Quería yo conocer a fondo la tierra de mis ancestros paternos y pedí traslado al norte. En aquel tiempo aún se podía uno mover entre los centros de enseñanza sin chanelar el sermo provincial. Vacaba la cátedra de inglés de un instituto de San Sebastián, la solicité y me la dieron. Estuve allí dos años. Me pateé aquella bonita tierra y las aledañas. Repasé el francés y aprendí algo de vasco. (No le llamo euskera como no llamo English al inglés, ni Deutsch al alemán. Mi familia, que alguno lo hablaba, lo llamaba vascuence, como hacía Baroja.) Conocí a las gentes de allí. A los buenos, a los malos y a los peores. De todo había y hay. Pero noté pronto el peso invisible del disimulo, de la desconfianza y sobre todo del miedo. Era a finales de los ochenta y los heroicos gudaris asesinaban a mansalva, a un desarmado, mejor; y a poder ser, valientemente por la espalda, o bien colocando bombas a quien cogían desprevenido. Coincidí además en el lugar con unas elecciones. Recuerdo los carteles. Ningunos me causaron más grima que los del nacionalismo radical, la cantera etarra. Por entonces se llamaba Herri Batasuna, pueblo unido, en vasco. Eran aquellos anuncios los más llenos de colorines, entornos deliciosos, niñitos sonrientes, ucronías y utopías sin fin. Y la amable consigna sobre un arcoiris en el paisaje: “Zurekin!!!”, es decir, contigo, en vasco. Había también otros lastimeros carteles batasunos respecto al pretendido trato por parte de las fuerzas del orden. Recuerdo uno donde una gimiente madre con un hijo pequeño en brazos intentaba como desasirse de un policía, éste de espaldas, brutal y anónimo, una de esas fotos tan fácilmente manipulables, como fueron aquellas de la horda separatista agrediendo a las fuerzas del orden en Barcelona y que hicieron pasar internacionalmente, sobre todo internacionalmente, por lo contrario que en realidad ocurrió, tal como salió en el juicio y nos ocultó el torpe y cobarde Gobierno de Rajoy. Por ejemplo, recuerden la del policía que evitaba que un padre miserable usara a su hijito de escudo humano. La foto circuló en varios sitios con el mentido mensaje del guardia queriendo sustraer al pequeño.
Pero más aún que la falaz propaganda electoral, lo que producía angustia hasta la taquicardia era la conducta general de la población ante los atentados. Un domingo habían asesinado en plena calle al gobernador militar de la ciudad, a su esposa, a un hijo de ambos y al chófer, con una potente bomba colocada sobre su coche. El lunes siguiente por la mañana, en el instituto, en la sala de profesores, ni una sola palabra al respecto. Todo era sobre dónde habéis estado el finde, qué peli visteis, cómo sigue la familia en Zarauz, qué tal los primos de la Rioja que habéis ido a visitar… Todo así. Yo sabía que todos estaban pensando en el terrible y cobarde crimen. Todos sabíamos que todos estábamos pensando en aquello, sobre todo en aquello. Y sin embargo, por complicidad, por escapismo, por cansancio, por miedo, nadie hablaba una palabra al respecto. Lo comenté con un compañero, alavés él, en quien podía confiar. Su indignación era también casi mayor por el silencio que por el atentado, con ser éste terrible. Aquella tarde le acompañé para manifestarnos en un ensanche del bulevar central donde solía haber concentraciones de repulsa a los atentados. No éramos ni doscientas personas en una ciudad de doscientas mil. No nos atacó nadie, pero no nos apoyaba nadie. La ciudad pasaba por nuestro lado, no sólo sin mirar hacia la pancarta, sino sin que nadie viera que nadie miraba a la pancarta. Los donostiarras no habían leído a Cernuda, pero practicaban su verso de “el viento del olvido, que cuando sopla, mata”. Era la muerte del recuerdo de la muerte. A los dos años reglamentarios pedí traslado de vuelta a Sevilla. Me lo dieron. Y en el cementerio de Polloe quedó un pequeño panteón familiar, decimonónico, que muestra ya signos de abandono. Y me temo que más va a mostrar. Los silencios cómplices ante los atentados, por parte incluso de quienes en privado los rechazaban, me hicieron pensar que tras los chuletones, los pinchos y el chacolí había
Una sociedad sanguinariamente infectada por un grado de cobarde malicia y crueldad que abolía todos sus éxitos culinarios y políticos
una sociedad sanguinariamente infectada por un grado de cobarde malicia y crueldad que abolía todos sus éxitos culinarios y políticos, y hacía y hace que sobre todos ellos sobrevuele el cruel fantasma del asesinato como precio para su bienestar. Y eso, tarde o temprano, se cobra su peaje. El último, es el del siniestro sicópata de la Moncloa lamentando la muerte de un asesino que encima opta por salir por su cuenta de este valle de lágrimas.
Ahora, rememorando aquellos años y con la ayuda del Calígula monclovita, me ha vuelto la náusea al escuchar de las fauces del independentismo racista y asesino llamar nazis a la Policía y a la Guardia Civil. Cosas como lo de Alsasua. A los agresivos podemitas de los escraches quejarse del “discurso de odio” de quienes tienen la osadía de querer que simplemente se cumpla la ley a fondo y al completo. Otra vez el más que hipócrita victimismo del agresor, mayor mientras más razones habría para el silencio o para el arrepentimiento. Otra vez la carita sonriente diciendo “Zurekin”. Otra vez los asesinos llamando asesinos a los asesinables. Otra vez la miseria que nos hace mucho más miserables a todos al permitirla.
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