Gustave le Bon, el gran pensador de las masas

"La brecha entre los deseos de una élite desconectada y un pueblo que, de momento, acepta aguantar"

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Hay libros que son intemporales, tan precisos y relevantes que podemos leerlos un siglo después de su publicación y estar convencidos de que se escribieron ayer. Tal es el caso de Psicología de las masas, del ineludible aunque poco leído Gustave Le Bon.

Con su formación científica y médica, su pasión por las cuestiones sociales y sociológicas y su curiosidad por comprender los grandes mecanismos de la sociedad humana, Gustave Le Bon es un pensador de los asuntos públicos con el que nuestra época merece reconciliarse. Su precisión analítica, su comprensión de los fenómenos y su afinada capacidad de síntesis son  brújulas que, aún hoy, nos ayudan a comprender lo que ocurre a nuestro alrededor y las direcciones que inevitablemente tomarán nuestras sociedades. Hay en Psicología de las masas lo que encontramos en el resto de su obra: tanto una clara comprensión del pasado como una precisa valoración del futuro. Tanto es así que este libro, publicado en 1895, sigue preocupándonos y consigue decirnos y explicarnos por qué nuestra sociedad ha dado los giros que sabemos que ha dado y cómo esto modificará en última instancia sus ramificaciones más profundas.

El objeto de su observación aquí es la masa. ¿Qué es una masa? ¿Podemos atribuirle un perfil psicológico y puede este perfil explicar por sí solo por qué una masa en movimiento es capaqz de influir en el curso de los acontecimientos? Gustave Le Bon se niega a creer que los grandes cambios sean obra de hombres aislados, providenciales o místicos. Incluso en el caso de un Napoleón, un César, un Constantino, analiza que nada en sus logros, ni siquiera su ascenso al poder, habría sido posible si antes no se hubieran dado cambios en «las ideas profundas del pueblo»; el mismo pueblo que luego proporciona el contingente de multitudes activas. En estas condiciones, los grandes dirigentes políticos, en lugar de guiar al pueblo, son guiados por él, al menos hasta que llegan al poder, y entonces, una vez en el poder, se ven obligados a tener en cuenta sus estados de ánimo en la medida en que el pueblo puede dar lugar a una multitud, a una masa móvil e imprevisible, cuyo funcionamiento psicológico es por definición demasiado fluido para ser aprehendido, comprendido y satisfecho. Por tanto, todo el trabajo del poder político consiste en acomodarse a los estados de ánimo del pueblo, satisfacerlo o fingir hábilmente que lo hace, para asegurarse de que el pueblo siempre se quede en sus casas.

Y, sin embargo, aunque son conscientes de ello, los dirigentes políticos modernos persisten en intentar tomar direcciones sociales, sociológicas, históricas y morales diferentes de aquellas a las que aspira el pueblo. Así es como se ha hecho insoportable la brecha entre los deseos de una élite desconectada y un pueblo que, de momento, acepta aguantar, aunque resulta inevitable que llegue el momento en que la multitud retome su legítimo derecho a entrar en escena para hacer oír su protesta. En este sentido, la crisis de los Chalecos Amarillos en Francia es un anticipo de lo que les espera a nuestros dirigentes, al igual que la de los campesinos enfurecidos, por citar sólo dos de los ejemplos más visibles de los últimos años. Pero más allá de estos ejemplos, está el trabajo silencioso, lento y subterráneo que está corroyendo actualmente nuestro modelo de sociedad, creando las condiciones para un conflicto que irá más allá de lo que los poderes públicos podrán contener, y creará una situación que, en definitiva, es bastante nueva en la historia: una situación en la que el conflicto ya no afectará sólo a una multitud dirigida contra el orden, sino a una multitud de multitudes todas ellas dirigidas contra él, además de estar seriamente enfrentadas entre sí.


Estas previsiones pesimistas no salen de una bola de cristal. Gustave Le Bon no era un mago, sino un pensador, y fue a la luz de la experiencia humana e histórica como extrajo las lecciones y proporcionó a los lectores los medios políticos e intelectuales para comprender, y posiblemente anticipar, los acontecimientos en cuestión. Una vez que el desorden se haya apoderado de todas partes, nadie podrá afirmar que no lo sabía, nadie podrá decir que no lo entiende, porque todo lo que estará ocurriendo en aqueel momento seguirá pautas históricas que ya han sido probadas muchas veces. El hecho de que los dirigentes lo ignoren no significa que estos patrones mecánicos se hayan anulado o que hayan desaparecido; al contrario, es porque han decidido ignorarlos por lo que han permitido que se den las condiciones para el gran colapso «predicho» por Gustave Le Bon.

Por el momento, lo que nos protege de este gran colapso reside en los medios que los poderes públicos han puesto en marcha para garantizar su propia tranquilidad: Por un lado, dejan que la gente se atonte con la multiplicación de los medios de disfrute inmediato (comida ilimitada, ramilletes de canales de televisión, lugares varios de esparcimiento, fácil acceso a todo tipo de diversiones) y, cuando el sufrimiento, en particular el sufrimiento social, se vuelve demasiado grande para ser contenido con «pan y circo» (Panem et circenses), son los cordones de policías y gendarmes los que utilizan las autoridades para intimidar a la gente y disuadirla de convertir su sufrimiento en revuelta. El orden actual, que es estructuralmente defectuoso y está condenado a caer, sólo se mantiene unido por la fuerza de la costumbre, por la ilusión de su fuerza más que por su fuerza real, y por la intimidación que ejercen sobre la población los medios de represión esgrimidos para servir de advertencia.

Mientras la élite, desde su ciudadela de las grandes capitales, se imagina que así ha perpetuado su orden, en todas partes y en la propia ciudadela ruge la cólera y ya están maduras las condiciones para que la multitud retome su papel de gran acelerador de la Historia.


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