¿Carlomagno?

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Pocos premios desprestigian más que el Carlomagno, llamado Carlomango desde que lo comprara Felipe González. El precio fue España. Este año lo ha recibido Antonio Guterres, un sicario mundialista, de esos que no tuvieron empacho en pasar de Mao a Hayek, quizá porque, en el fondo, obedecen a un criterio común: el economicismo radical. No es por ponernos eruditos, pero conviene recordar que Carlomagno fue mucho más rey de los francos que emperador de Occidente, honor que tomó como anecdótico y simbólico. Sus nietos no tardaron repartirse los restos de aquel mamotreto indefendible que fue el imperio carolingio y, gracias a ello, a medida que el feudalismo se adaptó al terreno, el ucrónico, ineficaz y, sobre todo, difunto imperio romano —renovado por un papa que quería emanciparse de Constantinopla y por un franco que quería dominar Italia— acabó convirtiéndose en una utopía muy poco práctica que ocasionó la ruina política de Otón II, de Enrique IV, de Barbarroja, de nuestro Alfonso X con su Fecho de Imperio o de Carlos V. Los mismos papas de Roma, al combatir la causa gibelina, fueron los principales autores de la aniquilación histórica del imperio en el siglo XIII; los bonifacios, gregorios e inocencios hicieron más que nadie por dividir Italia, Alemania y Europa y lanzar a sus príncipes a combates fratricidas. Esa leyenda piadosa de una cristiandad monolítica no soporta ni siquiera la prueba de la epopeya de las Cruzadas, con las disputas entre los nobles francos, los reyes, los emperadores y los papas. Por no hablar de los golpes mortales al cristianismo oriental, como el saqueo de Constantinopla en 1204.

Como en el siglo IX, en Europa se está intentando reconstruir el fantasma del imperio romano, y, como entonces, no parece que vaya a prosperar.

Como en el siglo IX, en Europa se está intentando reconstruir el fantasma del imperio romano, y, como entonces, no parece que vaya a prosperar. Recordemos que los sucesores inmediatos de Carlomagno tuvieron que hacer frente a las invasiones de sarracenos, magiares y normandos, y que la pesada máquina carolingia era incapaz de frenar las correrías de estos pueblos. Fue la fragmentación del imperio en marcas, condados o ducados lo que permitió que el conflicto fuera resistido por lo que entonces comenzaba a ser Occidente. No fue la unidad, sino la división feudal, la adaptación a las circunstancias étnicas y geográficas reales, lo que salvó a Europa en el año 1000 y lo que provocó el nacimiento de una nueva civilización, la misma que hoy tratan de asesinar sus principales beneficiarios. Y fue su división, la competencia entre Estados rivales, el estímulo que la permitió descubrir, dominar y cambiar el mundo. Evidentemente existía una conciencia de pertenecer a un ámbito cultural común, algo que favorecía el control totalitario de la vida espiritual y social por la Iglesia y el que el latín fuera la lengua culta de todos los europeos. El papa, que desde la reforma gregoriana controlaba una institución férreamente centralista, podía  dirigir una administración paralela en todo el oeste europeo, pero no dejaba de competir con los emperadores, reyes y demás potentados, y su autoridad menguaba a medida que el feudalismo se convertía en la fragua de los futuros Estados modernos. La humillación de Agnani (1303), cuando Felipe el Hermoso de Francia pisotea la dignidad pontificia, marca, en realidad, el fin de toda aspiración teocrática de Roma. La Reforma acabó con el dominio papal en Occidente, pero no con la cristiandad. Divididos y enemigos, ortodoxos, protestantes y católicos no dejaban de ser cristianos.

Hoy, el remedo del imperio carolingio y de la nueva teocracia que lo vertebra es la llamada Unión "Europea", armatoste montado para las oligarquías mundiales por sus tecnócratas con el fin de crear un mastodonte que, en teoría, debería convertirse en un coloso geopolítico. Pero, a lo que parece, este jayán padece de raquitismo y la evidente frialdad que produce entre sus gobernados salta a la vista en cualquier encuesta. El ciudadano europeo ve a los políticos, banqueros y demás casta dominante con la misma mezcla de indiferencia y odio con la que los campesinos francos, sajones o aquitanos contemplarían a los condes, duques y marqueses de Carlomagno. Y, al igual que sucedía en el año 800, el hombre de a pie se sentía lombardo, borgoñón, bávaro o suabo, pero no "carolingio", cosa para ellos imposible de concebir. Eso era algo que quedaba para la élite que se expresaba en el latín de los clérigos de la corte de Aquisgrán, tan incomprensible para el común como el actual politiqués de los chupatintas de Bruselas, en donde no se encontrará un Alcuino ni por asomo. Eso sí, no les falta a los nuevos carolingios una ideología totalitaria, un Bonifacio que se dedique a talar los árboles sagrados de los germanos y a atacar la paganía nacionalista, pues hoy como entonces es lo peculiar, lo nacional, lo que hay que erradicar. No olvidemos que "pagano" viene de "pagus" (terruño, aldea, comarca). Para ello, los progres, que forman el sacerdocio neocarolingio, se dedican a destrozar, minusvalorar, despreciar, pervertir, humillar, ningunear y extinguir todas las tradiciones propias de Europa. Como sucedió en el siglo IX, no lo conseguirán, o sólo lo conseguirán a medias. Pero el odio a las culturas nacionales, cuyo conjunto forma la civilización europea, por parte de los burócratas sin patria ni sangre de Bruselas es consecuencia necesaria de su aversión por las naciones, esas realidades históricas y reales, producto de un milenio de civilización y que deben ser borradas del mapa por cualquier medio.

Como Clodoveo, los herederos de los viejos sicambros nos vemos ahora obligados a quemar lo que habíamos adorado y a adorar lo que habíamos quemado. Es un sarcasmo de la Historia que se premie con el nombre de Carlomagno a personajes cuya labor es la destrucción de Occidente: Willy Brandt, González, la Merkel, el papa Bergoglio, Guterres... La deconstrucción consciente de las bases de nuestra cultura común europea, implementada por las élites financieras y políticas, va hasta más allá de lo concebible, es un auténtico suicidio inducido de nuestros pueblos. Ni la familia, ni la espiritualidad, ni las funciones sexuales, ni los lazos de sangre, lengua y tradición deben sobrevivir. Se trata de un gigantesco borrado de memoria, iniciado en 1968 y que ahora llega a su culminación. El otro día leí que Schiller, uno de los grandes poetas de todos los tiempos y un ídolo para los alemanes de los últimos dos siglos, apenas es leído por los escolares de su país, a los que, sin embargo, se les mete por el embudo de la docencia pública toda la superstición de género o la burricie del multiculturalismo. Bonifacio sería feliz con estos medios de destrucción. Desde que San Foucault es el apóstol de la Unión "Europea", todo lo que nuestros mayores consideraban bueno es malo, y todo lo que se tomaba por respetable es infame. Y viceversa, todo lo que ayer fue indigno hoy es benemérito. Así, el patriotismo, la virilidad, el honor, la búsqueda de la verdad, la feminidad, la familia, los valores comunitarios, la belleza inspirada en la naturaleza y en la tradición clásica, la primacía del espíritu... Todo eso es basura en la Europa del último hombre nietzscheano. Y todo lo que antaño se despreciaba, hoy es adorado. Para aceptar lo inaceptable es necesario que los europeos se odien y que relativicen en sentido negativo sus logros y tradiciones. Desde el final de Roma, jamás se había producido una transvaloración de todos los valores a tan gran escala. Nunca una civilización se suicidó con tanta alacridad y empeño.

Todo lo que nuestros mayores consideraban bueno es malo, y todo lo que se tomaba por respetable es infame.

Lo que no se le puede negar a Carlomagno, y de ahí su grandeza histórica, es el sentido de lo que es una civilización. El rey franco fue un valladar frente a la expansión del islam; el reino de Asturias, bajo Alfonso II, tuvo un aliado permanente en la corte de Aquisgrán. A su manera primitiva y semibárbara —como el ostrodogodo Teodorico, que tanto le inspiró—, encontró en la romanidad unos valores culturales permanentes que definirán la esencia del mundo occidental. Ni a Carlomagno ni a Luis el Piadoso se los puede uno imaginar abriendo las puertas de Europa al islam, a los vikingos o a las hordas de magiares. En eso también se diferencian de Guterres, Merkel, Juncker y compañía. En su discurso de aceptación del Premio Carlomagno, Guterres demostró que para él la historia de Europa empieza en 1957, o como muy pronto en 1945, y que, hasta entonces, nuestra civilización ha sido un inmenso error al que glorificamos indebidamente. Nunca hemos conocido un tiempo mejor que este, dice. No desmiente el portugués su formación maoísta. El pasado hay que borrarlo. Eso ya se hizo en China: se llamó Revolución Cultural.

¿Cómo comparar la Florencia de los Médicis, la Francia de Luis XIV o la España de los siglos áureos con la Europa de hoy? Sin duda, Guterres, Merkel, Macron y compañía son personajes de mayor relieve que Lorenzo el Magnífico, el cardenal Richelieu o Carlos V. Los europeos nativos, los paganos supersticiosos, viles, racistas, ignorantes, xenófobos y machistas que somos, estamos irremediablemente dominados por la superstición historicista y no podemos concebir la inmensa grandeza de nuestros dirigentes, de nuestras amables y caritativas élites, espejo de virtudes éticas y amor al prójimo. Y como los pueblos se muestran bastante reacios a aceptar el nuevo orden de cosas, nuestros mandamases, en su infinita sabiduría e innata superioridad moral, han decidido comprar un nuevo pueblo, deshacerse de los antiguos y rancios europeos e importar millones de africanos y musulmanes que nos enriquezcan (sobre todo a ellos) con la multiculturalidad, algo que tiene el pequeño inconveniente de su no existencia: todos pertenecemos a una cultura. No importa. Los recién llegados dinamitarán los sentimientos nacionales y contrarrestarán el chauvinismo, piensan las élites. Derribemos, pues, las fronteras y tendremos la Gran Europa.

En el año 406 el limes romano del Rin se derrumbó. Setenta años más tarde, Roma dejó de existir. Carlomagno no sabía leer y no tenía másteres en escuelas de negocios, pero no le hacían falta diplomas de la London School of Economics para saber que son las fronteras, las marcas, las que preservan la civilización, que los muros separan y por eso mismo también protegen.

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