Ya está disponible el primer número de la revista La Emboscadura, con artículos sobre Vox y Santiago Abascal, Viktor Orbán, Vladimir Putin, Matteo Salvini, Marion Maréchal Le Pen, así como entrevistas a Steve Bannon, Aleksandr Duguin y Jean-Yves Le Gallou. La inmigración, el feminismo, la ideología de género, el populismo, el proteccionismo, son otros temas destacados de la revista. Con un equipo formado por viejos conocidos de El Manifiesto, como Jesús Sebastián Lorente, Javier R. Portella, José Javier Esparza, José Alsina y José Vicente Pascual, entre otros, la revista, de periodicidad trimestral, nace con el objetivo de ser la voz del pensamiento de la derecha alternativa. Ofrecemos a los lectores de El Manifiesto el artículo de editorial del director de la revista.
El “iliberalismo”, o la noción de “democracia iliberal”, es una construcción ideológica desarrollada en la década de los años 90 por el sindicalista, sociólogo e izquierdista, financiado por el gran capital, Pierre Rosanvallon. Se trata de un movimiento bastante amplio, de fondo antisistema, pero bastante confuso, con cierta tendencia nacionalista y autoritaria, partidario de un Estado fuertemente centralizado y crítico del Estado de Derecho, fórmula incierta llamada, presuntamente, a garantizar las libertades individuales… y en realidad individualistas, lo que es bastante diferente, en nuestras nuevas sociedades posmodernas.
Realmente, la expresión “iliberalismo” no se popularizó hasta la publicación del famoso artículo (publicado en 1997) de Fareed Zakaria (The Rise of illiberal Democracy), al que siguieron numerosos debates. Zakaria define la democracia iliberal como una doctrina que separa el ejercicio clásico de la democracia de los principios (liberales) del Estado de Derecho. Se trata de una forma de democracia donde la soberanía popular y la elección continúan jugando un rol esencial, pero que no duda en derogar ciertos principios liberales (normas constitucionales, libertades individuales, separación de poderes, etc.) cuando las circunstancias lo exigen. Esto se traduce en un rechazo del individualismo, del “lenguaje de los derechos” y de la “paz perpetua”, así como de un rechazo de la herencia de la Ilustración.
La teorización negativa del “iliberalismo” renace en la década de los años 2010 con la llegada al poder de los “euroescépticos” en Hungría y en Polonia. En 2014, Viktor Orbán asume como propia la expresión para definir el poder que él encarna. El “iliberalismo” se convierte, poco a poco, en la marca de los nuevos regímenes y de los movimientos que van surgiendo en Europa por todas partes, opuestos a la Unión Europea actual, antiinmigracionistas y defensores de sus identidades nacionales.
Consciente de los peligros de potencial seducción que tal definición de nuevas “democracias iliberales” podría desplegar, la “gran prensa oficial” intentará imponer el término de “populistas”, de connotaciones mucho más negativas, para desacreditar a estos gobiernos y partidos en ascenso. Sus adversarios, sean periodistas, universitarios, o intelectuales (de izquierda, generalmente), denuncian el rechazo del “Estado de derecho” por parte de los iliberales, que los aproximaría a la tesis de Vladimir Putin sobre la “verticalidad del poder” o a la visión de Carl Schmitt sobre la primacía de lo político por relación al Estado de Derecho y a la ideología de los Derechos humanos. Otros adversarios incluso intentan desacreditar la fórmula aplicándola a la política desarrollada por Trump en los Estados Unidos… sin gran pertinencia sobre el fondo del asunto.
Suscitando intercambios todavía discretos entre intelectuales (de la derecha de los valores, o “axiológica”, como la denomina José Javier Esparza), el “iliberalismo”, es, cuando menos, una realidad política que forja sus valores en una Europa en recomposición. El “iliberalismo” anuncia su rechazo del liberalismo tal y como es entendido en las democracias posmodernas, un liberalismo convertido en libertario con el triunfo del individualismo y el eclipse del Estado y de sus atributos de soberanía. El “iliberalismo” afirma el reconocimiento de los valores identitarios evacuados por un liberalismo mundializado que prioriza todo tipo de mixticidades.
El “iliberalismo” afirma el reconocimiento de los valores identitarios evacuados por un liberalismo mundializado.
Se trata, pues, principalmente, de un “iliberalismo” político más que económico, lo que, por otra parte, podría suscitar críticas respecto a sus incertidumbres, incoherencias o ausencias profundas de reflexión sobre este punto. Algunos autores avanzan que el “iliberalismo” podría apostar por una especie de nacional-liberalismo ‒una suerte de liberalismo hacia el interior de las fronteras nacionales‒, que alternaría épocas de librecambio con otras de proteccionismo.
En cuanto al pretendido rechazo del Estado de Derecho, fundamento inviolable de las democracias liberales y fuente de sus valores, el “iliberalismo” prefiere, frente a éste, proclamar la idea del “Estado de Justicia”. El derecho no es más que un principio, mientras que la justicia es un hecho que concierne a los ciudadanos en su vida cotidiana. ¿Qué es el derecho si la justicia no puede alcanzarse?
Aplicar, por ejemplo, el “principio de precaución” a la justicia, es decir, proteger a las personas y los bienes antes de que se atente contra ellos, quizás, probablemente, sea contrario al Estado de Derecho, el cual prefiere intervenir después de que los delitos y los crímenes hayan sido cometidos, en nombre de un dudoso respeto de los derechos individuales… (de los golfos y delincuentes), pero en contra de los derechos a la seguridad de la gente honrada, también llamadas “víctimas” (la gente honrada no existe para el Estado de Derecho). Así, un Estado de Justicia no sería simplemente un Estado de (otro) Derecho, sino un Estado efectivamente protector de esa gente que representa lo que Orwell llamaba la “common decency”.
Pero el Estado de Justicia es también garante de la justicia social, la justicia en el trabajo, la justicia del sentido común, la de “lo bueno y lo justo” de los Antiguos (los que no son Modernos), que asegura una real equidad para un “vivir juntos” rehabilitado.
El Estado de Justicia (distinto del Estado de Derecho) es garante de la justicia social, la justicia en el trabajo, la justicia de “lo bueno y lo justo”.
El iliberalismo, un gran estandarte para el futuro de todos aquellos que sueñan con una democracia reafirmada, justa para las víctimas, protectora de sus ciudadanos, orgullosa de su identidad cultural y de su legado civilizacional europeo. Esta democracia del pueblo y de la justicia sustituye, con acierto, el “populismo” de sus más encarnados adversarios.
El “iliberalismo” ha venido para quedarse. Tiene vocación de estructurar el campo político en los años por venir. Resume, en sí mismo, las nuevas líneas de fractura que dividen las sociedades europeas entre los partidarios de una prolongación sin fin de los derechos individuales y los defensores de las identidades. Esta tensión entre las libertades y la democracia, entre el “yo” y el “nosotros”, es constitutiva de la modernidad política, y es portadora de un antagonismo ‒la soberanía del individuo contra la del pueblo‒ que la ideología “derechohumanista”, la visión “sinfronterista” y la crisis migratoria han llevado al punto de ebullición.
Hoy, la democracia liberal no es más que un conjunto de medios que permiten limitar la soberanía popular.
Hoy, la democracia liberal ‒parlamentaria, representativa‒ no es más que un conjunto de medios que permiten limitar la soberanía popular en nombre de un Estado de Derecho que sitúa a los jueces por encima de los ciudadanos. Pero los ciudadanos se toman su venganza: Rusia, Hungría, Polonia, Austria, Italia, mañana quizás Francia, Holanda y, por qué no, España. Ahí están, también, el Grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, Chequia y Eslovaquia) y la Iniciativa Tres Mares ‒presuntamente alentada, eso sí, por los norteamericanos (y que agrupa a doce países de Europa central situados entre los mares Báltico, Adriático y Negro)‒, desafiando el eje bruselense París-Berlín. Es el enfrentamiento entre las “sociedades cerradas” y las “sociedades abiertas”, tan queridas por Karl Popper y Georges Soros. Ninguna sociedad ha sido nunca totalmente abierta, salvo cuando ha decidido desaparecer o ha optado por el suicidio.
Para recibir La Emboscadura en tu domicilio, pulsa AQUÍ y ve al pie de la página
1 ejemplar = 10 € (gastos de envío incluidos)
Comentarios