Julius Evola y Alain de Benoist

Críticos (¿posmodernos?) de la modernidad

Acaba de publicarse el libro "Julius Evola. Diálogos contra la modernidad" (ediciones Fides), una recopilación de ensayos firmados por Alain de Benoist, Luisa Bonesio, Giovanni Monastra, Charles Champetier, así como una conversación entre Christopher Gérard y Jean-Paul Lippi, actualmente uno de los mejores intérpretes de la obra y del pensamiento de Julius Evola. Una impugnación de la modernidad que resulta clave para entender el laberinto de la posmodernidad.

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La posmodernidad no es la negación de la modernidad, sino por el contrario el intento de tratar de llevar hasta sus consecuencias finales lo que aquella habría formulado tan sólo de palabra y en manera incompleta, la negación de la metafísica.

Muchos han sido los autores exponentes de tal perspectiva, sea desde la izquierda como desde la derecha, pero nosotros queremos elegir especialmente a uno de ellos por haber utilizado, justamente por venir de la derecha, un lenguaje que, en algunos aspectos, puede ser asimilado con el que nosotros empleamos, en tanto también negadores de la modernidad desde una perspectiva que es también de derecha y que además tiene la ventaja de haber postulado los principios posmodernos de una manera clara y precisa (aunque sin asumir expresamente tal denominación), lo que nos permite efectuar con más exactitud su refutación. Nos referimos al gran pensador francés Alain de Benoist quien presenta una ventaja sustancial respecto de otros autores de una orientación similar. Es aquel que, además de haber formulado tal postura con un grado mayor de coherencia y agudeza, a diferencia de los otros, ha leído y profundizado la obra de Julius Evola, autor del que nos manifiesta que ha sido y sigue siendo para él un “objeto de estudio”, lo cual nos permite efectuar con mayor facilidad una actitud crítica y de contraste con la perspectiva que sustentamos. Esta ventaja, sin lugar a dudas, no la poseen los demás quienes en su inmensa mayoría en ningún momento se han ocupado de leer ni siquiera un solo texto de este autor quien, como veremos, representa la otra postura crítica de la modernidad.

Arribados a este punto se hace necesario ya establecer cuáles son las características propias del pensamiento que sostiene Julius Evola en relación al tema aquí tratado, manifestando que, frente a la perspectiva postmoderna, el mismo es un exponente principal de la menos promocionada y conocida corriente antimoderna representada por aquello que ha dado en llamarse movimiento tradicional alternativo, cuyos principales mentores en el siglo XX han sido sin duda alguna René Guénon y Julius Evola, pero que tomamos especialmente a este último porque es aquel que, desde nuestro punto de vista, ha explicitado mejor los fundamentos esenciales de tal doctrina en un preciso contraste con las diferentes vertientes de la modernidad y que además, si bien por razones de época no ha conocido la obra de Benoist -obra ésta que se hiciera notoria recién luego de la muerte de nuestro autor- es quien ha formulado varias críticas a una postura similar, por lo que es factible hallar en el mismo las principales líneas de pensamiento que se contraponen radicalmente a la postura postmoderna. La perspectiva antimoderna, a diferencia de la postmoderna, rechaza de la modernidad aquello que en la misma es esencial y que hoy día su legítima heredera, la postmodernidad, pretende conducir hasta sus efectos últimos: la negación de la metafísica, considerando que es porque ello ha sucedido que se explica la crisis y decadencia que estamos viviendo y no a la inversa como dicen los postmodernos. El pensamiento antimoderno considera que en el hombre además de una dimensión física y material, existe una de carácter metafísico y espiritual, la que se encuentra superpuesta representando para éste como un orden de carácter superior y que el mismo no se encuentra de manera inmediata al alcance de éste, sino que debe ser conquistado y realizado, a través de un segundo nacimiento, de una segunda generación del ser, logrando doblegar en sí mismo las fuerzas provenientes del mundo del devenir. Del mismo modo y ya que hemos hecho alusión a la democracia, el antimoderno considera que este sistema no se cura de ninguna manera con más democracia, sino, en un movimiento exactamente inverso, eliminando los principios antimetafísicos, materialistas y numéricos en que tal sistema se fundamenta. La secularización para el antimoderno no significa para él, tal como creen los postmodernos, una puesta a tono y consecuencia de una perspectiva metafísica anterior, que no habría alcanzado a rechazar lo que es esencial a ella, sino por el contrario su negación misma. Por otra parte, si bien es posible sostener que la modernidad ha sido una secularización del judeo-cristianismo, tal como sostiene constantemente de Benoist, por lo que manifiesta que es justamente por su influencia que lo esencial de la misma es el igualitarismo, el que tiene su antecedente en tal religión, es indispensable aclarar primeramente que de ninguna manera con la misma se agota la experiencia metafísica, y que más aun, en especial en su vertiente judeocristiana y güelfa, representa ya un proceso de alejamiento, pues una metafísica verdadera, de la cual tal expresión religiosa representa ya una manifestación degradada, no acepta el principio de la igualdad en ningún plano. Digamos al respecto que el cristianismo (aunque tan sólo en algunos casos y no en todos, pues nos referimos especialmente a los sectores que no son modernistas) sólo acepta la desigualdad en un plano físico, pero en cambio sostiene la igualdad desde un punto de vista metafísico, al considerar que las almas son iguales ante Dios y que no existen jerarquías espirituales estratificadas entre las personas humanas singulares. De allí que desde su estructura eclesiástica rechace abiertamente el esoterismo, el que representa siempre su principal enemigo, aun más que el inmanentismo (1) en cualquiera de sus variantes. Pero, aun con tal limitación, que es sumamente grande en tanto que es sin lugar a dudas una puerta abierta a la modernidad, siempre el cristianismo en todos los casos, al sostener la existencia de una dimensión metafísica, aunque fuere de manera distorsionada e incompleta, representa algo superior con respecto a la modernidad al propugnar para el hombre un fin que va más allá de la simple vida. Sustentar en cambio una concepción del mundo a la cual se le ha negado la existencia de una dimensión trascendente ello es lo fundamental que hace a la esencia de la modernidad, aunque simultáneamente a tal cosa se haya continuado, como una consecuencia de tal decadencia, sosteniendo en forma secularizada posturas que pertenecían antes a una concepción metafísica determinada, ya decaída y de un orden inferior. Pero esta secularización del cristianismo no representa un grado incompleto de desarrollo de un proceso progresivo que se podría corregir si se destruyesen las fuentes de la misma tal como suponen los autores posmodernos, sino por el contrario un momento decisivo y más agudo de un proceso de decadencia que ha debido iniciarse con la aceptación en un plano espiritual de un hecho que existe en cambio en la dimensión más baja de la esfera material, la igualdad, en tanto que a medida que descendemos de grado las cosas son de carácter homogénea, cuantitativo y tienden gradualmente a la nivelación. Esta circunstancia tan sólo puede servirnos para señalar que es posible pensar que el desvío moderno haya sido precedido por otro que aconteciera en el plano de la metafísica, pero en cambio no lo puede hacer en manera alguna para dar pie a suponer que el mismo agota a tal dimensión en su totalidad. Es verdad que el igualitarismo moderno ha sido precedido por uno similar acontecido previamente en el plano de la metafísica, pero de ninguna manera podemos decir que aceptar la existencia de tal dimensión lo reduce todo a una perspectiva igualitaria, tal como pareciera desprenderse de la escuela de Alain de Benoist para la cual el mero hecho de sostener una verdad una y universal, característica que es propia de tal dimensión, conlleva necesariamente la acusación de igualitarismo.

Formulados estos principios preliminares, digamos que es cierto que Evola y Benoist se ubican en una postura crítica del mundo moderno por igual, que los dos se oponen sin más al igualitarismo formulado por sus expresiones ideológicas principales: el marxismo y el liberalismo, y que también ambos reivindican el paganismo y efectúan una crítica del judeocristianismo al que consideran, aunque en grados diferentes, como una de las principales causas de la crisis del Occidente. Sin embargo las consecuencias que recaban son sustancialmente distintas en razón de lo que hemos manifestado hasta aquí. Si, tal como dijéramos previamente, Benoist, como los restantes posmodernos, considera que la causa principal de la crisis de la modernidad estriba en no haber sido capaz de negar la metafísica hasta sus últimas consecuencias tal como se propuso, y en función de ello trata de demostrar cómo sus principales cosmovisiones no son otra cosa que secularizaciones de dogmas judeocristianos, Evola por el contrario sostiene que tal crisis se ha debido en cambio a que ha rechazado la metafísica, reduciendo la realidad solamente a una dimensión inmanentista, perspectiva ésta que era lo que estaba implícito en el igualitarismo espiritual propio de la religión cristiana o al menos en algunas manifestaciones de la misma. Y es justamente porque ha negado esta diferencia esencial existente entre dos planos, uno superior y eterno y otro inferior y relativo, es que ha profundizado la tendencia hacia el igualitarismo. La esencia última de la desigualdad estriba en la aceptación de la existencia de dos esferas diferentes y jerárquicamente distintas de la realidad: la dimensión física, de carácter efímero, múltiple y relativo y la metafísica de carácter eterno, único y superior. Al rechazarse esta última, aunque se lo niegue, se termina siempre aceptando la igualdad por un camino indirecto, tal como veremos que sucede también en el caso de Alain de Benoist. Por lo cual la solución que propone es exactamente la opuesta a la de este último y la postmodernidad en su conjunto. La misma consiste en un retorno liso y llano a la metafísica, superando los desvíos que en el seno de la misma produjera el judeo-cristianismo, a fin de que el hombre reconozca que, además de esta realidad circundante, existe otra superior que no tiene por qué ser concebida, tal como sostienen los antimetafísicos, no sin un cierto dogmatismo, como el producto de la propia imaginación y como un duplicado inútil y “esquizofrénico” del propio presente, sino en última instancia como la verdadera y más plena realidad ante la cual ésta, que nos encuentra discurriendo ahora, es apenas un grado más de manifestación, no necesariamente el más importante de todos.

Para Benoist, si bien el hombre moderno ha rechazado la existencia de una dimensión metafísica y en este sentido se ha declarado a sí mismo como monista, actitud que, insistimos, es la que él comparte, sin embargo ha actuado como si no lo hubiera hecho en la práctica pues ha mantenido vigentes una serie de principios propios de un sistema dualista en el que el sujeto se encuentra sometido a un deber ser superior que oficia, de la misma manera que lo hacía el absoluto trascendente (Jehová, Dios Trino cristiano, Idea de Bien platónica, etc.), como un fetiche al que debía subordinarse y acatar en todos los casos bajo la forma de “verdad” una y universal. Existen de este modo para los modernos los individuos presentes y existe también un deber ser superior, una ley universal a la que debemos subordinar nuestras acciones. Un monismo que fuera coherente hasta las últimas circunstancias debería decir que no existen otra cosa que los individuos singulares y no los géneros y los universales que, bajo la forma de paradigmas o de aquello que se podría reducir con el nombre sintético de mundo de las ideas platónico, determinan nuestros actos comprendidos como realidades inferiores e imperfectas. De allí que nuestro autor adhiera sin más a la postura nominalista en materia de universales. Puesto que existen solamente las entidades individuales que captan nuestros sentidos externos, las cosas en sí, los universales no son entes reales, sino tan sólo palabras o convenciones que nosotros adoptamos. (Ya veremos a lo que conduce tal aseveración). Por lo tanto, de acuerdo a nuestro autor, una vez más nos encontramos con que la modernidad, a pesar de haber negado la metafísica como dimensión ontológica, no lo ha hecho también deontológicamente, es decir negándola como deber ser o meta para las acciones de los hombres. Lo metafísico ha permanecido vivo a través de la figura de los “grandes relatos” e ideologías que, a la manera de fines y metas objetivas e irreversibles para el ser humano que les resultan a su vez exteriores a su inmediatez y cotidianidad (una vez más el dualismo), oficiaron como verdaderos alucinógenos para éste disminuyendo de esta manera su valor propio y realidad esencial. Así pues, si bien hombres de la modernidad, como Marx por ejemplo, han considerado a la religión y a la idea de Dios como un opio que desviaba al hombre de su propia esencia, sin embargo, en un paso siguiente, le ha inventado un sustituto, un nuevo desvío que, aunque secularizado, cumplía con la misma función de fetiche de la cosmovisión anterior: el comunismo, la sociedad sin clases, esto es una realidad “a futuro” de la cual llegaría a disfrutar plenamente nuestra posteridad, es decir un yo que es diferente de la única realidad tangible que es aquello que somos nosotros aquí y ahora, como podría haber sido el que llegaría a vivir en el Paraíso de los cristianos. Por lo que el más allá trascendente, del cual el sujeto actual se encuentra excluido, es suplantado por un “futuro” a venir en relación al cual una vez más el yo es reducido al papel de un simple medio de un fin ulterior a realizar. En los dos casos, sea el marxista como el cristiano, el sujeto actual, el único realmente existente, queda pues mediatizado por una cosa que le resulta ajena y que se encuentra afuera de su realidad y presente. De tal modo el marxismo, desde tal perspectiva, sería también una metafísica encubierta. Y también ello sucede con el liberalismo cuando subordina las acciones humanas a la idea fatal de Progreso, entidad abstracta que ocupa una vez más el lugar del Dios cristiano, que a su vez es compartida con el marxismo como con las restantes cosmovisiones modernas, y que no es otra cosa que la secularización del dogma judeocristiano del fin de los tiempos o de linealidad de la historia.

La metafísica aparece pues de diferentes maneras para Benoist. O a través de la creencia en un Dios trascendente que determina la totalidad de nuestras acciones “a futuro”, o a través de una ideología que actúa bajo la forma de un “gran relato” cuyo sujeto principal es un universal que posee realidad en la medida que ante el mismo deben subordinarse las acciones humanas de manera fatal y necesaria. Por lo cual en todos los casos, sea en la premodernidad como en la modernidad, el hombre queda siempre sometido a un proceso irreversible y necesario que negaría su libertad y lo convertiría en un simple medio o instrumento de otra cosa que lo trasciende. Desde tal perspectiva Benoist rechaza por igual sea la concepción lineal de la historia como la circular en tanto que las dos, en la medida que se encuentran determinadas por la metafísica, serían fatalistas aunque en sentido diferente. En un primer caso el fatalismo se hallaría expresado en el optimismo respecto del progreso y el futuro de la propia especie, en el segundo a la inversa en el pesimismo por la decadencia y determinismo cíclico de los acontecimientos, por lo cual resulta siempre fatal y necesario que el devenir histórico acontezca de una determinada manera. En ambos casos lo humano y existencial estaría sometido a una realidad metafísica que determinaría sus acciones irreversiblemente. Lo premoderno y lo moderno desde el punto de vista de la filosofía de la historia, con la sustentación de la circularidad y la linealidad, coinciden pues por igual en una actitud fatalista y por lo tanto “metafísica”.

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