Seguimos contando a nuestros muertos por cientos y por miles. Y eso si nos fiamos de unas estadísticas que, además, maquillan unos datos reales que quizá nunca lleguemos a saber, dada la labor de enmascaramiento sistemático del desastre por unas autoridades cuya única preocupación es el marketing político y el control social. La ocultación del dolor, de las imágenes de los ataúdes en el Palacio de Hielo o del infierno que se vive en las residencias de ancianos, muestran hasta qué punto está adormecido el sentido moral entre la casta gobernante. El espectáculo de incompetencia del equipo de asesores de la Moncloa es tan evidente que hasta estamos apreciando la iniciativa particular de algunas autonomías: ¡quién nos lo iba a decir!
España se ha convertido en el modelo de lo que no hay que hacer para el resto del planeta. Somos el país con mayor número de muertos por millón de habitantes, hasta superamos a la propia China. Una caracteristica histórica en la izquierda extrema es la ineficiencia. Y no es algo accidental, sino esencial. En la política es imprescindible el sentido de la realidad, es decir, acomodarse a lo que hay, ayudar a la sociedad a mejorar de forma gradual y con el mayor acuerdo posible. El exceso de sentido de la realidad lleva a olvidarse de que la política tiene consecuencias a largo plazo y que no puede ser concebida como un simple vivir al día. Durante los últimos cuarenta años, en España, hemos tenido varios gobiernos de ese jaez. ¿Para qué? Para seguir ahí, en el sillón, sin más pretensiones que el disfrute de un poder cada vez más vaciado de sustancia. Pero en el otro extremo del cacique garbancero está el fanático, el que cree que todo lo que hay debe ser destruido para construir desde cero una nueva sociedad, pura y perfecta. No se acomoda al mundo tal como es, sino que se empeña en alumbrar otro a su imagen y semejanza, caiga quien caiga, aunque las víctimas se cuenten por millones. El producto del sacrificio de una o dos o tres generaciones será un futuro luminoso que nunca llegará.
Cuando un fanático alcanza el poder no es la realidad lo que le importa. Prescinde por principio de ella
Cuando un fanático alcanza el poder no es la realidad lo que le importa. Prescinde por principio de ella. La utiliza para su fin principal, llevar a la práctica sus teorías, hacer un experimento con todos nosotros. Si la realidad no importa, si la sociedad es un ratón de laboratorio para los experimentos de unos iluminados, el producto sólo puede ser el caos, el hundimiento del sistema económico, la miseria. Gobernar contra la realidad es arriesgado. Gobernar prescindiendo de lo real es la garantía de la catástrofe. Cuando Dios quiere castigar a una nación, deja que la rijan sus filósofos.
El Gobierno que ahora nos atribula es una letal mezcla de marketing político y dogmatismo neomarxista. Por un lado, su obsesión por la imagen y por decir cosas que gusten a todo el mundo, por no desagradar, le impidió advertir a la población de lo que se estaba gestando desde enero. Hoy sabemos que hubo varias alertas, incluso de la OMS, y que se hizo caso omiso. Para el tribunal de la Historia (desengáñese el lector: no habrá otro) han quedado las intervenciones de las autoridades animando a la gente a ir a las manifestaciones feministas del 8 de marzo, que desde entonces quedarán ominosamente estigmatizadas. Todo fueron risas, besos y abrazos hasta el 9 de marzo, cuando ya no se podía ocultar un desastre que veíamos a diario en Italia desde dos semanas antes. Por otro lado, esa manifestación debía celebrarse, era un ritual sagrado, una demostración de fuerza de la extrema izquierda y la seguridad de la gente era lo que menos importaba. Y claro, una semana decisiva para la prevención de la epidemia se perdió para garantizar una ficción, un ensueño dogmático, a los fanáticos, a los zelotes, a los orates que necesitaban de su apoteosis anual de la estupidez, del mercadeo y de la frivolidad; fantasmagoría que han pagado miles de personas por culpa de toda una semana perdida.
A este cerrar los ojos ante la realidad, algo típico del homo festivus socialdemócrata, se unió el dogma, la imposición de un molde ideológico a la realidad. Y se sigue uniendo. Impresiona el desparpajo con el que el Gobierno miente, contradice sus mentiras y hasta contradice la contradicción de sus embustes. En medio de una crisis terrible, en la que hace falta cada céntimo, Moncloa se gasta quince millones de euros en subvencionar a los cárteles multimillonarios de la televisión mientras masacra a impuestos y tasas a los autónomos. No hay dinero para mascarillas, pero sí para una telecomedia que convierta la cuarentena en algo ligero, divertido, banal. Hay que ocultar la muerte de los muy sensibles ojos del homo festivus, no se vaya a dar cuenta de que él puede ser la siguiente víctima. La máquina de los mitos se pone a funcionar a pleno rendimiento. Algunos ya vienen de antiguo: tenemos la mejor sanidad del mundo. Los números lo desmienten. Tenemos médicos y enfermeros heroicos, pero precisamente su heroísmo niega las bondades del sistema. Si es un sistema, tiene que funcionar sin héroes, de manera automática y efectiva. Un todo orgánico, una maquinaria eficaz, no se puede sustentar en el martirio de sus profesionales, sino en la previsión. El altísimo precio que están pagando nuestros médicos es una prueba más que clara de que esto no funciona, lo que poco importa ante la absoluta indiferencia de un Gobierno que ni siquiera compensa a los médicos con un plus de peligrosidad o con (lo que es más necesario) una equipación decente. La prioridad del Gobierno no está en los hospitales, sino en las televisiones.
La siguiente mentira que saldrá de aquí a unos meses será esta: "Hemos derrotado al virus". ¿De verdad? Cuando la epidemia remita, veremos al Gobierno celebrar el día de la "victoria" por todo lo alto. Para nada contarán los miles de muertos —ni la imprevisión y la frivolidad que provocaron la catástrofe— para tantos bergantes con cargo público, tan revestidos de imperium como vacíos de auctoritas. El virus ya nos ha derrotado. Ha destruido a nuestra sociedad y ha reventado nuestra economía por un período de tiempo que va a ser mucho más largo de lo que pensamos. Ha sido un arma de destrucción masiva perfecta, una blitzkrieg biológica que nos ha pasado por encima. El virus se irá, porque todas las epidemias se acaban, como pasan los tanques por un país ya conquistado. Pasó la Muerte Negra y pasaron sus sucesoras. Y, desde luego, pasará este maldito virus, al que ningún gobierno de botarates de género derrotará, sino la ciencia y la previsión. Justo todo lo que en España no hay.
Otro mito ya en gestación y que nos costará unos millones que no tenemos y que ya se verá si hay algún pródigo que nos los presta, es el del rescate de lo público. Embuste peligroso porque tiene mucho de verdad. Sin duda, el Estado debe tomar las riendas del país e intervenirlo, porque la situación es excepcional y el interés de todos prima sobre el de algunos. Esto nadie lo discute: es la base de un sentimiento que habrá que rescatar en algún momento y que se llama patriotismo. La realidad política suprema es el Estado y su defensa nos compete a todos porque a todos nos tiene que defender. ¿La economía debe ser intervenida? Por supuesto, pero en buena medida ya lo está. El problema no es la intervención, sino cómo se interviene. Para empezar: en el término “todos” habrá que incluir a catalanes y vascos. Es decir, que sus intereses particulares se tendrán que subordinar a los de la nación: ¿ve alguien a este Gobierno capaz de eso? Además, para intervenir la economía hace falta un elemento del que carecemos, se llama soberanía económica, y se la hemos entregado a "Uropa", a esa maldita Unión "Europea" que no es ni una cosa ni la otra. ¿Cómo vamos a rescatar lo público si ni siquiera gobernamos nuestra moneda? El rescate que nos reserva el Gobierno es más deuda, más extender la mano, más mendicidad internacional. Sin soberanía económica todo "rescate" de lo público es pura charlatanería.
Otro mito —que, viniendo de quien viene, nos debería mover a risa— es el del escudo social. El sentido común nos dice que no hay mejor protección social que garantizar los empleos. Y para que haya empleos debe existir un tejido productivo real, es decir: una economía que produzca cosas, que exista, que sea competitiva. La extrema izquierda, tan preocupada siempre por los pobres que allá donde manda los multiplica, ha decidido "escudarnos" a todos y para ello ha tenido la brillante idea de cargar a las empresas y a los autónomos con una batería de medidas financieras y laborales que harán más aconsejable el cierre que la apertura de los negocios. Es muy difícil, casi imposible, que un licenciadillo en Políticas entienda que el móvil de toda empresa no es el servicio a la comunidad, sino el afán de lucro.
Alguien tendrá que decírselo a los señoritos rojos: la gente es tan malvada que monta empresas para ganar dinero
Sé que esto es un escándalo para los señoritos rojos que viven del dinero de papá, pero alguien tendrá que decírselo: la gente es tan malvada que monta empresas para ganar dinero. Sí, es algo terrible, queridos niñatos, pero así son las cosas. Nadie monta una empresa para hacer justicia ni para redimir a las minorías históricamente marginadas. El pecado original del hombre viejo, ese al que quieren liquidar desde los tiempos de Lenin, es su mentalidad de kulak, su instinto de propietario. Ni Mao ni Stalin han podido con esta pulsión natural del hombre; menos podrán los petimetres de la gauche divine. Pero la izquierda extrema no cree tanto en el milagro como en la industria: el escudo social es un arma de dominio sobre las clases medias proletarizadas a las que ellos pretenden manipular. Si para eso España pasa a engrosar el Tercer Mundo, poco importa. Seamos serios, a esta gente se le da una higa el bien y la prosperidad del país, sólo buscan los medios para perpetuarse en el poder y convertirse en nomenklatura, en casta. Nuestros negocios, nuestras familias, nuestros empleos, son sólo un ingrediente de su experimento.
El paisaje que tenemos delante es espantoso. El pueblo español va a tener que tragarse la horrible sopa de murciélago que le han cocinado la socialdemocracia, la izquierda extrema y sus intelectuales de cámara. Nos harán creer que es un plato exquisito, un joya de la gastronomía. Sus televisiones (casi todas) y sus miles de tertulianos, politólogos, pedagogos, psicólogos, comunicólogos y demás practicantes de las ciencias paranormales nos demostrarán las virtudes del comistrajo que nos obligarán a deglutir: que es bueno para la salud, que adelgaza, que tiene infinitas proteínas o que no hay más cosas que comer; todos los argumentos valen para quien carece de verdades. Alguien tendrá que recordar a la gente que ese manjar que tanto nos pregonan a través de sus infinitos medios de adoctrinamiento es un murciélago muerto flotando en agua sucia. Más vale que no nos lo traguemos.
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