El Gran Macho Blanco

Ya en los años 60 comenzó en los Estados Unidos la batalla por el expurgo de los contenidos eurocéntricos tanto en la enseñanza primaria como en la universitaria.

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El 
año pasado se encendió un movimiento estudiantil en la Universidad de Ciudad del Cabo dirigido a conseguir la retirada de la estatua dedicada a Cecil Rhodes, el gran artífice del colonialismo británico en África meridional. La protesta no tardó en contagiarse a otras universidades anglosajonas, como las británicas de Oxford y Edimburgo y la estadounidense de Berkeley.
Pero el asunto tiene bastante más enjundia que la demolición del recuerdo de quien pusiera la primera piedra de los regímenes segregacionistas de Rhodesia y Sudáfrica. Pues, como han explicado sus promotores, lo de la estatua es sólo una parte del plan destinado a conseguir una menor presencia blanca en el currículo universitario y un aumento de lo que llaman cultura no blanca.
No se trata de ninguna novedad. Ya en los años 60 comenzó en los Estados Unidos la batalla por el expurgo de los contenidos eurocéntricos tanto en la enseñanza primaria como en la universitaria, pues en ámbitos progresistas se consideró que la formación de los jóvenes norteamericanos estaba demasiado anclada en la tradición europea como para poder encajar en una sociedad crecientemente inclinada hacia el mestizaje y el multiculturalismo. Un ejemplo distinguido lo constituyó el incombustible reverendo Jesse Jackson, varias veces aspirante a candidato demócrata a la Casa Blanca, que en los años 80 participó en protestas en las que se coreaba el lema "Hey, hey, ho, ho, Western Culture’s got to go!" ("¡Hey, hey, ho, ho, la cultura occidental tiene que desaparecer!").
La técnica consistió en eliminar paulatinamente lo que se denominó Great White Male, el Gran Macho Blanco, esa entidad milenaria que habría impuesto su dominio en la cultura universal a través de múltiples encarnaciones: Homero, Shakespeare o Cervantes en literatura; Platón, Descartes o Nietzsche en filosofía; Bach, Beethoven o Mozart en música; Arquímedes, Newton o Einstein en ciencia; etc. Para rellenar el hueco se introdujeron autores que cumplieran con los requisitos de o no ser varones o no ser blancos, independientemente del peso de su obra. Y, a ser posible, que no estuvieran muertos. Pues de lo contrario se seguiría haciendo llegar el mensaje de que la civilización ha sido construida casi exclusivamente por varones blancos fallecidos hace siglos, lo que, según defendieron los partidarios del sistema de cuotas, no se trataba de un mensaje precisamente progresista y susceptible de ser compartido por los jóvenes de hoy, sobre todo por los no blancos.
Por otro lado, se consideró que el aprendizaje de la historia, la literatura y la filosofía según las viejas categorías y criterios debía ser sustituido por nuevas asignaturas dedicadas al análisis de asuntos de raza, clase, sexo (perdón, género), orientación sexual, minorías, nuevos modelos de familia, etc. Algunos imprudentes osaron apuntar la idea de que lo que se conseguiría mediante este sistema sería empobrecer drásticamente la calidad de la enseñanza y privar a las nuevas generaciones del conocimiento de las bases de la civilización. Evidentemente, no tardaron en dar la batalla por perdida para evitar ser acusados de nefandos delitos de opinión.
Las nuevas tendencias nacidas en la patria de la political correctness no tardaron en cruzar el charco. Así, en el igualmente multicultural Reino Unido comenzaron a desterrar los viejos conocimientos al desván de los trastos inútiles y a abrir las puertas de las aulas a los contenidos que exigen los nuevos tiempos. Y, sobre todo en las ciudades con amplio porcentaje de población afroasiática, empezaron a surgir problemas con unos estudiantes que se declaraban ajenos a lo que les enseñaban esos estirados profesores anclados en rancias ideas eurocéntricas. Incluso se propuso abrir escuelas para negros en las que los niños de ese color pudiesen aprender lo que se estimó que deben aprender para sentirse integrados en la sociedad: la historia negra, la literatura negra, la música negra, la ciencia negra, etc. Y lo mismo se propuso, evidentemente, para unos musulmanes que, por otra parte, sostienen una incesante guerra contra contenidos educativos que perciben ofensivos para su fe, entre ellos el cuento de los tres cerditos.
Lo sorprendente de esta sustitución del conocimiento por el enfoque ideológico es que se hace en defensa del antirracismo, de la igualdad de la mujer y de la modernidad. Pero el relato histórico o el canon literario universal son independientes de sexos, razas y épocas. La Ilíada, las Mil y una noches y el Bhagavad-gita son y seguirán siendo monumentos imperecederos de la literatura con independencia de que sus autores fueran blancos, marrones, amarillos o verdes. Son precisamente los profesionales del igualitarismo los que, muy racistamente, le ponen etiquetas raciales al conocimiento; y, muy discriminatoriamente, incluyen a mujeres por el hecho de serlo, no por la calidad de su obra, lo que es lo mismo que sostener que las mujeres son incapaces de crear obras de valor y por eso han de ser metidas con calzador; y, con tremenda miopía, destierran a Montaigne o Dante por antiguos mientras incluyen a cualquier juntaletras contemporáneo por el solo hecho de estar vivo.
Si, como suele decirse, lo que distingue a cualquier comunidad humana de las demás es el relato histórico que la describe y explica, parece claro que el objetivo perseguido con estas y parecidas iniciativas es desconectar a los occidentales de hoy respecto de las generaciones que les precedieron. Como si el presente fuese el producto solamente de los vivos y no de la decantación de milenios de historia, arte, cultura y pensamiento.
Otto von Bismarck, probablemente el político más inteligente del siglo XIX, señaló con magistral brevedad: "La clave del siglo XX será el hecho de que los estadounidenses hablan inglés". Efectivamente, el tronco étnico, cultural y lingüístico compartido por los anglosajones de ambas orillas del Atlántico fue lo que acabó decidiendo la participación de unos estadounidenses inicialmente remisos en las dos guerras mundiales que configuraron el mundo de nuestros días. A tan comprensible fenómeno se lo bautizó durante la Segunda Guerra Mundial como Special Relationship, si bien medio siglo antes ya había sido anunciado con el Great Rapprochement.
Si el Canciller de Hierro nos permite el plagio, probablemente la clave del siglo XXI será si americanos y europeos seguirán encajando en eso que tradicionalmente se ha denominado civilización occidental, con todas sus luces y sus sombras.
De momento parece que no, pues tanto los unos como los otros están demostrando una admirable tenacidad en negarlo, en avergonzarse de ello y en desactivarlo. Nos esperan grandes acontecimientos.

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