Obviamente, la Unión Europea atraviesa una grave crisis. Negarlo y proseguir una política de huida, de apertura continua y sin límites de sus fronteras hacia el Este o el Sur –«¡Dale más Europa, siempre dale más!» en el camino de los extremistas del no border– no hace sino acentuar aún más el rechazo del ideal federalista europeo entre todos sus pueblos. Pero hay algo peor: la despolitización del hombre europeo, el fin de lo político.
Si miramos la historia reciente de Occidente vemos que la Unión Europea de Bruselas se construyó contra el concepto clásico del Estado. La Unión Europea quería ser el esbozo, la matriz en vivo del Estado universal soñado por Kant y concretizar así el famoso cosmopolitismo político de la paz universal del filósofo de Koenigsberg. Ese sueño, que en sus orígenes soñábamos realmente como un sueño idealista humano y democrático, se está acabando extrañamente. Basta que nos despertemos ahora vestidos de tecnócratas con un alma totalitaria. ¡Qué repugnancia produce tener la burocracia en todos los sitios! Así, el desarrollo del poder europeo nos parece más bien como la construcción del estado orwelliano, del estado frío posmoderno. Recientemente, un estudio de la Dieta federal alemana estableció que un 85% de sus leyes y de sus reglamentos proceden, en realidad, de Bruselas, y si verificamos el porcentaje seria igual con los Parlamentos españoles o franceses, lo que vacía de todo sentido las deliberaciones de nuestros Parlamentos nacionales y regionales y el trabajo de nuestros diputados. En efecto, el método de la política parlamentaria es ahora la gobernanza burócrata, a saber, la gestión de los «asuntos corrientes», una política reducida a la gestión de decretos tomados en secreto dentro los corredores minimalistas de un Estado mundial, elaborados sin ninguna legitimidad ni autoridad. El ensayista Pierre Le Vigan llama a eso «el borrado de lo político», la despolitización del mundo, es decir, el reino brutal del derecho, o digamos la dictadura del Bien, una República de los jueces como centro de decisión unilateral del mercado dentro de un mundo unificado por el dinero. «Toda sociedad tiene un derecho oral no escrito», nos recuerda Le Vigan, pero nuestra sociedad se vuelve distinta, pues ella quiere regularse por el derecho escrito. Efectivamente, no son la misma cosa y es necesario entender con precisión el matiz. Hoy se requieren, por ejemplo, diez años para redactar un reglamento o una directiva europea y diez años más para modificarlos. Solamente entonces, la directiva o el reglamento, producto de la «reflexión» de los famosos «expertos» tendrán fuerza de ley. Pero, en ningún caso, se consultará al pueblo, ni siquiera a través de sus representantes. ¡Nunca! El pueblo falleció en el sueño de la paz universal. Ya no existe el pueblo. Ya llegó la época de la muerte de los pueblos. Una época fría.
Pierre Le Vigan resalta, del neoconstitucionalismo contemporáneo, el sentimiento que tenemos de no poder hacer nada, como el supremo desamparo generado por el evidente «laisser-faire». Eso nos da un sentimiento radical de ausencia de libertad, de pérdida del carácter independiente de nuestro proceso histórico. ¿Pero si la felicidad no puede conseguirse con la comunidad política, cómo el hombre europeo del futuro podrá ser feliz? Si la comunidad, la polis, se reduce a la política del mercado absoluto, su lógica propia será entonces la disolución de la solidaridad y de la fraternidad. Así se nos privará de nuestra libertad individual, pero también de la posibilidad de nuestra felicidad como ser colectivo. A menudo, el poder judicial se presentará como la nueva religión del tiempo, las directivas y los decretos arbitrarios como el método ordinario de gobernar. En Francia, después de los atentados de noviembre 2015 se habla, por otra parte y sin ninguna vergüenza, incluso en los medios de izquierda, de «constitucionalizar el estado de emergencia». Eso ilustra bien ese paso de la democracia representativa a una democracia procesal, muy bien analizada en el otro lado del Atlántico por pensadores argentinos como Alberto Buela y Luis María Bandieri. El derecho se vacía, se vende, se privatiza y Pierre Le Vigan reflexiona sobre la genealogía de este proceso, que va desde Hobbes hasta Habermas, y que acaba triunfando con la Escuela de Frankfurt. Es justamente su gran contribución la de poner al día las raíces profundas de la despolitización de nuestra Europa a través de la toma del poder por el derecho.
Del punto de vista económico, la zona euro está en crisis permanente, viviendo desde hace años un especie de crisis de adolescente inmaduro o una crisis histérica de nervios como en las películas de Almodóvar. Pero era obvio que la moneda única seria inadecuada para economías tan divergentes. No se puede hacer convivir en la misma zona monetaria a un fabricante de herramientas o coches de lujo como Alemania y a un productor de aceitunas o un armador sin pabellón nacional como España o Grecia, excepto instituyendo una unión a base de transferencias bancarias de los ricos hacia los pobres que jamás se había visto en la historia del mundo. El error europeo esta aquí: querer construir una unidad política por lo económico, a través una moneda única que prescinde de lo político.
Jacques Delors se burló varias veces del concepto de «potencia europea» o del «Europe Puissance». En dos ocasiones, en la comisión de los Asuntos Exteriores y en la comisión de los Asuntos Europeos, Jacques Delors rechazó la utopía de un poder europeo o de un imperio europeo, añadiendo que jamás existiría en Europa la posibilidad de una política exterior común. En verdad, en sus inicios, la Unión Europea se planteo como un bloque contra el Este y la ex-Unión Soviética y, al final, vemos a uno de sus grandes artesanos y partidarios reconocer lo ilusorio que es creer en una organización de veinte ocho o treinta Estados-nación. Como si la apertura de las fronteras económicas pudiera construir, sin ninguna voluntad política, una forma de convivencia conjunta a través una fuerza heterogénea, como si Europa no fuera nada más que una especie de coalición económica.
Europa está muerta. Europa murió. Europa no existe, a penas se la escucha como un mero agregado de naciones o un galimatías de Estados, una cuasi federación de grandes regiones, porque justamente Europa se concibió como una coalición de países. Además, jamás hubo un acuerdo común sobre la famosa «Europa cultural» (a pesar del Homero de Dominique Venner o del Instituto La Ilíada) o sobre la Europa religiosa (a pesar de la cristiandad de Francisco, paradójicamente un papa latino!) o sobre la Europa lingüística (a pesar de la «Mitteleuropa» de Claudio Magris) o sobre la Europa étnica (a pesar de nuestros amigos de Tierra y Pueblo). Entonces, ¿ya no hay más sustancia europea? Entonces, ¿qué es realmente Europa?
Hay que hacer un llamamiento para una nueva unidad política. Hay que refundarla.
Pero, ¿cuál será esa nueva forma política en la época de la manipulación de la opinión por los sondeos? ¿La forma de las potencias relativas, de las comunidades sin relaciones políticas? ¿Cómo racionalizar, por ejemplo, el comunitarismo de hoy? La universalización del mercado sobrepasa el marco de las organizaciones regionales y el capitalismo está ahora destrozando una Unión Europea en plena recesión. En cuanto a la política exterior de la Unión, no hay todavía un embajador europeo. Hablando de la política internacional y, por ejemplo, del problema de las fronteras, seguimos en la confusión: ¿cuál será el futuro internacional de Europa, la línea del Oder-Neisse, la difusa Ucrania o las orillas del Mediterráneo con sus refugiados, las costas de África con su explosión demográfica, los países del oriente asiático o China con sus mercancías baratas, o quizás una isla perdida en pleno Pacífico amenazada con ser inundada por el cambio climático? ¿Se puede aún hablar de Europa como una hiperpotencia capaz de imponer unilateralmente sus opciones al mundo? En realidad, los Estados Unidos se han quedado siempre en los rincones de Europa listos para romper la Unión a través de las coaliciones más sorprendentes como Al Qaeda y los fanáticos del Daesh, el Islam «moderado» de Turquía con sus contenedores de armamentos gringos o su ola de inmigrantes bien programada. El antiguo Secretario de Defensa norteamericano Donald Rumsfeld utilizaba una fórmula pertinente, a su manera cáustica, cuando hablaba de Europa: «Hoy hablamos de la misión encargada a la coalición. Así en Libia, Siria o Ucrania, ¡fueron también las misiones encargadas a la coalición! Entonces, ¿a qué coalición pertenece Europa? ¿De qué misión se habla? ¿Es necesario plantear la cuestión? Por supuesto, ésta no es la Europa que queremos y por la que luchamos diariamente, la Europa popular, la Europa del pueblo, la Europa del alma de la raza, la Europa independiente. Entonces, ¿de qué Europa política se trata y para qué política hablamos en los debates, si estamos ante una Europa sometida a los Estados-Unidos? Ya es tarde. Es el atardecer. Hace frío. No sé cómo expresarme, me siento solo con mi pueblo.
Sabemos que este año, Europa debe firmar, bajo pena de muerte, el Tratado Transatlántico. Es ahora la meta principal en todas sus reuniones. Así, Europa quiere acabar toda su política de los últimos años con una gran «nación transatlántica» sometida al Imperio americano. Mientras las formulas utilizadas para expresar el ideal europeo como «nación», «imperio» «federación» se disuelven en el Tratado Transatlántico, la vieja democracia con su ideal representativo estallará en el reinado del derecho privatizado. El Estado de Derecho se reducirá, entonces, al sello jurídico, al estado universal de los abogados del comercio. Esto se opone a la naturaleza política del hombre y, peor aún, a la posibilidad que tiene el hombre europeo de reconocerse por la dialéctica. Aquí se acaba absolutamente la posibilidad para el hombre europeo de realizarse a través de la Historia como un ser de Libertad.
Pero entonces, ¿qué unidad política defender ahora a nivel europeo? En junio de 2010, el Tribunal federal alemán recordó firmemente que no existía un «pueblo europeo» y que solamente se puede hablar de un «pueblo alemán», de «un pueblo francés, italiano o español». En todo caso, la Dieta admitió que, sobre ese asunto, la última palabra pertenece a la Dieta federal. Sin embargo, lo mejor sería constituir un poder constituyente europeo, un parlamento europeo a partir, quizás de los parlamentos nacionales, pero un tal Parlamento acabaría sin duda cediendo a las presiones para aceptar la soberanía feudal de la potencia alemana. Sin duda, en los próximos meses, la cuestión del centro de gravedad de la Unión Europea se planteará por la actitud del Reino Unido y de un probable Brexit, incluso por los posibles procesos de independencia de Escocia o de Cataluña. La salida probable de Gran Bretaña de la Unión Europea y el desafío independentista de Cataluña pondrán en riesgo la Unión Europea y, sobre todo, su estabilidad en los países del Sur. Desde décadas, de Roma hasta Lisboa y Madrid, la «pequeña» Europa del Sur trató de sobrevivir con la contradicción de una ideología federalista continental y centralizadora, una práctica intergubernamental dominada por Alemania o a veces por la pareja franco-alemana, cuando Francia era todavía un país fuerte.
Intentar ignorar el vínculo de la confusión antidemocrática de sus instituciones con la «gobernanza» autocrática de Alemania es lo que confunde al liberalismo europeo. Si la Unión Europea rechaza la soberanía popular, es también porque es, ante todo, alemana ¿Se trata siempre, para un alemán, de negar a costa del nacionalismo, la identidad colectiva esencial y histórica del ciudadano europeo? La refundación de Europa debe pasar, quizás, por el renacimiento del nacionalismo regional. Si no, ¿de qué unidad política trataremos en el futuro? ¿La idea de una «confederación», la forma política de una federación de Estados europeos según el modelo de la federación de los Estados Unidos, que podría contener también a la Federación Rusa, incluso a Turquía, por la simple razón de que estos dos Estados participan y siempre han participado en el equilibrio europeo? Cuidado en las palabras, hablamos de una «confederación» en el sentido de una confederación realizada desde abajo (de generalizar, por ejemplo, la democracia participativa del nivel local y regional) y así poner en alto las antiguas condiciones de la soberanía de los pueblos europeos, resumida en la tradicional cooperación diplomática entre las distintas naciones europeas con el ojo malicioso de la hegemonía alemana. «Confederación» nos hace recordar, pues, el viejo principio federativo de Proudhon o el solidarismo de León Bourgeois, al asociacionismo del obrero Louis Blanc, una confederación concebida como cooperación popular y consenso diplomático sin la uniformidad del consenso absoluto, respectando una pluralidad integral basada en el principio de subsidiariedad. Como lo destaca Pierre Le Vigan en un estilo conciso, vamos ya –¿y porque no?– hacia la idea del Imperio, acercándose al mito de la «confederación de los pueblos de Europa». Pero desde nuestro punto de vista crítico, seguiremos preguntando: ¿federación, imperio, confederación, estado federal o alianza? Bastantes palabras quizás para nuestros jóvenes lectores, perdidos en un programa seductor y a la vez reductor. En realidad, si todos esperamos un avance sobre las formas políticas imperiales es porque parecen las únicas que, en realidad, pueden encender el fuego de nuestra propuesta renovadora.
Por otra parte, se comprende fácilmente que no habrá disolución de la Unión Europea de los banqueros sin guerra civil o internacional –una confrontación previsible, por ejemplo, del lado eurasiático en Ucrania o a través de una guerra civil de baja intensidad con los musulmanes en Francia. Todos los miembros de la clase dirigente europea, sean de España, Portugal, Italia, Alemania o Francia, fueron en realidad los grandes sacerdotes del «nuevo orden mundial», específicamente designados por sus pares para llevar en nombre de la seguridad, la revolución del Derecho destinada a transformar las comunidades nacionales en un magma humano, un polvo de hombres despolitizados cuya única meta ontológica es la inmanencia del último hombre, el carpe diem del placer epicúreo o la indiferencia abrumadora del escepticismo mórbido de un mundo sin Dioses. Por desgracia, pensamos en los conceptos abandonados del bien común, en el matrimonio gay como nuevo totalitarismo de almohada y edredón, en la política de los hombres comunes, en la ideología del «hombre normal», el bonito programa de la ética sin moral del nuevo totalitarismo del Bien, que transforma ahora los programas de educación cívica en cursos autoritarios de un antirracismo universal que prohíbe todo con tal de feminizar a los machos. Sin matices, este modelo europeo nos lleva en corto plazo al caos civil bajo el «talón de hierro» del Big Brother tecnológico de la vigilancia generalizada. Esta degradación jurídica es, sin duda, el aspecto más inquietante y relevante de la gran transformación en curso. Aquella para la cual se elige, dentro de los partidos progresistas y con las barras de la francmasonería, a nuestros dirigentes ejecutivos y reducidos a ser los misioneros geográficos sectoriales del mundo globalizado donde su tarea esencial, a la que ellos no pueden ni deben renunciar, contempla la fusión en un mismo espacio tricontinental del libre comercio con todos los aspectos de la vida.
Recordamos que el «Pacto comercial Transatlántico» será aplicable entre la Unión Europea y, finalmente, las dos Américas (pues un Tratado similar conecta ya el Canadá y los Estados Unidos, ellos mismos ligados con América del Sur). Ahora bien, sabemos que nuestros gobiernos europeos aceptaron negociar en pleno secreto los diversos artículos del Tratado hasta llegar a firmar una cláusula de secreto relativa al contenido mismo de las negociaciones, las cuales se desarrollan dentro de la Comisión Europea con la exclusión expresa de los miembros del Parlamento Europeo. Así, los gobiernos europeos llegaron hasta el final de sus reformas manteniendo, a su manera, la niebla democrática con la finalidad de ocultárselo al pueblo. Es el triunfo de la sociedad del espectáculo político como reinado de las falsas concertaciones, de los falsos compromisos. La traición política en sí misma que consiste, claramente, en despolitizar toda Europa, Francia como España, Italia como Portugal, a fin de borrar del horizonte el viejo lenguaje del debate y de la discusión, el viejo foro abierto del Ágora y de la Libertad, de la autonomía concebida por todos los filósofos como la única esperanza de un vivir mejor.
(*) Michel Lhomme, es filósofo, colaborador en las revistas Éléments, Krisis, Nouvelle École, Rebellion, y animador de la revista de pensamiento crítico Metamag. Este articulo es un comentario del libro de Pierre Le Vigan, L’Effacement du politique / La philosophie politique et la genèse de l’impuissance de l’Europe (El borrado de lo político. La filosofía política y la génesis de la impotencia de Europa).