Con esta última entrega concluye nuestra serie.
¿Y la soberanía nacional?
Así se ha dibujado el tablero de la próxima guerra, que ha comenzado ya y que opone a las estructuras transnacionales de poder, lideradas por los Estados Unidos, contra aquellos espacios que se resisten a subordinarse al imperativo del mundo global. Ya no hablamos de naciones; estamos en el conflicto post-nacional. En cierto modo, y desde el punto de vista de la Historia de las Ideas, es la batalla final del mundo moderno: el último paso antes de constituir el viejo sueño del orden mundial cosmopolita. Probablemente no será una guerra como las anteriores: tal vez no haya una hecatombe nuclear –o quizá sí– ni un enfrentamiento abierto sobre el campo –o quizá sí-, pero las espadas están en alto y el tablero, dispuesto.
Ahora bien, este nuevo escenario debería mover a reflexión a los países aliados. Las sociedades europeas siguen viendo la OTAN como una alianza internacional al estilo clásico. Entre otras razones porque en nuestros países, democracias modernas, los ejércitos son emanación directa de la comunidad política para salvaguardar la defensa de los intereses nacionales, y sería impensable cualquier otro estatuto –por ejemplo, el de fuerza al servicio de otros intereses o al mando de otras voluntades-. Así las cosas, es necesario preguntarse si realmente los españoles, los franceses o los alemanes estamos de acuerdo con este nuevo papel que se nos ha asignado. ¿Queremos poner nuestras armas al servicio de la construcción del mundo post-nacional? Cualquier respuesta será legítima, pero solo a condición de que se nos plantee abiertamente la pregunta. De lo contrario, se estará engañando a unas sociedades que aún blasonan de decidir sobre su destino.
En buena medida, las resistencias que hoy parecen despertar en los principales países de Occidente, desde el caso Trump en los Estados Unidos hasta el fenómeno Le Pen en Francia, desde la defensa de la preferencia nacional en Hungría y Polonia hasta el Brexit británico, pueden ser leídas como una oposición embrionaria, quizás aún inconsciente, a esta pérdida de soberanía que significa la inmersión en el mundo global. Y señalan, por tanto, nuevos límites a un proceso que sin embargo se ve a sí mismo como ineluctable. No puede extrañar que la reunión de servicios de información europeos de mayo pasado –así lo ha contado el jefe de la inteligencia francesa, Patrick Calvar– haya señalado a la “extrema derecha” como enemigo con el mismo rango que el islamismo. No es ceguera: es que, en efecto, el soberanismo de las naciones europeas puede dar al traste con el gran diseño. La pregunta, evidentemente, es qué está pasando para que los gobiernos europeos señalen como enemigo a parte de su propia población.
El discurso de la globalización intenta tenazmente persuadirnos de que el nacionalismo es un vector de guerra y de que sólo en la “superación” de las barreras nacionales se halla la paz. No hace mucho que el director para Europa de la banca Goldman Sachs, Peter Sutherland, abogaba abiertamente por “borrar la homogeneidad nacional en los países europeos”; es la misma banca que acogía después en su seno a Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea durante los diez decisivos años que van desde 2004 hasta 2014. Una vez más, todo tiene que ver con todo. Pero quién sabe: quizá sea exactamente al revés; quizá un mundo multipolar, conflictivo, sí, pero por ello mismo sujeto a la inevitable interacción de voluntades opuestas, sea más seguro que ese paisaje de batalla final que ya se está dibujando. En el plano de la Historia de las Ideas, la batalla final de la modernidad.
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