El antiamericanismo, en su forma ideológica, aparece ya en los primeros movimientos de la derecha radical y/o revolucionaria. Lo encontramos en Julius Evola, en los pensadores de la Revolución Conservadora alemana, como Heidegger, Niekisch o Moeller van den Bruck, así como en los no-conformistas franceses de los años treinta del pasado siglo. En este contexto cabe situar Le cancer américain (1931), de Robert Aron y Arnaud Dandieu, miembros de Ordre Nouveau, en el que hacen una llamada a combatir el “cáncer americano”, una enfermedad del espíritu yanqui dominado por el racionalismo y la abstracción, frente a las realidades concretas que caracterizan el pensamiento europeo. Aron y Dandieu criticaban la concepción antropológica materialista que reducía al hombre a una simple máquina de producir y consumir, un homo oeconomicus sometido a las exigencias de una razón tecnocrática y dominado por los imperativos de una economía exclusivamente dirigida al beneficio y no a las necesidades interiores del hombre.
Pero la Nueva Derecha irá más allá de esa denuncia, alertando de la amenaza igualitaria que comenzaba a manifestarse mediante la uniformización del mundo por la extensión del modo de vida norteamericano, identificando al enemigo como el Occidente americanomorfo, atlantista y mundialista. El pensamiento neoderechista consideraba que «Europa debe estar unida frente al paradigma de la modernidad decadente, del materialismo y del sepulturero de la tradición, el modelo demoliberal que su agente privilegiado, los Estados Unidos, quiere imponer a todo el planeta». En su momento, ante la pérdida de la soberanía europea, dividida por la ocupación bipolar americano-soviética, subrayaban, no obstante, que la ocupación americana era la más peligrosa: los norteamericanos no sólo ocupaban militarmente Europa, bajo el pretexto de su seguridad, sino que también la colonizaban culturalmente imponiendo la “americanización de la vida europea”.
Se rompía así la presunta unidad occidental. En realidad, el antiamericanismo neoderechista no se opone tanto a los Estados Unidos como al Occidente americanomorfo: nombrar a Occidente es señalar a Norteamérica, patria del igualitarismo cosmopolita, del imperialismo mercantilista, la democracia de masas, del culto al dólar y del “biblismo”.
Los Estados Unidos de América representan la manifestación más pura de la modernidad liberal y la principal fuerza mundial que impulsa la homogeneización cultural. En ningún otro lugar, los principios modernos nacidos en la Ilustración (igualdad, racionalismo, universalismo, individualismo, economicismo y desarrollismo) han sido realizados de forma tan completa como en la nueva república americana, liberada ya de la herencia de su pasado europeo: la magnificación del ciudadano como homo oeconomicus, constituido por el demos y no por el etnos, que ha venido a sustituir la tradición por ciertas convenciones mercantiles, a definirse según un estilo materialista de la vida. La Nueva Derecha considera a los Estados Unidos como un "asesino" de la cultura y la historia, una “tierra de nadie” civilizacional que está convirtiendo al mundo en un solo mercado mundial donde todo es intercambiable e igual. Como escribe de Alain de Benoist: «los Estados Unidos no son como las otras naciones, es un país que desea destruir a todos los otros». Esta concepción del Nuevo Mundo como una amenaza cultural para la supervivencia del Viejo Mundo es especialmente relevante, porque los europeos han sucumbido a los designios hegemónicos norteamericanos y han abandonado sus propias identidades culturales. Y es que lo norteamericano es el opuesto absoluto de lo europeo. Pueblo sin historia ni raíces (un no-pueblo), su fe igualitarista y universalista, su liberalismo, su mercantilismo y su fundación judeocristiana, se combinan para hacer de los Estados Unidos el símbolo de la decadencia de Occidente. Además, la americanización del mundo implica la total despolitización: la izquierda posmarxista ha llegado a un acuerdo tácito (nihilista, no-político) con la derecha neoliberal sobre la aceptación de los valores economicistas del imperio americano-occidental.
Según Alain de Benoist, desde sus orígenes, los Estados Unidos tienen una cuenta pendiente con Europa. Cuando las primeras comunidades de inmigrantes se establecieron en el Nuevo Mundo querían romper las reglas y principios que existían en Europa. Pero los estadounidenses no sólo deseaban romper con Europa. También querían crear una nueva sociedad/empresa que fuera, probablemente, la mejor para regenerar la humanidad. Querían iniciar una “nueva Jerusalén” que se convirtiera en un modelo para una República universal. Este tema bíblico, que está en el centro del pensamiento puritano, se repite como un leitmotiv en toda la historia de Norteamérica, desde la época de los Padres Fundadores. Fueron ellos quienes dieron a luz a la idea del “Destino Manifiesto”, quienes inspiraron la “Doctrina Monroe”, que es lo que les ha seguido permitiendo definirse como “nación universal que persigue ideas universalmente válidas” (Thomas Jefferson).
Además, los estadounidenses siempre han sentido que sus valores y su forma de vida eran superiores a los demás y tenían validez universal. Siempre creyeron ciegamente que tenían la tarea de difundir estos valores e imponer esta forma de vida en toda la superficie de la tierra. Creen en la división moral binaria del mundo (el bien y el mal), creen que encarnan el bien y se imaginan, en palabras del presidente Wilson, que el “privilegio infinito” estaba reservado para ellos con el fin de “salvar al mundo”. Su tendencia al unilateralismo y al hegemonismo, por tanto, no es cíclica, viene de muy lejos. El problema es que, hoy en día, los mitos fundadores de la nación americana se han convertido en políticas operativas dirigidas contra el resto del mundo. Actualmente, nos encontramos en plena era “postatlántica” caracterizada por la disolución, de hecho, de todo un sistema en el que la Alianza Atlántica era su centro neurálgico, desintegración en la que los Estados Unidos exigen a sus aliados que se comporten como vasallos. A la “guerra fría” le sucedió una “paz caliente”, un mundo bipolar, una globalización en la que Estados Unidos representa la fuerza principal, pero en la que la lógica subyacente es tecnoeconómica y de carácter financiero, ya que se caracteriza, sobre todo, por la dominación global de la “forma-capital” del neoliberalismo americano.
Por su parte, Giorgio Locchi, uno de los principales teóricos en la primera fase de elaboración de la ideología neoderechista, aunque acabará finalmente alejado de sus tesis aperturistas, muy alejadas ya de las herencias derivadas de la derecha radical europea, se manifiesta, desde un principio, abiertamente hostil a la civilización americana. Locchi escribirá, junto a Alain de Benoist, el ensayo, que aquí presentamos en español, titulado “Érase una vez América” (en la versión italiana, “El mal americano”), haciendo del antiamericanismo uno de los pilares básicos del nuevo europeísmo. Para Locchi, es el verdadero “americanismo” el que amenaza a la cultura o, más exactamente, al alma de Europa, y que se concreta en la adhesión –consciente o inconsciente– al llamado “mito americano”, al “sueño americano”.