Nos complace ofrecer un extracto de este importante libro, prologado por Alain de Benoist. En sus páginas, Jesús Sebastián-Lorente nos ofrece los fundamentos de una hipótesis sobre el origen de los indoeuropeos, tesis totalmente original y alejada de las teorías oficialistas y políticamente correctas.
Durante dos centurias, los eruditos de diversas disciplinas han intentado localizar el lugar de origen de los indoeuropeos y rastrear sus migraciones a través de Eurasia hasta sus receptáculos históricos. La presunción de que la lengua protoindoeuropea debió surgir, evolucionar y expansionarse a partir de una determinada localización geográfica, con toda su evidencia, pronto se convertiría en una búsqueda obsesiva, habitualmente científica, pero también ideológica, y otras esotérica, en ocasiones incluso fantástica. Siempre que ha habido suficiente acuerdo entre los especialistas como para sugerir un cierto consenso, han surgido nuevas y diametralmente opuestas teorías para desafiar la "solución" precedente, aunque generalmente sin querer destruirla del todo. En el ámbito espacial, se han encontrado hogares originales indoeuropeos por todas partes entre los océanos Atlántico e Índico. En la dimensión temporal, los protoindoeuropeos han sido localizados en todos los niveles, desde el hombre de Cromañón hasta una fecha tan reciente como 1600 a.C.
La idea de partida de esta incesante e inconclusa búsqueda se fundamentaba en una simple deducción: la existencia de una primitiva protolengua, anterior a la dispersión étnica y lingüística, presuponía también la existencia de un pueblo hablante de dicha lengua, y obviamente, como lógica consecuencia, ese pueblo debía residir en un ámbito geográfico determinado. Según Cavalli-Sforza, «existen importantes analogías entre la evolución de los genes y la de las lenguas (…) Dos poblaciones aisladas, la una de la otra, se diferencian tanto genéticamente como lingüísticamente. En principio, el árbol lingüístico y el árbol genético deben corresponderse, porque son el reflejo de la misma historia de escisiones y, por consiguiente, de aislamientos evolutivos».
Adriano Romualdi expresó esta idea básica de forma magistral: «el estrecho parentesco entre las lenguas indoeuropeas obligaba a deducir que todas ellas derivan de una única lengua originaria (Ursprache), que había sido hablada por un único pueblo (Urvolk) en una antiquísima patria de origen (Urheimat), para ser difundida posteriormente en el curso de una serie de migraciones por el inmenso espacio que se extiende entre el Atlántico y el Ganges (…) La difusión de las lenguas indoeuropeas representa la expresión de un pueblo que vive en una misma área geográfica, en una cerrada comunidad de cultura y civilización y que permite compartir expresiones referidas a la flora, la fauna, la economía y la religión».
El “problema” del origen de los indoeuropeos es, realmente, el problema de los orígenes de Europa y, como tal, prácticamente irresoluble. Pero la “cuestión indoeuropea” no es un mito, ni un enigma, ni un misterio, ni siquiera un falso problema, sino una evidencia histórica y científica. Por lo que respecta a la cuestión de los orígenes indoeuropeos todo parece reducirse a la aceptación incondicionada de las hipótesis de moda: en particular, la anatólica (difusión de los agricultores neolíticos procedentes de Anatolia) y la estépica (invasiones u oleadas migratorias de los pastores nómadas de las estepas eurasiáticas, llamados kurganes o yamnayas), completamente desacreditada la primera, indemostrable arqueológica, cronológica, lingüística y antropológicamente la segunda.
La tesis de un hogar original europeo cuenta con partidarios entre los lingüistas que consideran que el parentesco entre el protoindoeuropeo y el protourálico, o quizás el norcaucásico, es mucho más estrecho que con cualquier lengua de Asia central y occidental. Los hogares originales propuestos en Europa también se encuentran justo en el centro del área de dispersión de las lenguas indoeuropeas, próximas al “centro de gravedad” que postula J.P. Mallory, centro del que la consiguiente separación en diversos grados ofrece un modelo razonable de relaciones dialécticas en el seno del indoeuropeo. Desde el punto de vista de la reconstrucción del entorno medioambiental y de la sociedad indoeuropea, la existencia de protoindoeuropeos en la Europa central y septentrional entre 5000 y 2500 a.C. concuerda bastante bien con las indicaciones proporcionadas por la arqueología para este periodo.
La cuestión aquí planteada se enriquece todavía más cuando constatamos que la cultura de la Cerámica Cordada es la primera en ser reconocida por los especialistas como plenamente indoeuropea (3100/3000 ‒ 2200/1900 a.C.), cultura que vinculaba las culturas nórdico-bálticas con los conjuntos culturales establecidos desde Europa central hasta los Urales. Esta cultura “cordada” es, indiscutiblemente, la heredera directa de la cultura europea centro-septentrional de los Vasos de Embudo (4400/4000 ‒ 3500/3400 a.C.). La región afectada se sitúa en torno al mar Báltico, sur de Escandinavia, norte de Alemania y Polonia y noroeste de Ucrania. Se trata del conjunto más antiguo al que puede atribuirse razonablemente un carácter protoindoeuropeo.
Dicho lo anterior, como la cultura de los Vasos de Embudo coincide en lo esencial con lo que conocemos de los indoeuropeos, esta es la hipótesis sobre el hogar de origen de los indoeuropeos defendida en el libro que aquí presentamos. La teoría autóctona europea sobre el origen de los indoeuropeos (en la Europa central y septentrional, en particular, y más concretamente en la Mitteluropa) puede considerarse una variante “regional” de la teoría de la Continuidad Paleolítica, cuyos partidarios focalizan el origen de los indoeuropeos en el Paleolítico Superior, varios milenios antes del Neolítico o del Calcolítico, en un área geográfica que coincidiría con la difusión del megalitismo europeo por la fachada atlántica, cuyos constructores eran un pueblo de marinos, y que incluiría la Península Ibérica, la costa atlántica de Francia, las Islas Británicas, el litoral meridional del Canal de la Mancha, Escandinavia y el Báltico occidental. De esta forma, las culturas indoeuropeas habrían sido engendradas con el transcurso del tiempo sin aportaciones ni flujos externos relevantes (las migraciones prehistóricas son cada vez más cuestionadas), sino a través de una evolución continua de las culturas paleuropeas autóctonas.
Según Jean Haudry, «la casi totalidad de autores está de acuerdo en reconocer como indoeuropeos a los pastores guerreros que fabricaban la “cerámica de cuerdas” y las “hachas de combate” y que se caracterizaban además por enterrarse en sepulturas individuales bajo túmulos circulares [Haudry se refiere a la teoría “oficialista y políticamente correcta” de los kurganes o yamnayas procedentes de las estepas póntico-caspianas]. Los vemos extenderse a finales del III milenio por toda la Europa septentrional paralelamente a los portadores de la cultura del Vaso Campaniforme, desde el Rin hasta el curso superior del Volga y desde Finlandia hasta los Alpes y los Cárpatos». No obstante, esta es una localización demasiado imprecisa y una fecha demasiado tardía para concretar el área original de dispersión indoeuropea. Así que continúa Haudry diciendo que «no es posible pronunciarse sobre el carácter indoeuropeo de una cultura mesolítica, pues están necesariamente ausentes las características que cabría esperar de una población indoeuropea, pero la cultura de los Vasos de Embudo se corresponde con la imagen que la tradición y la paleontología lingüística nos proyectan: allí encontramos a un mismo tiempo la ganadería y la agricultura, el caballo, el carro, el hacha de combate, los asentamientos fortificados y huellas de una sociedad jerarquizada. Este pueblo emerge del encuentro de dos culturas precedentes, la cultura de la Cerámica de Bandas y la nórdica de Ertebølle, tras el que los agricultores de la primera resultaron dominados por los cazadores y pescadores de la segunda. De esta superposición surge una sociedad jerarquizada», característica típica de los grupos indoeuropeos.
En fin, la única conclusión que puede avanzarse a partir de todas las reflexiones e interpretaciones precedentes es que la lengua protoindoeuropea se gestó, de una forma preponderantemente autóctona y con escasas aportaciones exógenas, en un área indeterminada ‒que es preferible no delimitar con precisión‒ situada entre los mares del Norte y Báltico y el mar Negro, articulada por los ríos del Norte de Europa y canalizada por el gran río Danubio, auténtica vía fluvial de expansión de las lenguas y las poblaciones indoeuropeas. Estas comunicaciones naturales no solo proporcionaron el cauce ideal para el desplazamiento de poblaciones, las incursiones militares y las relaciones comerciales, sino que también favorecieron múltiples intercambios y préstamos lingüísticos que culminaron en la formación de una especie de koiné eurasiática en la Europa septentrional, central, báltica, danubiana, balcánica, anatólica y estépica.
Entre estos pueblos viajeros, navegantes y conquistadores, los pueblos indoeuropeos que conocemos transmitieron su civilización nórdico-báltico-danubiana al Mediterráneo occidental y oriental, a la fachada del Atlántico y Asia Central, reflejando en sus sagas y poemas unas epopeyas basadas en hechos históricos reales y elevándolas al rango de mito, tesis que ha sido una sospecha más que fundada en numerosos autores y que Homero cantó como gran relato fundacional de Europa. Hoy es habitual la opinión de los investigadores en considerar que una “primera era vikinga”: los vikingos de la Edad del Bronce fueron nuestros ancestros los indoeuropeos.
En fin, con esta obra no solo se ha intentado ofrecer una visión de conjunto sobre el origen y etnogénesis de los indoeuropeos que pueda resultar bastante concluyente desde una perspectiva interdisciplinar, lingüística, arqueológica, antropológica y cronológica, sino que, como una lógica sucesión, describe los rasgos esenciales de cada uno de los grupos indoeuropeos conocidos desde la Antigüedad, tanto desde un punto de vista prehistórico e histórico, como desde una perspectiva étnica, lingüística y antropológica, ofreciendo una especie de síntesis sobre la formación y la expansión de estos pueblos paleoeuropeos en su contexto. Su lectura aspira a ser una modesta contribución para la solución de la llamada “cuestión indoeuropea”, derribando los mitos de lo políticamente correcto impuestos por la historiografía oficial, aportando soluciones alternativas basadas en la simple lógica de los datos arqueológicos, lingüísticos, mitológicos y genéticos, y, en fin, situando el origen de Europa y de los europeos en una larga continuidad desde tiempos remotos.
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