Acabo de leer un artículo publicado por un jovencísimo y presunto historiador, responsable de literatura de la Fundación de Investigaciones Marxistas y director de una Revista de Crítica Literaria Marxista -así se define él en su biografía- llamado David Becerra Mayor, con el humilde título Decálogo para escribir una novela sobre la Guerra Civil. Nada menos. Y como de vez en cuando escribo novelas, aunque todavía ninguna sobre ese asunto, y como resulta también que en otro tiempo estuve en media docena de guerras civiles en Europa, África y América, así como en doce o quince de las otras, y por tanto algo de ello recuerdo, y además la Guerra Civil española no me la contaron de segunda mano jovenzuelos presuntuosos, sino varios de sus protagonistas, el decálogo en cuestión me ha picado la curiosidad. A ver si aprendo algo, me he dicho. Por si un día me pongo yo a la faena, vaya. Y lo he leído. Y también he leído, porque Internet facilita esas cosas, declaraciones del autor sobre las novelas ya escritas sobre el particular. Declaraciones que pueden resumirse en que nadie, a juicio del tal Becerra -quizá porque hasta ahora no habían leído su decálogo-, ha escrito nunca una novela digna o satisfactoria sobre la Guerra Civil; porque de cuantos lo intentaron, entre ellos Javier Cercas, Muñoz Molina, Dulce Chacón y Almudena Grandes, ninguno fue capaz de llegar al grado de perfección ideológica marxista que Becerra considera condición indispensable para quien ose acometer tamaña empresa.
Dicho en corto: David Becerra Mayor, que por las fotos dudo haya cumplido los cuarenta años, en un ejercicio de soberbia intelectual que estremece no tanto por lo ingenuo como por lo siniestro, en vez de escribir él mismo una novela magistral que acabe quod erat demostrandumcon las otras, se atreve a establecer un decálogo, unas reglas ideológicas que deberían ser cumplidas por cuanto escritor aborde el tema. Reglas que pueden resumirse en una: todo intento de novelar de modo ecuánime favorece a los malos. Hay que ir a ello con ganas de ajustar cuentas. Es necesario contar todo el tiempo que nuestra guerra civil no fue una carnicería fratricida de causas múltiples y complejas, sino el caprichoso alzamiento de cuatro militares, curas y banqueros armados por Hitler y Mussolini contra un pueblo español unido, noble y trabajador, que se opuso al fascismo como un solo hombre y una sola mujer. Un pueblo español que, por supuesto, jamás actuó movido por el odio y la venganza -como sí hizo el otro bando, que no era pueblo ni era nada-, sino por defender una idílica república que estaba a pique de convertirse, con un poquito más de paciencia y salivilla, en el paraíso del proletariado. Contar atrocidades del bando republicano es, por tanto, favorecer a los fascistas. Escribir, como hizo Chaves Nogales («Tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, bandidos del Tercio y asesinos de Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas»), que en todas partes hubo héroes y criminales, es hacer un favor a las clases que dominaron y dominan. Es tibieza y falta de compromiso literario. Traición, incluso. Por eso el tal Becerra se atreve hasta a decretar cómo concluir esas novelas; pues cualquier final feliz, dice, es un acto ideológico que favorece la memoria de los malvados.
Resultaría consolador pensar que niños góticos posmodernos, fatuos con ansias de historiar como el arriba citado, se limitan a eso: a parir decálogos mediocres, disparates sectarios de los que uno puede reírse con cuatro teclazos. Pero hay algo más, que no da risa. Hay algo en sujetos como él de inquietante, de maligno, que trasciende la anécdota estúpida. Leyéndolo -sobre todo la lista de novelistas que desgrana, marcándolos con salivazos de rencor- es imposible no recordar, para los que sí sabemos, sí hemos leído y sí hemos vivido, a todos aquellos presuntos intelectuales que en ambos bandos, con camisa azul o con mono de miliciano, pero todos con pistola al cinto, paseaban por los cafés de retaguardia con listas de nombres en el bolsillo, cebando con su rencor y su vileza paredones, cunetas y fosas comunes: tumbas de la infamia que el bando vencedor desenterró en la posguerra y los hijos y nietos de los vencidos intentan, legítimamente, desenterrar ahora. Tumbas, unas y otras, cuya mención debería servir para no repetir errores y tragedias; no para que pseudohistoriadores irresponsables pretendan reescribir a su torcida manera, para las generaciones jóvenes, la historia de unos años trágicos que ni vivieron ni comprenden, y que lo hagan cegados por las orejeras de la estupidez y el imbécil fanatismo.