Cataluña: cada vez se ve más clara la trama

La deriva rupturista ha venido pintiparada para que ahora los políticos emprendan una reforma de la Constitución en sentido confederal, es decir, hacia un país más deshilachado todavía.

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Es perfectamente posible que me equivoque, porque en este juego de tramposos ya es difícil saber quién juega a qué, e incluso es probable que los protagonistas hayan dejado de controlar los acontecimientos y estén improvisando. Pero en líneas generales, a grandes rasgos, la impresión que deja la sesión de este miércoles en las Cortes es la siguiente: estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo orden constitucional, a esa “segunda transición” que soñó Zapatero, y el asunto catalán está sirviendo como fulminante, como materia explosiva, de lo que haya de venir.

Avanzo la hipótesis: la deriva rupturista del gobierno catalán ha venido pintiparada para que ahora los políticos emprendan una reforma de la Constitución en sentido confederal, es decir, hacia un país más deshilachado todavía, reforma que viene siendo una reclamación permanente de numerosos centros de poder desde hace años. Así que ahora podríamos asistir, por ejemplo, a una negociación conflictiva, pero controlada, entre un gobierno catalán (el actual u otro futuro) sometido a amenaza de intervención estatal y un gobierno de España dispuesto a abrir la caja constitucional, mientras las Cortes comienzan el proceso de demolición del Sistema de 1978 para reemplazarlo por otra cosa. Barcelona y Madrid salvarían así la cara mientras a la opinión pública se la adormece con la cantinela del consenso.

Es muy posible que el decorado de la escena esté diseñado desde tiempo atrás. Los acontecimientos de los últimos meses no habrían hecho sino precipitar la función.Y tal vez eso explique por qué el Gobierno de España ha permanecido impasible mientras los separatistas, por su parte, proclamaban su singular independencia con freno y marcha atrás.


Modificaciones traumáticas

La operación no es inédita en los anales del juego político. Imaginemos la siguiente situación. Un determinado Gobierno, empujado por presiones externas e internas, se ve obligado a impulsar una modificación traumática del mapa legal. Temerosos de que esa modificación dispare resistencias graves, los agentes interesados conciben el siguiente plan: forzar un escenario de inestabilidad extrema para que el cambio resulte aceptable y, aún más, deseable como mal menor.

Ante el riesgo de una ruptura general del orden establecido, todo el mundo aceptará una ruptura limitada, ejecutada bajo control. De esta manera se conseguirá el objetivo inicial con un coste relativamente bajo. Así llegó al poder De Gaulle, por ejemplo. Si no es esto lo que está pasando en Cataluña, se parece mucho. La “modificación traumática”, es decir, el objetivo general, sería la reconversión del Estado en términos propiamente confederales, con un status de semi independencia para varias regiones.

Y el “escenario de inestabilidad extrema” sería el proceso independentista desencadenado en Cataluña. ¿Hipótesis descabellada? Tal vez. Pero más descabellado es que un gobierno regional haya podido desobedecer reiteradamente las leyes, organizar un referéndum previamente prohibido e incluso declarar su independencia, sin que el Estado haya hecho nada efectivo para impedirlo. Semejante cúmulo de incongruencias sólo se explica, precisamente, si forma parte de un proceso cuya auténtica naturaleza no está en los hechos visibles, sino en lo que no se ve.

Reforma “confederal” de la Constitución, sí. No debería extrañarnos. Hace mucho tiempo que la poderosísima oligarquía catalana, con sus largos tentáculos políticos y mediáticos en Madrid, intenta imprimir un giro decisivo al marco político español para conquistar cuotas definitivas de autogobierno; por supuesto, con el consiguiente beneficio propio.

Podemos recordar las tesis del socialista Maragall sobre el “federalismo asimétrico” (era 1998) o las reiteradas propuestas de pacto fiscal de Artur Mas hasta 2012 (anteayer, como quien dice), ambos presidentes de la Generalidad. En realidad, ha sido la tónica permanente del nacionalismo catalán desde los tiempos de Cambó y aun antes: obtener del Estado un trato preferente que permita a Cataluña rentabilizar al máximo su riqueza (dejando de lado la enojosa circunstancia de que esa riqueza procede, en gran medida, del resto de España). Los aduladores de corte han travestido con frecuencia esa política como “contribución a la gobernabilidad del Estado”, y no es del todo falso, pero con el relevante matiz de que el precio de la tal contribución siempre ha superado las siete cifras.


Oligarquía y nacionalismo

Aquí el nacionalismo político ha jugado un papel determinante. Por decirlo así, el partido catalanista –desde la Lliga de Cambó hasta la Convergencia de Pujol– siempre ha sido el agente del dinero catalán. En el Sistema de 1978, construido precisamente sobre el arbitraje de intereses de las oligarquías económicas, territoriales y políticas, el elemento “catalán” ha sido determinante, y basta ver los nombres de los consejos de administración de las grandes empresas privatizadas desde entonces y de las grandes concesiones públicas. A cambio, el Estado podía ofrecer la imagen de un apacible escenario de diálogo y consenso.

Ahora bien, mientras tanto el nacionalismo iba construyendo su propio proyecto, a veces diferido, pero nunca ocultado, de construir una nación en Cataluña. Al cabo de cuarenta años, la hegemonía plena del separatismo sobre la vida política, cultural y social ha disparado las expectativas de una parte creciente de la población, al tiempo que intensificaba el sentimiento independentista. Sentimiento, por cierto, al que ya no le bastaba la ambigua moderación de Convergencia, sino que viraba abiertamente hacia el polo más radical de la Esquerra. Nada se había hecho desde el Estado para combatir este proceso, al revés: se suponía que la complicidad de Convergencia iba a mantener el suflé dentro de límites razonables. Pero no.

La fragilización de Convergencia, hija de la corrupción generalizada, pero también de la propia política nacionalista, modificó profundamente el mapa de influencias. A lo largo de cuarenta años de hegemonía en Cataluña, las relaciones tradicionales habían cambiado y el socio de la oligarquía catalana ya no era propiamente el partido nacionalista, sino el Gobierno de la Generalidad, de manera que, cuando éste pasó a otras manos, las cosas cambiaron de manera dramática.

Aún más cuando el gobierno catalán, para mantener la mayoría nacionalista, tuvo que dar entrada a la ultraizquierdista CUP, realmente dispuesta a llevar a cabo una revolución social sin concesiones. De alguna manera, lo que se ha vivido en Cataluña desde entonces ha sido un “doble poder” muy parecido al que Azaña denunciaba en 1936: la Generalidad sublevada contra el Gobierno de la nación y la ultraizquierda sublevada contra la Generalidad. Con el relevante matiz de que esa ultraizquierda ha sido abundantemente protegida por la propia Generalidad. En todo caso, el nuevo escenario rompía el paisaje. La oligarquía ha comprobado que el nuevo poder autonómico ya no era su socio, sino que quería materializar su anhelado proyecto separatista. Y los acontecimientos se han precipitado.

En los mentideros se da por descontado que la retracción unánime de la banca y la gran empresa catalanas, anunciando su marcha de Cataluña en caso de independencia, es producto directo de las gestiones de la Corona y el Gobierno, fundamentalmente de la primera. Consta también que los grandes nombres del dinero han tratado de llamar a la sensatez al gobierno catalán, con nimios resultados.

Las gentes del dinero en Cataluña pueden estimular el nacionalismo en la medida en que les reporta beneficios, pero la independencia de la región –y ellos lo saben mejor que nadie– sería una ruina. Por eso hemos visto recular en estos días a firmas muy comprometidas con la financiación del separatismo. Es interesante: sus predecesores, en 1936, intentaron retomar el control sobre la política catalana pero, espantados, acabaron financiando al ejército de Franco; sencillamente, el monstruo se les había ido de las manos. Hoy ha ocurrido algo semejante.

El nacionalismo catalán ya no responde a los intereses de la oligarquía catalana. Naturalmente, ahora ésta va a intentar retomar el control. De ahí las permanentes invitaciones del Gobierno Rajoy a los sectores más “moderados” del catalanismo para que se aparten de las muy revolucionarias CUP: se trataría de recomponer el statu quo.


La reforma constitucional

Como es lógico, esa recomposición del paisaje sólo puede pasar por una reforma constitucional. ¿Por qué? Porque a lo largo de estos cuarenta años los poderes locales han construido su propia red de influencia y presión, es decir, de poder, y eso exige una capacidad de autofinanciación que actualmente les está vetada. Por supuesto, las exigencias son más altas a medida que el poder es más grande, y las de Cataluña son inmensas. Pero ya hemos visto en las Cortes que todos esperan sacar tajada: hace tiempo que la partitocracia española ha girado hacia un sistema clientelar territorial, de manera que la reforma no será sino la consumación de un proceso ya en marcha.

En lo que concierne expresamente a Cataluña, ¿en qué podría consistir ese pacto? Básicamente, en el reconocimiento formal de su condición de nación y en una sustanciosa aportación de dinero: un modelo de financiación semejante al cupo vasco, agencia tributaria propia no subordinada a la estatal, garantía estatal (española) de las pensiones en Cataluña (hoy con un déficit del 21,5%), etc.

Quién sabe si además se añadirían al repertorio otras concesiones en materia de representación internacional. Después de todo, las exigencias de la oligarquía catalana nunca han tenido otro objetivo: seguir sacando beneficio de España con las menores obligaciones posibles hacia el conjunto. El presidente de la patronal CEOE, el catalán Juan Rosell, que nunca se ha distinguido por ser el hombre más prudente del mundo, lo dijo claramente el pasado 15 de septiembre en uno de sus frecuentes calentones de boca: “Hay un problema en Cataluña y no podemos decir que el problema ya no existirá tras el uno de octubre (…). Hay que volver a lo que hicimos en el año 1977 y 1978”, un nuevo “pacto territorial”, incluida la reforma constitucional, “para que podamos vivir con tranquilidad y prosperidad los próximos 40 años”. Claro, ¿no?

Mucha gente considera aún inconcebible que Rajoy, presidente del Gobierno en representación del Partido Popular, haya asumido como propia una operación que en la práctica viene a liquidar la existencia de España como Estado–nación. Eso –dicen– sería más propio del PSOE de Zapatero.

Pero, por otro lado, ¿qué capítulos de la Agenda Zapatero le quedaban a Rajoy por asumir como propios? Rajoy ha mantenido la política de Zapatero en el asunto de ETA, en la conformación de un mapa mediático de libertad limitada, en la ley de memoria histórica, en la ley del aborto, en la ley de matrimonios homosexuales… Tiene pleno sentido que ahora culmine un capítulo que Zapatero empezó con su famoso “Apoyaré la reforma del Estatuto que venga del Parlamento catalán”. Aquello significó un salto cualitativo determinante en el “problema catalán”. Hoy recogemos lo sembrado.

A partir de aquí, cada cual está jugando su papel en el drama. El PP, exhibiendo la aplicación de un artículo 155 que, si alguien se toma la molestia de leerlo, verá que no es más que una intervención administrativa temporal, ejecutable en diversos grados y perfectamente compatible con cualquier proceso de negociación política. El PSOE, blasonando de apoyar al Gobierno (“responsabilidad de Estado”) y al mismo tiempo poniendo como condición la reforma constitucional, exigencia muy probablemente pactada de antemano con Rajoy.

Ciudadanos, apoyando expresamente al Gobierno y auspiciando una inmediata convocatoria de elecciones autonómicas, mientras exhibe a “Europa” como auténtico horizonte de la política española. Podemos, esforzándose por aparecer equidistante y tratando de acaparar en beneficio propio el papel de “mediador” (con pocas expectativas de éxito, por cierto). Los grupos minoritarios de carácter regional, estimulando también una reforma constitucional de la que esperan sacar ventaja. La oligarquía económica, que con muy pocas excepciones ha apoyado siempre al nacionalismo, jugando ahora el papel de conciencia de la Cataluña española. Y así sucesivamente. Ojo: no es que todos se hayan puesto de acuerdo de antemano en que pase lo que está pasando; es, más bien, que hay un acuerdo de base en explotar en propio beneficio las condiciones creadas por la deriva de nuestro sistema político.

¿Y el pueblo, el sufrido pueblo español? El pueblo español, en general, no quiere. El pueblo español, como ha demostrado estos días en las calles, está razonablemente contento con su condición nacional y apenas es permeable a los dicterios de “fascismo” que se le prodigan desde el separatismo y la ultraizquierda. Resulta que el español medio es mucho más patriota de lo que nuestros mandamases creían.

Todos los sondeos de opinión muestran un creciente descontento con el sistema autonómico. Si se sometiera a referéndum una reconfiguración del país con más competencias para las comunidades autónomas, difícilmente obtendría mayoría. La pérdida de soberanía española en materia económica, exterior y militar resulta cada vez menos soportable para el ciudadano común.

El sortilegio de “Europa” aún funciona, pero malamente. Si a eso le sumamos la desazón de ver cómo el país se deshace no sólo por arriba, sino también por abajo, por el ámbito regional, se entenderá que no esté la Magdalena para tafetanes. Pero, precisamente por eso, la insurrección separatista catalana ha puesto las cosas exactamente donde hacían falta: ante el riesgo cierto de ruptura de la unidad nacional (el supuesto de inestabilidad extrema), todo el mundo aceptará una modificación del mapa legal que, en otras condiciones, habría parecido demasiado traumática.

Esta hipótesis no tiene por qué ser correcta. No hay –o, al menos, yo no tengo– información privilegiada que la confirme. Pero las cosas que han venido pasando se ajustan bastante bien a esta “plantilla”. ¿O no?

                                                            © La Gaceta

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