Los Cuartetos de Brahms, Dvorak y Mahler

¿No os hartáis a veces de tanta política, de toda esa política que, puesta al diapasón de lo cotidiano, se trueca inevitablemente en politiquería? Dejémosla hoy de lado y sumerjámonos en lo esencial.

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Durante la segunda mitad del siglo XIX tuvo lugar lo que los historiadores llamarían posteriormente la Guerra de los Románticos, enfrentamiento estético y personal entre varios de los compositores más destacados de Austria y Alemania, cima de la música europea de la época.

 El primero de los bandos, que englobaba a los músicos más revolucionarios del momento, estuvo encabezado por las figuras gigantescas de Richard Wagner y Franz Liszt. Este último dirigía desde su corte musical de Weimar la llamada Escuela Neoalemana, entregada a la difusión de la obra de los compositores adscritos a las tendencias vanguardistas como Berlioz, Wagner, el propio Liszt y otros de menor talla como Raff, Draeseke o Cornelius, los cuales pretendían romper con unos moldes clásicos considerados caducos. El bando conservador tuvo como principal dirigente a la otra gran figura del panorama musical centroeuropeo, Johannes Brahms, flanqueado por el eminente violinista Joseph Joachim, el implacable crítico Eduard Hanslick y la pianista Clara Schumann, viuda del egregio compositor que murió loco en 1856, demasiado pronto para tomar partido entre dos bandos por los que manifestó parecidas simpatías. Mención aparte merece el pianista y director de orquesta Hans von Bülow, fervoroso militante del bando dirigido por su suegro Liszt que años más tarde, sobre todo tras la fuga de su esposa Cósima con Richard Wagner, cambiaría de trinchera proclamando a Brahms la tercera B de la música alemana junto a Bach y Beethoven.

 El debate se ocupó de aspectos tanto técnicos como de concepto: la música programática frente a la absoluta, la estructura, la armonía y los géneros cultivables. En cuanto a éstos, mientras que Wagner consideraba el drama musical el único género abordable tras la última palabra sinfónica pronunciada por Beethoven con su novena, Liszt proponía la fusión de música y otras ramas del arte, especialmente la literatura, mediante su invento del poema sinfónico, género orquestal romántico por excelencia. Salvo un par de excepciones, de importancia menos que secundaria en sus catálogos, ni uno ni otro cultivó la música de cámara.

 Frente a ellos, el principal cultivador de los géneros clásicos, tanto en lo sinfónico como en lo camerístico, fue un joven hamburgués al que Schumann, en un artículo publicado tras escuchar interpretadas al piano sus primeras composiciones, saludó como el elegido –“junto a cuya cuna Gracias y Héroes montaron guardia”– para reinar sobre la música de su tiempo: Johannes Brahms (1833-1897). 

 Apegado a los moldes clásicos heredados de Beethoven, Mendelssohn y Schumann, Brahms dio a luz muchas de las obras de cámara claves de la segunda generación romántica. Varias de sus más importantes composiciones surgieron emparejadas, como las dos primeras sinfonías, las dos serenatas o los dos primeros cuartetos con piano, compuestos cuando todavía era un veinteañero. 

 El tercero y último, por el contrario, fue una obra aislada de un Brahms que ya había pasado de los cuarenta, si bien comenzó a escribirlo muy pronto, en 1855, antes incluso que los dos que le preceden en la numeración. Abandonado durante años, el cuarteto fue retomado por Brahms en varias ocasiones sin que consiguiera darlo por concluido. Uno de aquellos momentos fue su visita a Clara Schumann en 1868. Por un lado, el hecho de que las primeras ideas para el cuarteto hubieran nacido en los trágicos meses finales de la vida de Robert y, por otro, la pasión imposible por Clara, hicieron que esta obra siempre despertara en su autor recuerdos amargos. Cuando, veinte años después de sus primeros esbozos, el cuarteto quedó finalmente listo para la imprenta, Brahms explicó a su editor que “puede usted poner en la portada un cuadro que represente una cabeza y una pistola apuntándola; así podrá hacerse una idea de lo que significa esta música. Le enviaré mi retrato”. A causa de una carta a un amigo relacionando el primer movimiento del cuarteto con “el hombre del chaleco amarillo”, a veces se le subtitula Cuarteto Werther por el célebre personaje goethiano, enamorado de la mujer de su mejor amigo, que inspirara a tantos suicidas del siglo romántico. Esta dimensión autobiográfica, sumada a la característica intransigencia de Brahms hacia las modas y la vulgarización para atraer al grueso del público, hace de este apasionado cuarteto una obra de belleza sincera y profunda pero probablemente no fácil de aprehender en una primera audición en la que, sin embargo, sí será fácil identificar, en el último movimiento, el motivo de cuatro notas del primer movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven, el celebérrimo “el Destino llama a la puerta”, que la tercera B glosó aquí con evidente intención.

 Pero Brahms no estuvo solo en su tarea de continuar la tradición sinfónica y camerística de los maestros de generaciones anteriores, puesto que contó con la compañía y la amistad del otro gran compositor conservador de la Centroeuropa de sus días: Antonin Dvorak (1841-1904), a quien apadrinó y protegió como a un hermano menor. En 1874, secundado por el influyente Hanslick, Brahms convenció al Ministerio de Educación austriaco para que le otorgara una jugosa beca y tres años más tarde consiguió que su editor, Simrock, comenzara a publicar las composiciones del joven checo.

 Brahms se asombraba de la cantidad y la calidad de la música que Dvorak albergaba en su cabeza. “¿De dónde diablos saca usted esa música?”, le preguntó en una ocasión. Y en otra en la que alguien cuestionó la valía de su amigo ausente, Brahms zanjó la cuestión confesando que “yo sería muy feliz si alguna vez se me ocurriese como tema principal alguno de esos temas que a Dvorak se le van ocurriendo sin prestarles atención”.

 Autor más prolífico que un exigente Brahms que condenó a la chimenea muchas partituras ya terminadas por no considerarlas dignas, Dvorak firmó, entre otras obras de cámara, catorce cuartetos de cuerda, cinco quintetos, cuatro tríos con piano y dos cuartetos con piano. El segundo de ellos, compuesto en 1889, demuestra la portentosa fecundidad melódica de un autor capaz de que un movimiento de unos pocos minutos de duración rebose de temas que otros compositores habrían ansiado para tejer trabajosamente con ellos su discurso musical. El agitado Allegro con fuoco en forma sonata contrasta con el delicado Lento para dar paso a un tercer movimiento elaborado a partir de un melancólico vals y una melodía de singular aroma oriental. Tanto la sección central del tercer movimiento como el Allegro final son vivaces muestras del Dvorak enamorado de los ritmos populares que tantas veces introdujo en sus obras. La expresión “luz del sol” que usara una vez para definir la música de Mozart bien habría podido servir para describir la suya.

 En 1876, un año después de que el maduro Brahms pusiera el punto final a su tercer cuarteto, un quinceañero Gustav Mahler (1860-1911), estudiante en el conservatorio vienés, estrenaba sentado al teclado una sonata para violín y un cuarteto con piano. Lamentablemente, sólo ha llegado hasta nuestros días el primer movimiento de este último, encontrado entre viejos papeles cincuenta años después de su muerte por su viuda Alma. Ni siquiera se sabe si llegó a completar algún otro movimiento. Entregado posteriormente a la dirección de orquesta y a la composición de obras sinfónicas y vocales, nunca más volvió a prestar atención a la música de cámara.

Programa de mano del concierto del 19 de enero
de 2015 en la Fundación Marcelino Botín, Santander

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