vez los Borbones en el trono? ¡Ganar una guerra para esto!
Siguieron pasando los años de una larga vida comenzada durante el reinado de Alfonso XIII y continuada con la República, la guerra, el franquismo y de nuevo la Monarquía. Y ahora le toca contemplar cómo los herederos ideológicos de los vencidos en 1939, rebosantes de un afán de venganza disimulado durante algunas décadas pero ahora remozado, aprovechan las corrupciones privadas de Juan Carlos I para torpedear una Monarquía que perciben como el último resto del franquismo que les queda por dinamitar.
–El español es un pueblo enfermo –lamenta mi amigo–. ¡Para una vez que tenemos un Borbón digno…! Un siglo después se repite la maldición: lo peor de España vuelven a ser los republicanos.
Y esto, precisamente esto, es lo que mi amigo el veteranísimo republicano no perdona a los republicanos Sánchez e Iglesias: que a sus noventa y nueve años le hayan convertido en un ferviente monárquico.
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