Con estas celebérrimas palabras comienza la flamante edición de la inmortal novela cervantina en una sedicente traducción al cántabru. Sedicente, efectivamente, porque nada se puede traducir a una lengua que no existe, salvo que uno sea un constructor de lenguas de laboratorio con vocación de universales, como Zamenhof, o un genio de la literatura de ficción, como Tolkien. Pero con la diferencia de que a ninguno de los dos se le ocurrió reclamar para el esperanto y el sindarín la categoría de lenguas previamente existentes que ellos habrían recuperado.
Pero en el caso del tal cántabru estamos ante una pura y simple alucinación. Porque en Cantabria todo el mundo habla español. Y porque localismos hay por todas partes, tanto en Cantabria como en cualquier otra parte de España (el que suscribe, raquero acreditado, sube cuestas pindias y se da coles en la playa como todos sus paisanos). Y tanto en la lengua española como en cualquier otra lengua del mundo. Y junto a los localismos están los acentos y pronunciaciones peculiares, fenómeno igualmente universal. Pero no hay más tela que cortar, y mucho menos aún lengua alguna de la que hablar. Pues, evidentemente, esa lengua inexistente no la habla nadie, ni el más analfabeto de los paisanos en el más alejado rincón de las verdes montañas de Cantabria. Por no hablarla, no la hablan ni los que han hecho el inútil esfuerzo de inventársela para poder pasar por traductores. ¿De verdad alguien se cree que, gracias a esta traducción, algún ciudadano cántabro por fin va a poder leer el Quijote en una lengua comprensible?
La cosa no es de hoy, evidentemente. Hace ahora exactamente veinte años, en junio de 1997, el egregio lingüista Emilio Alarcos pronunció en el Ateneo de Santander una conferencia titulada El porvenir de nuestro idioma. Durante el coloquio posterior, uno de los asistentes le manifestó su preocupación, no por el porvenir de la lengua española, sino por el del cántabru. El académico respondió con brevedad:
–Disculpe que no responda a su pregunta. No he venido aquí a hablar de bobadas.
Por algún tipo de maldición que nos ha caído, en esta España enferma de aldeanismo siempre acaba abriéndose un hueco para que algunos, tan disparatados como espabilados, logren engañar a los incautos y, de paso, incluso hacer algún negociete. Pues el éxito político de los separatismos vasco y catalán, fruto en buena medida de la instrumentalización política de las lenguas regionales, ha provocado la envidia de muchos. Y no sólo de los ansiosos de separatismo para sus regiones, sino también de los partidos considerados de ámbito nacional. Porque no se olvide que los principales culpables de la extensión de la peste aldeanista por toda España han sido el PSOE y el PP.
El que los separatistas continúen anclados en decimonónicas ensoñaciones sobre espíritus del pueblo encarnados en las lenguas y sigan construyendo sus ficticias nacioncitas a golpe de delirios palabreros no deja de responder a cierta lógica. Pero, como setas en otoño, han brotado por toda España quienes están dispuestos a imitar sus neurosis, provenientes, casi sin excepción, de la izquierda más fanática, gritona e iletrada.
En las regiones en las que se habla una segunda lengua la cosa está fácil: sólo han de convencer a los crédulos de que la existencia de dichas lenguas les obliga a dejar de ser españoles y a reclamar la secesión respecto de un país tan diferente, tan ajeno, tan enemigo, de alma tan alejada de la suya, que tiene por sola lengua la de Cervantes. Pero en las pobres regiones que han tenido la mala suerte de ser monolingües la cosa se pone cuesta arriba para jugar a Babel, aunque nunca tanto como para desanimar a nuestros aprendices de nacionalistas, nacidos de la abracadabrante hibridación entre el más desarraigado internacionalismo y el más arqueológico etnicismo.
Y así, en casi todas las regiones –falta, de momento, Madrid, aunque algún farfullo acabará encontrándose–, políticos e intelectuales de asombrosa mediocridad llevan cuatro décadas avanzando, jubilosos, por la senda del desenterramiento o de la síntesis de laboratorio de todo tipo de fablas y parlas, cuando no fosilizadas directamente inventadas, como el cántabru que nos ocupa. Y no sólo para editar libros grotescos sino también, lo que es mucho más grave, para acabar metiendo esas neojergas en las aulas.
Esta tendencia coincide en el tiempo y el espacio no sólo con la eliminación de las lenguas clásicas, también con la progresiva reducción del estudio de la lengua, la literatura y las humanidades en general, esas peligrosas materias que enseñan a pensar. El interés por vocabularios rurales, reales o imaginados, contrasta con el creciente desinterés por la gran literatura de toda lengua y época, fenómeno intensamente promovido por nuestros gobernantes mediante el paulatino vaciamiento de la enseñanza desde hace décadas.
En Expaña, país gravemente aquejado de lo que Freud definiera como narcisismo de las pequeñas diferencias, sólo tiene cabida lo estrecho, lo bajo, lo miope, lo microscópico, lo mezquino, lo ridículo. Mientras tanto, en el resto de Europa y del mundo la Historia con mayúsculas, tremenda e inmisericorde como siempre, continúa avanzando con paso estruendoso. Y nos pasará por encima mientras aquí seguimos haciendo mamarrachadas.
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