Soberanía y federalismo, dos conceptos desgraciadamente de gran actualidad, forman el título del nuevo volumen de la Biblioteca Metapolítika (Ediciones Fides). Alain de Benoist se nos muestra, no obstante, demasiado “regionalista” para nuestro gusto, quizás porque su Francia jacobina no ha sufrido el desafío de los “pequeños nacionalismos separatistas” (excepto el corso). Su propuesta de una “Europa federal”, construida desde abajo, puede resultar, ciertamente, una utopía seductora, si bien consideramos que el federalismo es un buen principio político pero un pésimo sistema de gobierno y organización territorial.
En el período de entreguerras, doctrinarios y teóricos se enfrentaron respecto a la cuestión de saber, entre el Estado, el pueblo y la nación, cuál era la noción más importante, la que imperaba sobre las dos otras. En Italia, se insistía, sobre todo, en el Estado, en Alemania en el pueblo, en Francia en la nación. Hoy, es la articulación, devenida en problemática, de la región, de la nación y de Europa, la que plantea interrogantes.
En una perspectiva conformada al federalismo integral, el problema no se plantea en tales términos desde el momento en que se impone el principio de subsidiariedad o de competencia suficiente, ya formulado por Aristóteles, que consiste en no confiar una competencia a la escala superior sino cuando la escala inferior no puede ejercerla de forma satisfactoria. Se trata, en otros términos, de hacer que los problemas sean reglados al nivel más bajo posible, a fin de permitir a los ciudadanos decidir, por ellos mismos, lo que les concierne, no elevando a los niveles superiores sino las cuestiones que se refieren a finalidades o intereses comunes. Las competencias deben ser repartidas en función de la capacidad de los hombres para realizar los fines que se han propuesto. La subsidiariedad implica así el primado de la autonomía sobre la igualdad. Diversidad y autonomía en la base, unidad en la cúspide.
En el ámbito de los hechos, sin embargo, el equilibrio raramente es establecido, porque las instancias superiores manifiestan una irresistible tendencia a concentrar los poderes y a sustituir el principio de competencia suficiente por el de omnicompetencia, no siendo adquirida la unidad sino al precio de una reducción de la diversidad.
Esto lo hemos visto, en primer lugar, en el caso de las regiones. Francia ha sido durante siglos, sin dejar de ser Francia, una suerte de asamblea de lenguas y culturas variadas. Pero en el curso de la historia, tanto bajo la monarquía como bajo la república, el Estado-nación se plegó sobre la centralización en detrimento de las libertades locales y de las identidades regionales. “La República francesa es un imperio donde vemos un centro reinar sobre sus territorios”, ha escrito Chantal Delsol. Esta política ha suscitado un retorno de los regionalismos bajo múltiples formas, de los más razonables a los más convulsos, donde los más sanos aspiran, no a la independencia, que es una quimera en una época en la que, incluso los “grandes países” han perdido la suya, sino a la autonomía. Ésta es otra cosa distinta que la “descentralización”, que no es sino una delegación a partir de la cúspide del Estado, mientras que en el modelo de la autonomía es la base la que delega en los niveles superiores aquello de lo que ella no puede encargarse.
“La cuestión regional tiene un doble origen: histórica y democrática. Por su origen histórico, tiende a la identidad. Por su origen democrático, a la libertad” (Jean-Claude Casanova). La idea jacobina es que la diversidad se afirma siempre en detrimento de la unidad, y que la nación será tanto más fuerte en cuanto sus componentes regionales sean más débiles. Pero es lo contrario lo que es cierto. Naciones y regiones no son opuestas, sino complementarias. De igual modo, las soberanías que resultan de la autonomía de los cuerpos regionales no contradicen la soberanía nacional. La soberanía delimita, al mismo tiempo, el poder de mando y el perímetro de la libertad. Las soberanías que se ejercen a diferentes niveles se conjugan en lugar de anularse. La nación exige entonces el reconocimiento de sus componentes regionales, y el reconocimiento de los pueblos que la conforman. Los poderes de las comunidades de base no deben, pues, ser concedidos, sino reconocidos.
Escribe Thibault Isabel que, a ojos del gran público, todos los regionalismos tienen casi las mismas reivindicaciones, al margen de sus posiciones de derecha o de izquierda. Pero existen, en realidad, dos corrientes distintas: el autonomismo y el independentismo. Cada uno se apoya sobre un modelo político bastante diferente. El independentismo desea obtener la completa soberanía de su región para construir una nación. Poco importa, en este caso, la extensión de su territorio. El autonomismo, por el contrario, desea compartir responsabilidades a escala local sin cuestionar su alianza con el Estado de tutela. En lugar de defender un nacionalismo regional (que sería sólo un “micronacionalismo”), considera a la región como una “muñeca rusa”: cada estrato de la vida política integra armoniosamente a los estratos inferiores. Exige la autonomía, pero no la soberanía, es decir, la ruptura con el resto de la nación. Aunque varios movimientos autonomistas estiman, sin embargo, que estas medidas son insuficientes y reclaman un incremento de las transferencias de poder y de funciones gubernamentales hasta el punto de bascular hacia el independentismo. Pero el autonomismo regional es perfectamente compatible con el patriotismo nacional, incluso si las crispaciones del militantismo engendran, con frecuencia, tenaces rencores. Una persona no tiene sólo una única identidad. Todos los registros de pertenencia deben combinarse: no hay ningún motivo para que uno de los registros sustituya o se imponga a los otros. Sin embargo, actualmente, las minorías hacen oír su voz por todas partes: se plantan ante la injusticia y amenazan con la secesión. Todas estas comunidades minan la vida de la ciudad: el separatismo regionalista no es más que uno de sus múltiples aspectos. La única forma de detener tales reivindicaciones consiste en distinguir la autonomía de la independencia. Debemos otorgar más poder a los pueblos para no conducir a la base a romper con el nivel más alto. Debemos conjugar, a la vez, la libertad por la base y la unidad por lo alto. ¡Sí a la autonomía, no a la independencia! Los militantes regionales no deben acampar en el separatismo. El espíritu patriótico no tiene nada que ver con el amor exclusivo a la nación o a la región, que restringe el sentimiento de pertenencia. De manera natural, debemos experimentar, al mismo tiempo, un patriotismo regional, nacional y continental europeo. Son los soberanistas los que empobrecen la identidad. Su patriotismo es tuerto.
Segundo episodio: Europa. Se constata que las naciones han abandonado su soberanía en favor de una instancia superior, la de la Unión Europea, mientras que aquellas no quieren compartirla en beneficio de sus regiones. Sin embargo, la UE ha despojado a las naciones de su soberanía, no para elevarla a un nivel superior bajo la forma de una “soberanía más soberana” todavía, sino para disolverla en el juego de la tecnocracia. Las soberanías nacionales han desparecido en una especie de “agujero negro”, sin que Europa se haya visto beneficiada por ello.
Abierta a todos los flujos mundiales, arruinada por la financiarización, inconsciente de su identidad y olvidada de su historia, Europa se encuentra impotente y paralizada. Habiendo elegido como modelo a su principal competidor, que se postula también como su protector militar, ya no representa una protección frente a la mundialización, sino que constituye su vector. Ni siquiera es ya una comunidad económica, sino una simple zona de librecambio. Un mercado sin identidad. De ahí una crisis de confianza sin precedentes, en la que la decisión británica de salir de la UE no constituye sino el último episodio hasta la fecha.
Las causas que hacen necesario un auténtico Estado europeo son bastante claras. La necesidad geopolítica de elaborar a nivel continental un crisol de cultura y civilización, unido por una visión política común y susceptible de jugar el rol de un polo de regulación en un mundo ahora multipolar. La necesidad de disponer de una estructura susceptible de hacer frente a las empresas planetarias, comenzando por los mercados financieros, a fin de servir a los intereses comunes de los pueblos europeos (algo que niegan los soberanistas, para los que no existe un bien común europeo), de preservar sus modos de vida y sus valores compartidos. Más incluso que la soberanía de los Estados-nación, nosotros consideramos un Estado europeo que garantice la soberanía de los pueblos. “La perennidad de la nación francesa, escribía Gérard Dussouy, pasa por su inclusión en un Estado suficientemente potente para protegerla, a ella y a todas las otras naciones europeas”.