En La interpretación de los sueños, Freud nos recuerda que de niño él se identificaba con Aníbal: “Cuando estudiamos las guerras púnicas –escribe–, mi simpatía no estaba con Roma sino con los cartagineses”. Más adelante, vuelve a señalar: “La escena de Amilcar haciendo jurar a su hijo, ante el altar doméstico, odio eterno a Roma, me impresionó por su fuerte carga simbólica. Aníbal siempre tuvo un lugar entre mis fantasmas”.
Aníbal también tiene un lugar entre los fantasmas de Jean Paul Brisson, historiador de la escuela marxista, el máximo paladín de los tiempos modernos de la revancha de Cartago contra Roma.
Cartago (“Quart Hadasth”, es decir, “La Ciudad Nueva”) fue fundada, según los datos de los cronistas de Tiro, su ciudad-madre, en la segunda luna llena de invierno del año 818 antes de Cristo, y según el historiador griego Apolodoro de Temis a principios del siglo VII antes de Cristo, por fenicios guiados por la princesa Elissa (la Dido de la Eneida), esposa del rey Pigmalión de Tiro, y que abandonó la patria a la muerte de éste. Durante sus tres primeros siglos de existencia fue una colonia más de los tirios fenicios, en lo que hoy es la gran bahía de Túnez, un magnífico puerto protegido por un espolón rocoso que se adentra ciento cincuenta metros en el mar.
Los fenicios fueron un pueblo del grupo semita y de la rama cananea, emparentados con los hebreos de la época premosaica, que también se fundaron otras muchas ciudades en la región (Hadrumet, Utique, Sexoa, etc.). En sus orígenes, Cartago recibió numerosos inmigrantes procedentes de Chipre, Sicilia y Malta, “todos ellos profundamente unidos por una civilización, una religión y una lengua semita” (Madeleine Hours-Miédan, “Cartago”, editorial PUF, 1859).
Los cultos procedentes de Tiro, Biblos y Sidón también florecieron en Cartago. Los cartagineses erigieron el gran templo de Tanit, emanación de la Gran Madre, y sobre todo rindieron honores al Baal-Mammom (“El Señor de las Estelas”, es decir, de las columnas votivas que le servían de culto), identificado con El, principal divinidad del panteón fenicio. Es a Mammom a quien sus sacerdotes, los “Kohen”, sacrificaban a los primogénitos de toda familia, niños o niñas, según la tradición de los cananeos que algunos han querido ver reflejada en el sacrificio de Abraham que fue interrumpido por Yahvé (otro de los nombres de Yahvé, con el cual aparece en los primeros capítulos del Génesis, es “Elohim”, que no es sino el plural de El). Los niños eran arrojados vivos a las brasas que ardían en el interior de la gigantesca estufa de cerámica que simbolizaba a Mammom, al cumplirse la primera luna llena de su nacimiento, entre un frenesí de danzas acompañadas por la música de las flautas confeccionadas con fémures humanos y con panderos de piel humana. La urna que luego contenía las cenizas del sacrificado era luego depositada en el “tofet” (santuario) de Salambó, en las afueras de la ciudad, donde cada año se siguen descubriendo a centenares por los arqueólogos. Justino y San Agustín de Hipona (quien era de origen púnico, es decir, cartaginense) nos dicen que gracias a los sacrificios humanos los cartaginenses creían tener asegurada la prosperidad material de la ciudad.
Muchas otras divinidades púnicas habitaban en los betilos, es decir, en las piedras sagradas (generalmente aerolitos), como también sucedía entre los árabes preislámicos de La Meca, ellos también semitas. La representación de los dioses estaba prohibida, como también aparece reflejado en la Biblia.
EL LUJO Y LA “GRAVITAS”
Para Cartago, sociedad de mercaderes, el comercio era una fe además de un medio de vida. Toda su civilización se ordenó según esta preocupación. “Vemos llegar a las gentes de Fenicia, a los marinos rapaces que surcan las ondas en naves de negro velamen, mentirosos, ávidos en oro y en baratijas...”, escribe Homero en La Odisea (XV, 415). Sus comerciantes son aventureros que no temen los peligros de ninguna expedición que pueda producir beneficios materiales; son también celosos en el secreto de sus rutas, cuya revelación es catalogada como traición al estado, en cuanto que puede suponer pérdida de monopolios. Así, gobiernan un imperio marítimo (talasocracia) que va desde Cerdeña a las Baleares hasta más allá de las Columnas de Hércules, donde desde Gades, en España, y Lixus, en África, parten sus naves en busca del estaño de las Casitérides (muy posiblemente la costa de Gales) y el oro de Geitar (la desembocadura del Níger), productos que luego se venderán en Creta y en delta del Nilo. Un cartaginés llamado Hannon alcanzó en sus viajes en Golfo de Guinea, de donde regresó con dos pigmeos y “un ogro” (¿un gorila?), que fueron entregados al templo de Tanit.
En su época de esplendor, según nos cuenta Estrabón, la ciudad de Cartago llegó a cobijar 700.000 habitantes. Su puerto circular, según Apolodoro de Temis, sirvió de modelo a Platón para imaginar la ciudad de Poseidonis, capital de la Atlántida.
Cartago, según nos cuenta las señora Hours-Miédan, “no fundaba colonias, sino puntos de venta. Ante todo deseaba proveerse de mercancías y elevar el nivel de vida de sus funcionarios”.
Es decir, estamos ante una “civilización del lujo”, que no podía sino contrastar con la “gravitas”, el rigor, la sobriedad de la Roma senatorial republicana.
Durante siglos, las dos ciudades se ignoraron mutuamente. Una era un estado continental, europeo y guerrero; la otra un estado marítimo, africano y mercantil. Pero Roma y Cartago, a causa precisamente de todo aquello que las distinguía y las hacía participar en visiones del mundo antitéticas, no podían sino terminar en el enfrentamiento. En un tiempo, la talasocracia cartaginesa emprendió su expansión a costa de las colonias griegas de Sicilia, justo en el momento en que Roma acababa de expansionarse la Magna Grecia, al sur de Italia. La ciudad de Mesina pidió entonces ayuda a los romanos contra Siracusa, aliada de los cartaginenses, lo que fue el comienzo de tres guerras que se llamaron “púnicas”. Al final, la victoria de Roma fue completa.
La más famosa de las tres guerras púnicas fue la segunda, la de Aníbal.
El cese de las hostilidades fue firmado el cuatro de marzo del año 241 antes de Cristo. Durante el periodo de armisticio, el general Amilcar Barca, el más destacado de los militares cartagineses y que gozaba de una gran popularidad, intentó un golpe de Estado apoyado por los mercenarios griegos. El gran favor que la plebe sentía ante el general obligó al Senado cartaginés a conmutarle la pena de muerte por la del destierro en España (“El senado, escribe Hours-Miédan, tenía por costumbre arreglar mediante transacciones diplomáticas y sacrificios financieros las dificultades exteriores, siempre temeroso que el ejército, compuesto en su casi totalidad por fuerzas mercenarias, se volviese contra él”).
Amilcar, en su exilio en España, se empeñó en la conquista del país para construir un imperio a su medida. A su muerte durante un ataque contra la ciudad de Akra-Leuké (Elche), donde los íberos sitiados lanzaron contra los cartagineses una manada de toros con gavillas de leña incendiadas en sus astas, su hijo Aníbal, de 27 años, tomó el mando del ejército.
En el mes de agosto del año 219 antes de Cristo, Aníbal puso sitio a la ciudad de Sagunto, colonia griega aliada de Roma situada al norte del Ebro Menor (el Júcar), río que marcaba el límite que, según los tratados con Roma, podía cruzar el ejército cartaginés. Pero la ciudad se mantuvo irreductible, y al final, la mayoría de los resistentes se entregaron voluntariamente a las llamas en un holocausto colectivo antes que capitular. Los cartagineses pasaron a cuchillo a los pocos supervivientes, traicionando el pacto convenido. Desde ese día, la “mala fe” de los cartagineses fue proverbial el Roma, donde la “Bona Fides” (la Buena Fe) era incluso objeto de culto civil y personificada como divinidad.
Excelente estratega, formado en la escuela de los griegos tebanos que lograron derrotar a Esparta, Aníbal explotó su ventaja. En una decisión que nunca dejó de sorprender a los historiadores de todas las épocas, atravesó con su ejército las sorprendentes murallas naturales de los Pirineos y los Alpes, presentándose en las orillas del lago Tremesino, en territorio romano, en la primavera del 217 antes de Cristo, venciendo batalla tras batalla a las tropas romanas. Pero, agotado, se retira a Capua a esperar los refuerzos convenidos con su hermano Asdrubal. Pero el senado de Cartago, temeroso de su éxito, se los niega. Aníbal se dirige entonces contra el sur de Italia, mientras que los romanos le oponen la táctica de la tierra quemada. El hambre hace presa en los mercenarios cartagineses.
Entre tanto, un entonces joven general romano, Escipión, concibe la idea de atacar a los cartagineses precisamente en la retaguardia, en España y en África. El senado de Cartago llama al socorro desesperado de Aníbal, pues los romanos se encuentran ya a un tiro de piedra de la capital. Aníbal embarca en Calabria en su ayuda. En la llanura de Zama, el 12 de octubre del 202, se encuentran las tropas frente a frente. Los romanos han aprendido a combatir a los elefantes, los tanques de la época, y a una señal de Escipión las legiones forman un ruido ensordecedor de gritos, cornetas y toques de tambor: los elefantes huyen entonces aterrorizados, pisoteando a las mismas tropas cartaginesas en su carrera. La victoria de Roma es total. El senado pide la capitulación sin condiciones. Roma destruye la totalidad de la flota cartaginesa y licencia al todo el ejército.
Aníbal emprende un largo exilio que empieza en Siria, en la corte de Antioco IX, quien lo nombra comandante del ejército. La presión romana de obliga a huir entonces primero a Egipto y luego a Bitinia, donde será asesinado en el año 183 por el rey Armituis, deseoso de complacer a Roma.
EL FIN DEL PODER PÚNICO
A su regreso de un viaje al África, el viejo Catón (Marcus Porcius) se inquietó del posible resurgir de aquélla potencia, temiendo que pudieran levantar una nueva revancha que acabase con las virtudes aristocráticas y guerras de Roma. Su discurso ante el senado romano ha pasado a la historia: DELENDA EST CARTHAHO, Cartago debe ser destruida.
El ataque de Escipión Emiliano en el año 149 no puede catalogarse como guerra, sino más bien como paseo militar. La ciudad es arrasada y abandonada a las llamas, demolida y sembrada con sal.
En 1949, el general francés Duval, siguiendo las indicaciones de Estrabón, descubre las ruinas de la otrora orgullosa metrópolis en las colinas de Byrse, a cuatro kilómetros de Túnez.
Jean Paul Brisson, de 56 años, profesor en la Universidad de Nantes, quien ya había publicado una apología de Espartaco (“Club Français du Livre”, 1959) y un ensayo sobre Virgilio (Edittions Masperó, 1966), ha vuelto a resucitar en Francia el viejo debate sobre Cartago en una colección bajo su dirección (“Carthage ou Rome?”, Edittions Fayard).
EL EJEMPLO DE REGULUS
A falta de una edición definitiva, el partido de Brisson, siguiendo la escolástica marxista, es evidente. Como él mismo anuncia en el prólogo, el trabajo de la obra tiene un objeto definido: “Rescatar los valores de la Cartago púnica frente a la Roma latina”.
A partir de aquí, el autor se empeña en demostrar el “pacifismo” y el “ideal democrático” cartaginés frente a “esa Prusia de la antigüedad” que fue Roma. Reprocha a Catón el haber reprimido los cultos de Dionisos, que se oponían a la ética de la Villa (“Pues hombres y mujeres, ricos y esclavos, se encontraban en igualdad de derechos frente a un dios que no hacía distingos entre sus devotos”). Los romanos reciben ciertamente un buen vapuleo en esta obra: “Pretenciosos y arrogantes, naturales antecesores del imperialismo europeo, los militares romanos sólo se movían por ambiciosos proyectos personales...”
“Para la aristocracia romana la guerra era el recurso necesario a sus ambiciones sin medida y al necesario prestigio...”
Cartago, sin embargo, “hizo la guerra sin entusiasmo..”
Las antiguas generaciones de escolares todavía recuerdan el ejemplo del cónsul Marcus Atilius Regulus, y su historia sobre la fidelidad y la lealtad. Regulus fue hecho prisionero en la primera guerra púnica por Xantipo, mercenario espartano al servicio de Cartago. En el 250 le enviaron a Roma para negociar un intercambio de prisioneros, con la promesa de regresar para dar informes. En el senado de Roma, Regulus precisamente hizo todo lo posible por convencer a sus compatriotas que tales acuerdos con los cartagineses en verdad significarían una capitulación a sus pretensiones. El acuerdo fue por ello imposible, y Regulus, fiel a la palabra dada regresó a Cartago, donde fue crucificado.
Jean Paul Brisson, naturalmente, afirma que el caso no es más que una leyenda, aun cuando esté firmemente documentada en textos que para todos los demás investigadores son históricos. Más bien, ve en el ejemplo de Regulus “el representante de un cierto tipo de animalidad arrogante”.
La paz hubiera sido posible, según el historiador, “Si Roma, humildemente, hubiese dejado de ser Roma para tomar el ejemplo civilizado de Cartago”.
Y este es quizás el pasaje que resume toda la intención de su obra: dejar de ser.