¡El héroe ha muerto! ¡Viva la víctima!

La editorial EAS acaba de publicar el libro de Alain de Benoist titulado 'La capa de plomo. Una deconstrucción de las nuevas censuras', con prólogo de nuestro colaborador Jesús Sebastián-Lorente. Reproducimos algunos extractos de dicho prólogo en los que reflexiona sobre la “gran sustitución” contemporánea del héroe por la víctima.

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Alain de Benoist nos previene de algo insólito: el Gulag y los comisarios políticos, contra toda lógica, no han desaparecido, sino que siguen omnipresentes en nuestras sociedades para imponer el “pensamiento único” y censurar y perseguir el “pensamiento crítico disidente”. El autor nos describe todo un sistema neoinquisitorial técnico-político-judicial-mediático dirigido al establecimiento de un totalitarismo soft, un Nuevo Orden moral impuesto por la Nueva Clase mundial, una perversa combinación del Panóptico de Jeremy Bentham y de 1984 de George Orwell en un mercado global de mensajes presuntamente democráticos y “transparentes”. Al final, el autor nos recuerda que “no hay nada más transparente que el vacío” y, por tanto, nos exhorta a “seguir siendo opacos”.



Quisiera insistir en un aspecto que Alain de Benoist aborda, de manera algo incidental pero muy certeramente, a lo largo de su libro, pero que me parece muy interesante por el juego que ofrece en el universo inquisitorial de los medios de comunicación y (des)información. Se trata de la “gran sustitución” del héroe por la víctima en nuestras sociedades occidentales. Para Alain de Benoist existen dos causas fundamentales que explican este reemplazo: el descrédito de los valores heroicos y el triunfo de la ideología victimista, lacrimógena y exhibicionista. Los valores heroicos, desde la perspectiva de la ideología dominante ‒hedonista, individualista y utilitarista‒, son percibidos como algo obsoleto y repulsivo y propio de una tradición cultural europea que debe ser aniquilada. Los héroes son demasiado guerreros para una época que aspira a la paz universal, demasiado viriles para una época que considera tóxica la masculinidad. Las víctimas, por el contrario, lejos de fomentar la sensibilidad y la solidaridad, difunden la sensiblería humanitarista a través del impacto de las imágenes audiovisuales: la muerte de un héroe es un hecho circunstancial que se conmemora en sus círculos más íntimos y privados; la muerte de una víctima ‒es indiferente que se trate de una persona, un animal o un vegetal‒ es un acontecimiento mundial que se retransmite por todo el mundo. Y de esta ideología victimista deriva, según Alain de Benoist, la “lucha contra todas las discriminaciones”, que consiste en confundir la discriminación (que, en origen, no era otra cosa que distinción o separación en grados o niveles de tratamiento) con la injusticia. Hay discriminaciones, por ejemplo, perfectamente justas: un ciudadano se beneficia de ciertos derechos y prerrogativas (en contraprestación a sus obligaciones y cargas, por supuesto) que no se conceden a los no-ciudadanos; por el contrario, hay injusticias que no implican ninguna discriminación por razón de raza o sexo, como las desigualdades sociales, que no derivan de la necesidad de un tratamiento diferenciado, sino de la explotación del trabajo por el sistema capitalista.

Un ejemplo perverso de la actual era de la victimización se resume en las aspiraciones del neofeminismo y de la ideología de género ‒esos productos ideológicos fabricados en los laboratorios estadounidenses‒, pensadas presuntamente para evitar “todas” las discriminaciones y que se basan, precisamente, en la discriminación, mediante su demonización, de la heterosexualidad y de las relaciones binarias entre los dos sexos, en particular cuando estas interacciones se producen entre personas “blancas”, y sobre todo cuando una de ellas es un hombre “blanco”. Hay que proteger a las víctimas potenciales, a menudo imaginarias, de esos hombres blancos que, indefectiblemente, poseen una conciencia, aun sin saberlo, fascista, racista, colonialista y machista.

La víctima se ha convertido en la principal categoría discriminante en el seno de nuestras sociedades. Es lo que se ha denominado como la “era de la victimización”, que se traduce en términos de reconocimiento, tratamiento (reparación y compensación) y explotación simbólica, haciendo de la víctima una categoría única en el análisis sociológico que impacta en una reconfiguración de las identidades en torno a la decadente moral occidental. Los principales valedores de esta nueva “lógica victimista” son las ONG humanitarias, los grandes emprendedores y sus millonarias donaciones (léase, por ejemplo, Soros), pero también los Estados y las Asambleas parlamentarias. Todos comparten el “gran relato victimista” que participa de una misma ideología victimista en la que se opera, en la relación entre el individuo y la sociedad, una exención respecto al primero de cualquier responsabilidad que, simultáneamente se desvía hacia un colectivo sin rostro ni personalidad, produciendo así una reordenación de las relaciones de confianza que son uno de los principios básicos de la estructura social. Un ejemplo evidente son las llamadas “leyes de memoria histórica”: los héroes son olvidados, solo interesan las víctimas.

Esto se debe al cambio de estatuto de la víctima en nuestras sociedades. Ya no se trata, esencialmente, de una figura con connotaciones negativas, propia de una desgracia o de un destino implacable e impenetrable, el fatum de los Antiguos, que consideraba a la víctima como alguien que no había tenido ninguna posibilidad, que se encontraba en el lugar y en el momento inadecuados, que, en el peor de los casos, era castigada por sus acciones o por sus omisiones o, simplemente, por la ironía del destino. Ahora, sin embargo, se buscan las razones, las causas, se establecen responsabilidades “humanitarias” de las que siempre deben responder algunos individuos, grupos o comunidades, o sus descendientes, en términos de reparación, compensación y restablecimiento de una situación anterior, aunque solo sea mediante una promesa o esperanza simbólica. La víctima se convierte así en una figura central del derecho del Estado y de los Tribunales. Es indiferente que se trate de la víctima de un accidente de tráfico o de un conflicto armado, por no hablar de las víctimas de las “causas sociales” (mujeres, inmigrantes, homosexuales, animales…). Hoy, la pertenencia (adquirida o elegida) a una minoría equivale a la consideración pasiva como víctima que debe ser objeto de protección e indemnización. Asistimos a un movimiento de subjetivación de la idea de víctima, se enfatizan los sentimientos, las percepciones, las conciencias, situando en un segundo plano el hecho o acontecimiento que causa el daño o el perjuicio (lo que, de reconocerse, haría de ella una “víctima objetiva”). Por contra, se pone de moda la “víctima subjetiva”, su sufrimiento, las consecuencias morales y psíquicas creadas por un acto de violencia o de discriminación, sin valorar el grado de intencionalidad o de criminalidad, o simplemente de casualidad o de causalidad.

Y es entonces cuando, mediante un deslizamiento semántico, se pasa a la “víctima identitaria” (víctimas de guerras o conflictos pasados, víctimas de la colonización, víctimas del racismo, víctimas del heteropatriarcado, víctimas del fascismo y del nazismo ‒pero no del comunismo, curiosamente), y cuando una identidad subjetiva que se siente alterada por un hecho contrario a la percepción personal de su estatuto, ya sea por referencia a un hecho histórico o contemporáneo, acaba uniéndose a la de todos los que se “sienten” víctimas por el mismo motivo en una construcción casi mitogénica ‒que prácticamente funda una seudociencia de la victimología‒ de los traumatismos (y sus consecuencias) experimentados por un grupo cuya imagen es transmitida, sin discontinuidad, desde sus antepasados a sus descendientes. Entramos así en una auténtica “competencia victimista”, es decir, en la voluntad, común a los presuntos discriminados, de situar una determinada causa como una innegable injusticia que debe ser reparada sin demora, una desgracia histórica incontestable sin precedentes, un atentado contra los valores y derechos humanos sin parangón en la historia, que las sociedades modernas intentan inscribir en sus vacíos proyectos políticos. La funesta consecuencia, sin embargo, es la “banalización de las víctimas”, porque, a falta de verdaderas víctimas de la violencia o de la injusticia, se buscan, por todas partes, seudovíctimas, aunque estas sean puramente metafóricas, incluso imaginarias, para someterlas a un proceso de victimización restauradora. A fuerza de enumerar y señalar a las víctimas y seudovíctimas, el propio término pierde todo su sentido original: las víctimas reales son archivadas sin más trámite; las presuntas víctimas, especialmente las identitarias, son elevadas al rango de “injusticia histórica” y deben ser protegidas con un estatus especial y satisfechas en todas sus reivindicaciones, aunque se trate de “minorías minoritarias” y sus objetivos no coincidan con los intereses generales y el bien común de la sociedad.

Las víctimas no solo han sustituido a los héroes, sino que se está produciendo un inaudito proceso de “heroización” de las víctimas: hoy, ya no son víctimas, son mártires. Por eso se derriban las estatuas de los héroes y se levantan templos a las víctimas.

La capa de plomo. Una deconstrucción de las nuevas censuras, Alain de Benoist, prefacio de Jesús Sebastián-Lorente, editorial EAS, colección Synergias.

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